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Pasífae

jueves 10 de enero de 2019
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Desde la alargada sala se veía un tramo del pasillo de la golosa galería, adornada de jarrones y frescos, cortada en dos por la sombra de una de las columnas, redondas y gruesas, que se estrechaban suavemente en el capitel y en la base, sobre el poyo que concluía el patio. La luz radiante lo penetraba a raudales y caía punzante sobre el mosaico.

En la habitación oía Pasífae a las muchachas que charlaban, pizpiretas y revoltosas, mientras hilaban unos montones de lana. No quería que, por su causa, refrenaran su alborozo. La nodriza, Trofos, observaba de pie con sombrío cariño el regio ceño fruncido, la vista perdida en el añil del cielo. Si una nube cubría al padre Helios, se le encogía el corazón y se asomaba al patio hasta que se despejaba.

Si pudiera acariciar la piel tersa y vellosa del toro blanco que Poseidón les entregó, haciéndolo surgir de la sal.

Después acostumbraba a pasearse por la galería, con Trofos detrás, y entraba al final en alguna habitación vacía a distraerse con la viveza de los frescos. Si por casualidad representaban un toro, los ojos se le arrasaban de lágrimas despacio y dulcemente y, mientras se destilaba en el vientre una calidez traicionera y penetrante, el pecho se alteraba como el mar que en una ensenada el viento empuja y aprisiona. Sufría una entrañable delicuescencia mirando las astas largas, esbeltas, indomeñables, de doble y sugerente curva, la noble cabeza, la expresión entera, broncínea y poderosa, y el contraste indecible entre la robustez del cuerpo y la elegancia de las negras patas enérgicas.

Si pudiera acariciar la piel tersa y vellosa del toro blanco que Poseidón les entregó, haciéndolo surgir de la sal, y que representaban a medias aquellas pinturas basadas en algún pobre modelo que no se le igualaba; si pudiera pasar las desamparadas palmas de las manos por las ancas estrechas y macizas que volvían a chocar contra el volumen del pecho con veinte veces más gracia que en los guerreros más torneados y hermosos, de hombros anchos, de entre los carios, y luego subir, dejando que en las yemas de los dedos tintineara el cristal fino del pelo corto, subir por la cintura lentamente, comunicándole la pasión que la desazonaba, apretar poco a poco los lomos al mismo tiempo que recibiera como un valle la embestida de un abundante aluvión irresistible, alcanzar la espalda musculosa mientras abrazara y estrechara con las piernas la cintura del animal dejando reposar en ella, como en un eco de su unión, las pantorrillas delicadas, indefensas, y juntara desesperadamente su cara al carnoso morro y a las amplias mejillas estilizadas, con ternura, besándolas, lamiéndolas… Si es que pudiera… Pero ni siquiera era así como ella había visto a menudo copular en los prados a los toros y a las vacas: su generoso amor desorientado y sediento la engañaba dos veces y su orgullo de mujer y de reina la atormentaba haciéndola sentirse inferior a alguna de aquellas hembras despreciables. Si pudiera esperar por lo menos que la cubriera como a una de ellas…

—¡Ay, Trofos, cómo puede ser! —se lamentaba de pronto haciendo pucheros frente a la muda pared. Y se tapaba la cara crispada con las manos, enjoyadas y perfiladas, mientras la hundía en el pecho muelle de la nodriza. La vieja le acariciaba la cabeza con dedos de sarmiento e intentaba en vano, con maternal compasión, consolarla, pero sin contradecirla. Con bastante dolor se oponía la misma reina a su desvarío, ya convertido en el mayor tesoro de su ajuar.

—Tranquila, señora mía: esta fiebre se tendrá que pasar por sí sola, no tiene razón de existir, o yo te prometo que sabremos encontrarle, tarde o temprano, el remedio que precisa.

Pero no añadía más, cautelosa, y la pobre reina se consumía como una muchacha que, creyendo participar en otro juego más, se enamora por primera vez, con una pasión tan pura y al mismo tiempo tan ardiente que no veía el momento de visitar el prado donde se encontraba el animal, inocente del deseo que despertaba en su dueña, o paciendo plácidamente, echado a la sombra de algún chaparro o corriendo majestuoso y sencillo de un lugar a otro. O también provocando sin querer la clandestina muerte de alguna de sus hembras si en una cópula al descuido mostraba demasiado calor.

La antigua nodriza no podía olvidar la pasión que día a día sumía a Pasífae en la más cavernosa de las melancolías.

A menudo, si no siempre desde que se sintió arrebatada por esta aciaga fijación, Pasífae vagaba sin objeto, no tejía ni charlaba con nadie, ni bailaba ni tampoco veía bailar. Tras recorrer por la mañana en compañía de su criada Trofos las estancias donde las sirvientas se diligenciaban en las tareas domésticas, se pasaba sentada en un escabel las horas de la tarde. A Minos, su marido, apenas si tenía tiempo o interés en verle la rizada barba, y agradecía que las ocupaciones regias lo entretuvieran junto a sus consejeros la mayor parte de la mañana y que la costumbre antepusiera su hora del almuerzo. El resto del día lo pasaba él jugando en el terrero a la pelota, cazando o tratando, en el otro extremo del palacio, con sus capataces de la administración de los bienes que poseían o de las mercancías que les llegaban a través del Egeo, ya en virtud de tratos comerciales o de los numerosos tributos impuestos a los argivos.

Aquella tarde tampoco la acompañaba Trofos, porque tenía que ocuparse de regañar a las esclavas o de preparar alguna hechicería que salvara a su señora, y es que en efecto la antigua nodriza no podía olvidar la pasión que día a día sumía a Pasífae en la más cavernosa de las melancolías. Así pues, se acordó de aquel pobre artesano, venido tiempo atrás de Atenas, ciudad pelásgica, allende el mar, temerosa como el resto del poder de Minos, de donde escapara huyendo de la justicia, a causa del asesinato de su sobrino, ingenioso y prometedor demiurgo. En el taller, halló la vieja primero al ingenuo Ícaro, hijo del refugiado ático, cortando un madero con la sierra fatal que ideó su malhadado primo y un poco más adentro, en penumbra, al criminal Dédalo, modelando muy entretenido, con una mueca de creciente satisfacción, un cervatillo de barro.

—Tú, inventor —le dijo Trofos, y enseguida, mereciendo la inmediata atención del protegido, le explicó lo que pasaba.

El ateniense, pícaro, se aguantaba mal una sonrisa. Sin embargo, no le costó mucho tiempo imaginar el pergeño requerido y, cuando la vieja le puso pegas porque no acababa de convencerla, contestó:

—En cuestión de una semana la tenemos tallada yo y mi hijo. Va a salir tan igual a las que da la naturaleza que en cuanto la vea se irá el animal derecho hacia ella. Sólo me harán falta cuatro cosas, que son: madera de arce, que es la más dura y hará el armazón más consistente, clavos de bronce y bastantes tintes, que, mezclados, me permitan encontrar el color deseado.

Varias tardes después, el día que se cumplía la promesa del artesano, Pasífae se angustiaba a sus solas, llorosa y melancólica. Oyó entonces un sonido bronco que se acrecía desde el pasillo y vio aparecer enseguida a su nodriza, seguida de Dédalo y su hijo, que empujaban un bulto cubierto con una piel de caballo, sobre un carrito. Al entrar en la habitación, descubrieron la fineza.

—Señora mía, dentro de este engaño te convertirás en una vaca tan hermosa que no tendrás rival en la majada.

Bufó con sorpresa y plenitud, se levantó brusco y empezó a acercársele a un trote que quería ser galante y estudiadamente circunspecto.

La copia era fiel y hasta sobresaliente del original: el tamaño justo y proporcionadas las partes, más cortos los cuernos, más discretos, más curiosos que los del macho, de constitución más apacible, ojos grandes, tiernos, amorosos, altas y esculturales ancas, la piel de un marrón intenso, grandes ubres pintadas con un rosado tan dulce como el que encendía el frío o el calor en la carne blanquísima de la misma reina, que se avergonzó notablemente. En el costado derecho Ícaro abrió una portezuela algo curva.

—Alégrate —le dijo Trofos. Pasífae miraba sorprendida y cada vez más encantada—. Ahora mismo estabas pensando en tu amado y aquí te traemos el remedio. Es el principio de la tarde y los animales todavía buscan la sombra. Debajo de algún árbol el toro otea a la hembra que le apetece y se viene a montarla. Métete en el arce y te llevaremos, rodando sobre el armazón, al húmedo prado.

Acariciaba a Pasífae la inopinada eventualidad y se exaltaba interiormente como una niña, animándose y al mismo tiempo dudando con agradable escozor. Miró a Trofos, tapándose con una mano los labios, engordados por la perspectiva. La criada le devolvió una mirada responsable y segura, alentadora y fiel. Convencida por ella de la total discreción de los presentes, evitó de todas formas los ojos de los dos extranjeros, pero no tardó mucho en acercarse al armatoste y, mientras con una mano se recogía la falda del peplo, con la otra se apoyaba en Dédalo, que la ayudaba a introducirse, tal como recogería en alguna época, sin ella sospecharlo, el misógino pincel de la posteridad. Se colocó con aplicación, cerraron la portezuela y se la llevaron encima del carrito hasta la puerta del palacio, con un delicado chirrido más insinuante que todos los chapines y cinturones que pudieran adornar la lúbrica sensualidad de las parejas carias. Una vez en el campo fueron empujándola hasta dejarla con cautela debajo de una encina solitaria que ofrecía muy fresca y redondeada sombra en una pendiente ligera, salpicada de amapolas, y se alejaron como un hato de sórdidos ladrones que maquinaran alguna turbia añagaza inconfesable. Desde allí el níveo toro minoico podía columbrarla perfectamente. La observó con dureza viril durante un minuto. Después, bufó con sorpresa y plenitud, se levantó brusco y empezó a acercársele a un trote que quería ser galante y estudiadamente circunspecto, cruzando el prado. El fresco olor filoso que manaba de la reina seriamente enamorada, por el orificio de madera, y la altiva quietud del simulacro sobre la hierba blanda lo animaron por fin.

El armazón de madera crujió levemente al recibir el peso.

Daniel Buzón
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