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Primer capítulo de la novela Egeria. Polémica en el Laberinto, de Daniel Buzón

domingo 6 de octubre de 2019
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“Egeria. Polémica en el Laberinto”, de Daniel Buzón
Egeria. Polémica en el Laberinto, de Daniel Buzón (Oútis, 2019). Disponible en Amazon

Egeria. Polémica en el Laberinto
Daniel Buzón
Novela
Editorial Oútis
Sevilla (España), 2019
ISBN: 978-84-09-07348-1
184 páginas

Durante un caluroso verano, falto de noticias jugosas, Guifré Planellas, quinto teniente de alcalde de Barcelona, se ve obligado a lidiar con las consecuencias políticas y mediáticas de un incidente en principio insignificante: en el Laberinto de Horta varios jóvenes se graban manoseando a la ninfa Egeria y cuelgan el vídeo en internet. La crispación en las redes sociales, que lo tildan de extremo sexismo, y más tarde en la ciudadanía, es incentivada por la interesada voracidad de la prensa y la descontrolada vorágine ideológica, provocando una crisis política. Este es el tema de Egeria. Polémica en el Laberinto, la más reciente novela del escritor español Daniel Buzón, de la que hoy presentamos en exclusiva el primer capítulo.


Cuando llevaba media semana de vacaciones en la Gomera, Guifré Planellas, quinto teniente de alcalde de la ciudad condal, responsable de movilidad y urbanismo, recibió un perturbador mensaje de su secretaria. Se estaba generando en las redes sociales una controversia, inesperadamente envenenada por el tórrido agosto. Dejó a sus hijos en la piscina a cargo del mayor y subió, con el daiquiri aguado en una mano y el móvil en la otra, a la habitación del hotel, en busca de la tableta.

Mientras tomaba el ascensor, el concejal de patrimonio, Sebastià López, le respondía pidiéndole que le dejara disfrutar de sus últimas horas de vacaciones en el Cap de Creus. Excusarse antes de saber del asunto recordó a Guifré de pronto cuánto había intentado disuadir a la alcaldesa de su nombramiento durante aquella cena en el Mussol, cuando se determinó el organigrama del nuevo ejecutivo. De nada sirvieron las pésimas referencias que aportó Guifré sobre antiguos desaguisados de López en dos parques del Poble Sec porque los socialdemócratas habían entrado por fin en el trato de gobierno y convenía tener buenas tragaderas con estos pseudo independientes que les imponían.

Guifré le especificó que no le pedía suspender sus vacaciones. Solo necesitaba más información sobre una escandalosa trifulca tuitera que incidía en su ámbito. Blanca, su adjunta, le había escrito para preguntarle por la respuesta que podían dar a algunos medios que estaban a punto de colgar una noticia al respecto en su portada web. Pero que sin más datos no querían dañar innecesariamente al Consistorio y le daban la oportunidad de explicarse. Conocía ese tono. Sebastià le aconsejó calma, con esa arrogancia sociata de quienes han chupado más poder municipal que los Colectivos, el partido de Guifré, aunque ya hiciera más de una década. El concejal le argumentó que no miraba twitter desde que tomó vacaciones.

El verano había empezado ya lo bastante caldeado por la impopular sentencia de dos años de cárcel dictada en un juzgado de Valencia contra siete mensajes y medio de la cuenta de facebook de una muchacha de dieciocho años que contenían burlas de carácter sexual contra San Juan evangelista y bravatas de corte terrorista contra el santuario del Rocío.

Había una cuadrilla de tipos que habían colgado un vídeo grabado en el parque del Laberinto, donde salían con una de las estatuas.

Cuando el teniente entró en la habitación, su mujer, Cristina, parecía estar mejor. Incorporada en la cama, con las ventanas abiertas y las cortinas a medio vuelo, consultaba la prensa en la tableta, pero puso una expresión vacía cuando su marido le preguntó por las novedades que le inquietaban. Blanca le pidió entonces por escrito si podía llamarle porque al menos Efimero.es, que podía ser un medio de izquierda madrileña y un poco secundario, pero de cierto tirón, amenazaba con publicar en breve. Decididamente harto de tanto alarmismo sin saber de qué se trataba, respondió a Blanca que le llamara enseguida mientras entraba en la tableta, que, sin comprender, le pasaba su mujer.

—A ver, dime, porque me pillas muy a contrapié —le preguntó con aire de suficiencia reclinándose en la almohada sobre el cabecero de polipiel crema con botones, junto a Cristina, cuya mano tomaba tiernamente con el apretón reservado para quitar hierro a ciertas insignificancias del cargo, si bien molestas—. Me estoy metiendo en twitter. ¿Dónde miro? ¿Qué hay?

—Mira, había una cuadrilla de tipos que habían colgado un vídeo grabado en el parque del Laberinto, donde salían con una de las estatuas.

—¿Trinchándola? —cuestionó alarmado.

—No exactamente. Yo el vídeo no lo he visto porque ya lo han borrado, aunque parece que es posible verlo en otro enlace porque hay quien lo ha descargado. Y estoy leyendo y escribiendo aquí como una loca a ver si ponen el nuevo link.

Guifré daba tumbos por twitter e intentaba encontrar a Blanca, sin éxito.

—Retuitéame. Pero dime de qué va la historia. ¿No sabes nada del vídeo?

—Ahora te lo mando. El vídeo por lo que leo aquí de lo que dice la gente eran unos abusos en las esculturas de diosas de la parte alta. Como obscenidades.

El teniente de alcalde imaginó a muchachotes, acaso turistas y quizá muy entonados, aprovechando la escasa afluencia de la hora más vespertina y a uno o dos de ellos subiéndose al plinto de los bustos de los templetes que coronan las esquinas del Laberinto, con los pantalones a medio bajar, a punto de caerse, luciendo la verga tiesa al aire y buscando rozar con ella la cara de Ariadna o Dánae, mientras se les agarraban a las espaldas de mármol y a las delicadas cabezas, con riesgo de troncharlas, todo ello bajo la cámara del móvil de otros miembros de la banda. Pensó también en aquella virgen de El Exorcista adornada con una especie de pitorros diabólicos de punta colorada que sobresalían de los senos y de la ingle. De hecho, ominosamente asustado, no supo o no quiso figurarse el estado en que podían haber dejado a la pobre amante de Zeus y a la inocente auxiliadora de Teseo.

—Entiendo que no habrán roto la estatua, pero quizá hay desperfectos.

—Pues ahí sí que no sé nada. Convendrá que llamemos al Instituto de Parques, a Agustí Roca, si está disponible…, o en todo caso a Sebastià, y que uno de ellos contacte con el parque.

La mención de aquellos dos sugirió a Guifré dejarle la iniciativa mientras él se apercibía bien del problema en twitter.

—Mira, hacemos eso. Habla tú con Sebastià mismo, que está más a mano, y la prensa que saque lo que quiera. Ha sido un acto de vandalismo. Ya reaccionamos de inmediato, pero no es culpa nuestra.

—Precisamente Efimero.es me ha escrito que se van a esperar un poquillo.

—Vale, perfecto. Hablamos.

Al teniente de alcalde su puesto le pendía ya de un hilo por la refriega de mayo con los okupas de Nou Barris, cuando canceló el alquiler que el Ayuntamiento pagaba por el local ocupado a una entidad privada desde tiempos de Democracia Cristiana Liberal Catalana, que así había querido evitar algaradas. Los revolucionarios no lo sabían y, aunque con furia reivindicativa, desahogaron en Planellas el orgullo herido. Así que tenía claro que los conflictos escaldados en la red los cargaba el diablo para tumbar al menos seguro del Consistorio. Cristina, como ya no se mareaba, sin querer saber el intríngulis de tanta carrera, prefería bajar a la piscina con los niños.

JuanArenas decía que no tenía la menor importancia, que era simbólico. Otro le insultaba inmisericordemente. Otra le decía que era muy mala persona.

Por fin empezaba Guifré a leer reacciones al vídeo, que no encontraba todavía. Un usuario llamado pelus69 se sorprendía irónicamente de la cantidad de quemados que había sueltos por ahí. Un comentario inocuo. Pero otros contestaban que era repugnante la idiotez de algunos. Se referían a simples tocamientos a las estatuas pero el grado de indignación daba a entender que el incidente estaba alcanzando alguna fibra sensible. Otros añadían que no eran solo salidos sino un ejemplo palmario de la sociedad atrasada en que vivimos. No faltaban referencias al franquismo. Guifré pensó que hasta el momento no dejaba de ser el habitual albañal de opiniones dispares, pero el interés de la prensa le escamaba. Blanca le escribió otra vez para avisarle de una consulta de Valediario, sin duda insólita considerando la inquina neoliberal que tenían a los Colectivos. Era raro que avisaran. Guifré le preguntó qué decía Sebastià. No contesta nada, le aclaró su adjunta. Le insistió en que quedaban otros miembros del comité de patrimonio que quizá estaban por Barcelona. Pero que no recurriera a Montse, la alcaldesa, porque era prematuro.

El usuario o usuaria Beauvoiramuerte comentaba que solo faltaba que el turismo humillara el arte de Barcelona. Un tal GermánBolas matizaba que más bien era violar y vejar. Otro, JuanArenas, decía que no tenía la menor importancia, que era simbólico. Otro le insultaba inmisericordemente. Otra le decía que era muy mala persona. Otra que de los símbolos se pasa a la violencia y luego pasa lo que pasa. Otro añadía que stop agresiones sexuales en las fiestas y que de polvos como estos vienen después los lodos de los sanfermines y parecidos. Otra le preguntaba que si era tan hijo de puta de admitir que no era nada tener una mente proclive al mal, que empieza con estas, según él, minucias y acaba forzando a una chica a mantener sexo con siete y dejarla tirada en un descampado, si no a matarla al final. El aislado Juan Arenas se batía en retirada poco más abajo antes de que otros quince le soltaran hirientes reprimendas. Otro último le perdonaba la vida calificándolo de analfabeto.

—Pero ¿qué coño ha pasado? —musitaba Guifré en ascuas.

Se había creado el hashtag #NoalSexismoLaberintoHorta. Algunos de los comentadores aclaraban que las esculturas estaban en perfecto estado. A continuación volvían a lanzarse a las repetidas filípicas. Alguien se metía en honduras filosóficas no del todo hueras sobre la psicología pervertida del que, viendo que la estatua no reaccionaría, se permitía meterle mano. Tras mucho leer sin poder llegar a la verdadera raíz, Guifré se dio cuenta de que todo eran desahogos, más o menos exaltados, sin mayor trascendencia. Si se trataba de esculturas y de alguna clase de manifestación poco apropiada por parte de espontáneos, pero sin más consecuencias, no había nada que achacar a la administración. No era un caso de abusos en fiestas, como el ya comentado por los usuarios, y por lo tanto no podía pedirse del Ayuntamiento que lo previera. Solo eran estatuas. La cosa no podía irse de las manos. Lo más acertado era ponerse en contacto otra vez con López para que el personal del parque enfatizara a los visitantes que no se podía maltratar ni siquiera tocar elementos sensibles del conjunto arquitectónico y vegetal.

Aunque no olvidaba el interés de la prensa, pensó que su adjunta había exagerado un poco. La llamó directamente para comunicarle su decisión.

—Yo no he visto el vídeo, Blanca. ¿Tú?

—No, lo han sacado. No hay manera. Pero hay un hashtag.

—Sí, ya lo he visto. La verdad, yo creo que esto no tiene importancia. He valorado que Sebastià se encargue, extremando la vigilancia en Horta, y andando. Oye, que llame él. Y ya le escribo yo. A mí sí me hará caso. Y listos.

—Vale, vale. ¿Y la prensa?

—No sé. Si han preguntado será porque es una anécdota de veranito, interesante, y quieren que nos posicionemos, etc. Pero no somos su circo. ¿La prensa te ha explicado algo, ya que lo ven tan importante?

—Nada. Un grupo que toca una escultura y sobre todo la reacción en las redes.

—Bueno… Vamos a esperar a ver el vídeo, pero con calma.

Valediario tampoco publica, eh.

—¿Lo ves? Ninguno de los dos, uno de izquierdas y el otro de derechas. No hay miedo.

Al llegar a la estatua del cupido central, Lídia le preguntaba si ya había salido antes con alguien.

Sebastià López, que no daba muestras de haberse sumergido en la red desde que hablaron, le respondió al poco rato prometiéndole llamar al parque antes del mediodía. Guifré se conformó: Sebastià sabía escabullirse pero tenía la virtud de hacerlo francamente y, por suerte, podía confiarse en él cuando se comprometía a algo. Era lo más que se le podía pedir. Una sutil modorra se infiltró en la médula espinar del teniente de alcalde. La molicie de la almohada, a media mañana, y la lisura del poliéster sedoso de las sábanas le inspiraban un impagable efecto de flotación. Dejó la tableta a un lado, donde la web social acumulaba intervenciones numeradas entre paréntesis que a Guifré le parecieron, a lo lejos, lenitivas. El aire que se colaba por debajo y por entre las cortinas era de un frescor irresistible.

Durante el sueño recreó un antiguo paseo por el laberinto, con una primera novia, cuando aún flirteaban. Al llegar a la estatua del cupido central, Lídia le preguntaba si ya había salido antes con alguien. Era al principio de los noventa. Los ojos cerrados de Guifré se fijaban en los tejanos, desvaídos de fábrica sobre los muslos, la pernada algo corta y ancha, la blusa lila oscura con cuellos de solapa estrecha, aunque de picos demasiado acentuados, una sofisticación que se pretendía casual, en el fondo deprimente con la perspectiva del tiempo, algo ramplona en su seducción e inquietante como un asesinato súbito, virtual, de los años posteriores. Sin embargo, Lídia estaba muy atractiva, de soslayo, precisamente gracias a esas trasnochadas características, remozadas entre las cuatro paredes del sueño. Llevaba un rizado de melena levantada, muy moreno. Tócame una teta, le había dicho, de sopetón. Y esto el Guifré durmiente lo recordaba cierto. Me he querido rozar contigo en el laberinto cien veces mientras estábamos perdidos y tú me evitabas. Eres tan tonto. Pero ¿no podemos hablar?, le preguntó él, casi ofendido. Es que eres tan formalito, le recriminaba Lídia, con una rabia teatral un poco sincera. De pronto entraba en razones y decía, coqueta, cariñosa: Es verdad. Pues ahora te lo digo. Estamos solos. Corre, antes de que venga nadie, tócame y bésame. Y apartaba la blusa con decisión. A Guifré un alud interior de frescura, mezclado con un latido frenético, le abría todas las puertas. De pronto le atenazó el miedo. Desde fuera del laberinto había letreros como el de la entrada que, flotantes, le decían algo, no sabía qué. Algunos, melosos, groseros, que él detectaba como muy reprobables desde la filosofía de partido, la de un partido lejano que era como una familia que le esperaba en un picnic fuera del parque, le sugerían: entra, saldrás sin rodeo, el laberinto es sencillo… Le daba asco la caduca belleza empalagosa de la retrógrada redondilla. Otros rótulos y leyendas, móviles, fugaces, que penetraban como sombras por los setos, le advertían muy severamente. Y Guifré, que estaba de acuerdo con ellos, les tenía un terror muy hondo. Antes de que él pudiera darse cuenta, mientras leía, Lídia, del todo ajena a su presencia, había bajado el velo de las caderas del cupido y estaba tocando y abrazando su cuerpo, a la vez que, casualmente sobre el hombro de ella, se erigía un falo juvenil, pero vigoroso, que era de la escultura. Guifré comprendió que Lídia hacía lo que quería y que estaba en su pleno derecho. Sospechó con ideológica calma que faltaba poco para que la nueva pareja empezara a practicar sexo, aunque educadamente. Y estuvo satisfecho de no inmiscuirse. Pero se sintió vastamente solo. Los letreros le exhortaron a aprender la lección: eso le pasaba por haberle faltado antes al respeto. Algunos le insultaron, pero ya con lástima, zumbones. Después abandonó el centro del laberinto mientras Lídia y Cupido se recostaban a amarse en uno de los bancos, aunque era una imagen borrosa, y no podía estar seguro. De todos modos, sabía que tarde o temprano acabó siendo así. Y, ya desde fuera del parque, volvió a aprobarlo, pero le agobiaba mucho la soledad, que se extendía por toda Barcelona.

Tuvo un despertar muy circunspecto, una transición de blando parpadeo. No pensó más en el sueño, que quedó cancelado. No obstante, la amargura que rezumaba de él le tenía como mareado y se levantó para asomarse al balcón. Cristina y dos de los niños estaban sentados o acostados, tan serenamente, sobre las tumbonas. La niña nadaba un poco en el agua, con pausa. Ya era hora de comer.

A Cristina le pareció gracioso el asunto del vídeo, que él le explicaba como algo que hubiera sucedido treinta años antes. Quizá instintivamente, no miró otra vez el móvil hasta las cinco de la tarde, ya en la sobremesa, de nuevo a solas. Blanca le había mandado un enlace de Comun.es, el periódico amigo, el de Empoderados y, un poco también, de Izquierdas Unitarias. No temió ningún embate. O era otra cosa o era una noticia favorable sobre aquello. El rotativo digital titulaba, en el lateral derecho: Las redes arden contra el machismo en el Laberinto de Horta. Guifré pensó que podían haber concentrado la atención en el grupito culpable y no en el parque, pero quizá eso hubiera dado un titular demasiado largo. No había que dormirse en los laureles. Clicó en la noticia y vio que podía accederse al vídeo a través de un enlace a twitter. La captura que encabezaba el texto ya era lo bastante criminosa, bajo un borroso tétrico, aunque con mucho colorido. Se veía a un tipo joven, del que no podían apreciarse las facciones del rostro (debidamente pixeladas por el rotativo), el cual asomaba por detrás de la ninfa Egeria y le plantaba una mano sobre un pecho y otra sobre la cara interior del muslo, acercándose a la entrepierna. Juntaba su mejilla con la del busto. Su gesto aparecía en la foto como el de un ser predatorio falto de toda sensibilidad. Uno de los individuos mientras magrea a la estatua femenina yacente.

El vídeo, sin embargo, ha seguido circulando por internet, puesto que fue descargado a tiempo por otros usuarios.

—Menudo imbécil —murmuró.

El cuerpo de la noticia hacía hincapié en la única lectura que podía hacerse del atropello, cometido a plena luz del sol, ante otros visitantes, muchos de ellos mujeres y niños, y en el agravante miserable de exhibirlo abiertamente en internet. El periodista reportaba: Acaso no es una acción tan inocua como pretenden sus protagonistas. En medio de una concienciación creciente alrededor de la libre decisión femenina respecto a su sexualidad, cuando algunos ayuntamientos, y en ello es pionero el de Barcelona, proyectan o ponen en marcha campañas para no dejar nunca más impune el machismo más descuidero y cavernario, el que aprovecha el ambiente de ocio y diversión, de distensión veraniega, para forzar de un modo u otro a las mujeres a aceptar la cosificación y la degradación de sus cuerpos y de sus personas por parte del mal llamado sexo fuerte, un grupo de espontáneos creen resultar simpáticos convirtiendo a una de las esculturas del Laberinto de Horta (cerca de Collserola, en Barcelona) en blanco de su misoginia. En un espacio amable, destino más familiar y local que del masificado turismo, estos individuos, siete jóvenes, han querido dejar bien claro que se saltaron todas las lecciones (si es que alguna vez las recibieron) sobre igualdad de género, turnándose para posar junto a la estatua de Egeria (la ninfa-esposa del legendario segundo rey de Roma, Numa Pompilio, pero sería inútil explicarlo a tales sujetos), que ni siquiera ofrece ningún desnudo, y para toquetear vulgarmente el inocente mármol. No por representativo resulta menos sintomático. Y podría haber quedado en una anécdota desagradable para los otros visitantes, pero al final anónima, como tantas otras agresiones, esta vez reales, que reciben tantas mujeres en períodos de fiestas. Pero el grupo vandálico ha decidido colgar un vídeo en twitter para exhibir su hazaña. Y se han llevado reprimenda tan monumental por parte de los usuarios de la red social que a las pocas horas han eliminado la impresentable publicación. Nada en ella tenía desperdicio. Los elementos, que rondan los 20 años, se mofaban como en la más lúgubre fechoría de la indefensa imagen. El vídeo, sin embargo, ha seguido circulando por internet, puesto que fue descargado a tiempo por otros usuarios. Aunque sería difícil llevar su acción a los tribunales, porque felizmente no han causado daños a la escultura y además los ampara cierto vacío legal, la opinión de las redes ha sido terminante y correctora de esta nada insignificante muestra, otra vez, del peor machismo.

A continuación el reportero proporcionaba un enlace del vídeo y pasaba a comentar una tira de diez tuits especialmente ingeniosos. En el faldón de comentarios la unanimidad de descalificaciones era apabullante, aun más si cabe que en la red social, poco reequilibrada por las rechazadas intervenciones de cuatro desorientados, audaces, divergentes o más conciliadores. Clicó por fin en el celebérrimo vídeo y, tras unos segundos de carga, empezó una grabación muda, muy breve, probablemente recortada por los usuarios que la hurtaron, con nubes sobre los rostros de los siete muchachos que se acercaban a la ninfa por la espalda desde el pasillo curvo trasero que la rodea y se subían a su soporte algo escarpado de modo más o menos airoso para posar ante las cámaras de uno o más compañeros, que se alternaban. Después iban rozando el mármol con distinto grado de obscena intimidad vana, con las manos, los brazos, a veces la cara, otras una pierna, en todo caso el torso, nunca exhibiéndose ni desnudando partes del propio cuerpo. Había un colorido casi inverosímil, acaso provocado por una luz de mediodía demasiado radiante, y las figuras se comportaban, como ya sospechaba Guifré, con un dejo a títeres desprovistos de autonomía, comparsas fútiles. De todos modos, sintió una decepción ligera. De acuerdo con la noticia de Comun.es, efectivamente, la acción era del peor gusto, pero pensó un instante, antes de arrepentirse, que se encuadraba en una escena demasiado privada.

No había gran cosa que él pudiera hacer. Enviaría un comunicado a Comun.es para decirles que parte de los guardas del recinto iba a intensificar las rondas por el interior, pero la concejalía y la tenencia, siempre lamentando esta triste manifestación, debían insistir solo en el concepto de protección del patrimonio, sin más complicaciones. Este esfuerzo de mitigar el alcance del asunto era lo que tenía pensado hablar con López enseguida. De hecho, ya esperaba noticias de él para esa hora y decidió llamarle.

—Esto es muy grave, Guifré —fue lo primero que le dijo Sebastià, con la voz demudada.

—Hombre, Sebastià, sí, son unos capullos, hace falta mucha pedagogía, pero ni siquiera se oye nada, es todo tan indefinido.

—Las imágenes son lo bastante claras. Y yo he visto el vídeo con sonido. Por ahí en twitter. Ya no está.

—Da igual. La cuestión es que ya sabes cómo puede correr la indignación de la gente en las redes y Comun.es les hace mucho caso. Que se lo tiene que hacer, por supuesto. Está muy bien. Pero creo que el caso se cierra aquí.

—Bueno, Comun.es y El Diario de Cataluña.

Guifré asumió que el incidente daría un paseo por la prensa y contestó, impaciente:

—Ya. Comprendo. Yo lo que creo que vamos a hacer es adelantarnos a los medios: se coge y se les manda una nota diciendo que deploramos esta falta de civismo, que se refuerza la vigilancia para prevenirla, pero le damos más peso a la protección del patrimonio, y lo matamos ya. Porque veo un poco ridículo que una polémica de redes sociales sobre unos particulares nos tenga en danza. El tema es serio, pero entiende que…

Debemos ir todos a una contra este problema. Se hace una declaración y les certificamos que habrá seguridad, pero de veras.

—A ver, Guifré…

—Por cierto, ¿has llamado al parque?

—Sí. Han dicho que ya se irán asomando, pero esos… ya me contarás. A ver, escúchame. Esto es grave. Primero porque es una muestra no de incivismo sino de machismo y muy asqueroso. En otro período del año, te diría: bueno…, lo que tú dices, se reacciona a los medios y ya está. Pero faltan menos de dos semanas para las fiestas de Gracia. La concejalía de feminismos y LGTBI está incrementando su campaña contra el acoso, gastándose una pasta, y ahora nosotros somos tibios en esto. Montse nos elimina a los dos antes de septiembre. Y, si no es ella, la obligan. Te lo aseguro.

Guifré sintió un vidrioso repeluzno de mala conciencia por la fatal negligencia que podría estar cometiendo.

—Ya. Tienes razón. Gracia —admitió con vergüenza.

De todos modos, seguía convencido de que podía resultar peor el remedio que la enfermedad.

—Pero, Sebastià, tampoco vamos a sacar nada si lo aireamos.

—Y aun menos si reaccionamos tarde. Debemos ir todos a una contra este problema. Se hace una declaración y les certificamos que habrá seguridad, pero de veras. Además podríamos perfectamente enviar el vídeo a los Mossos para que lo analicen y se les busca. Se lo comentamos al conseller Roure, que seguro que lo entiende, y… en fin.

Esta última apostilla de la policía la había proferido Sebastià con un acento atropellado. El teniente suspiró con paciencia y pensó que, atendiendo a las primeras advertencias de López (sin entender demasiado qué formato de declaración tenía en mente), podía actuarse, no obstante, con precaución y le propuso:

—Vale. Lo que tú llamas una declaración yo lo dejaría en una nota para los medios, que no pasarán de cuatro en publicar. La única declaración que se me ocurre es la del consejo de Distrito de Horta y no es ni el tuyo ni el mío, además de que no son fechas. En cuanto a la nota se dice también que los guardias estarán más pendientes.

A pesar de las reservas de Sebastià, la conversación se zanjó con ese acuerdo. Guifré mismo redactó el escueto comunicado y lo mandó tanto a López como a Blanca, que parecía haberse quedado conforme con las instrucciones dadas por la mañana. Luego consultó la noticia en El Diario de Cataluña, algo fastidiado, pensando que ni la alcaldesa ni otros tenientes, más que el alcalde accidental, movían un dedo durante las vacaciones, a menos que fueran casos con verdadera resonancia. La redacción, bajo el título Twitter frena los peligrosos tics del heteropatriarcado, venía a decir: Jóvenes locales han provocado con una publicación en twitter una vehemente resistencia a las formas siempre lamentables del putrefacto patriarcado, aquel que compraba el matrimonio de las muchachas contra su voluntad por un par de caballos. Cuales jefes de una oscura tribu ataviada con los taparrabos de nuestra tradición más deplorable, un grupo indeterminado de entre 5 y 8 varones jóvenes, en edades que rondaban los 20 años, ha sopesado, palpado y hasta babeado las marmóreas formas de la estatua de la ninfa Egeria en el Laberinto de Horta, asaltando el monumento, con grave peligro de causarle deterioro, mientras lo grababan entre risas. Sin embargo, al exhibir en la red social esa abyecta representación de su especie de trueque, les ha salido el tiro por la culata. El aluvión de usuarios…

Daniel Buzón

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