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Cerveza

martes 16 de febrero de 2021
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—¿Y si compras también una caja de cervezas?

—A ti no te gusta la cerveza.

—Pero ahora se me ha antojado.

Esa fue la conversación. Han pasado ya treinta años. No he sabido más de él. Nunca, ni antes ni después, me ha gustado la cerveza. Él tenía toda la razón. No estaba embarazada como para tener antojos. Y, mira, no se me ocurrió otra cosa que pedirle nada menos que una caja. Él podía haber ido a buscar la compra, como había acordado, y al cabo de las dos horas habría vuelto. Yo me había pegado la paliza limpiando la casa durante todo mi día libre. Y, cuando él vino del trabajo, sobre las siete, ya habíamos quedado en que cogería el carrito y traería lo necesario para la semana. Lo bueno del caso es que a él tampoco le gustaba (no sé ahora) la cerveza. Él bebía vino, coñac, whisky, cava si lo había. Así que mi petición no podía estar más descontextualizada.

Esperé más de dos horas. Le escribí al móvil. Le llamé. No lo descolgó. No voy a referir aquí las penurias de mi desaparición, quiero decir la suya. Pero es que yo me siento como la desaparecida. Él seguramente habrá llevado una vida plena y bien ordenada, algo asendereada por su difícil relación con el trabajo, pero a buen seguro reglada de un modo satisfactorio. Habrá tenido otras mujeres. O una sola. O ninguna. Habrá sido él. Yo me quedé abandonada y padecí su desaparición en mis entrañas como si de pronto perdiera mi propia vida. No entienden bien lo que quiero decir si piensan que he sido una mujer pusilánime o blandengue, demasiado apasionada y dependiente de los hombres. De cualquier hombre. Ni siquiera de él. No es una cuestión, diría, sexual o pasional. Tampoco emotiva. Él era una persona como cualquier otra. He tenido luego siete parejas, he recibido herencias de dos de ellos, a tres les hice el amor a la vez, he parido cuatro hijos y he llevado adelante una carrera empresarial media que me permite veranear más de dos semanas en los cinco continentes. Debo decir incluso que a esos siete hombres les gustaba la cerveza, con toda normalidad.

Nunca me dijo que no le gustaran las mujeres que bebían cerveza.

¿Cómo puede ser que a un hombre no le guste la cerveza? Algunos me objetarán que la pregunta es inmadura o vulgar, o incluso machista, o feminista, ya no sé muy bien. La verdad es que nunca jamás le reproché rasgo de su personalidad tan nimio. Tampoco le gustaba el fútbol (¿cómo puede ser?) y nunca me importó una puñetera leche. Disculpen el lenguaje. Pues muy bien, pensaba, a cada uno le gusta lo que le da la gana. Hay otros que son bisexuales y tenemos que aceptarlo sin más. Por ejemplo, al menos dos de mis parejas posteriores. Y eran de los más cerveceros, y futboleros por añadidura. Así que tengo datos bastantes, a priori y a posteriori, para aclararme las ideas sobre este punto y no caer en estereotipos adocenados. Pero por otro lado reflexiono y pienso que no puede ser baladí que yo le pidiera cervezas y toda esta desaparición venga a girar alrededor de esta dichosa bebida. Teniendo en cuenta que además la idea salió de mí.

Nunca me dijo que no le gustaran las mujeres que bebían cerveza. Alguna vez bromeó sobre su hombría, es verdad, cuando en un bar veíamos a un grupo de chicas finas con su cuarto de litro de birra. Pero era sólo una broma. Y puede ser que la haya hecho, yo qué sé, como mucho tres veces en cinco años de relación. Si interpretara este detallito como una pista debería pensar que aquella tarde él se imaginó que yo quería ofenderle, zaherirle, insinuándole que no era lo bastante varón. Madre mía, pero qué chorrada sin fundamento. Habrá hecho bromas sobre cualquier cosa y muchas sobre sí mismo. Si debiera analizarlas todas, tendría una ristra interminable de posibles causas, a cuál más estrambótica.

Pero se lo pedí.

Por lo tanto el lúpulo o lo que sea tiene que ver. Aunque sólo sea de un modo existencial. Fui a psiquiatras. Que no me diagnosticaron nada. Era como mucho un malestar, una melancolía, un mal de amores, una desorientación que me podría curar una terapia psicológica, si acaso. Y me gasté un dinero en psicólogos de vario pelaje, profesionales con un método de trabajo lento y prolongado, idóneo para la periodicidad de sus ingresos. Otros saltimbanquis irrisorios y tenaces. Otros, los menos, profesionales sin prisa, pero sin pausa. Dos. Uno psicoanalista, el otro conductivista. Qué más da. Me preguntaron por mi padre, quien había sido un borracho impresentable, pero sólo de aguardiente. Nada de cerveza. Mi abuelo, sin embargo, que me quiso muchísimo, bebía a menudo cerveza, aunque no se emborrachó, que yo sepa, nunca. Esa era la clave, me dijeron. El trauma de la adicción de tu padre al alcohol ha provocado en ti que necesites dos referentes, combinados en tu abuelo, una hombría sobria y la presencia de ese líquido como símbolo protector.

Este diagnóstico me obligó a hacer introspección: ¿estaba nuestra relación en un momento delicado? ¿Se había emborrachado o siquiera entonado alguna vez en los últimos tiempos? Su característica predominante era que mantenía una sequedad del hígado imposible de aguar. Acaso era lo que más me gustaba de él. Tenía la austeridad de un comanche, pongamos por caso. Todo esto lo comenté con mis psicólogos, por separado, y ambos fracasaron en darme respuesta. Sí, balbucearon alguna cosa. A mí me dio mucha pena, pero lo cierto es que dejé de creer en ellos.

Y mantuve mi sospecha pero me vi obligada a buscarlo físicamente, para que me explicara por qué se esfumó. Y también para arrancarme de dentro la aprensión de que el contenido de mi insignificante pregunta pudiera tener algo que ver. Con ayuda de mi segundo hombre, que fue también mi primer marido, lo busqué en los suburbios de la ciudad y en el cinturón metropolitano. Él se había dedicado a la fotografía y conjeturé que su arrebato de huida pudo motivarlo la infantil ansia de darse a la bohème. Me abochornaba la idea pero me metí tanto en ese tipo de vida que ahí descubrí a mi primer amante. Él me dijo que me ayudaría a buscar. Pintamos juntos cuadros del infinito, con espejos que engullen otros espejos. Al final, como un trasgo burlón, asomaba la cabeza él. Esas sesiones hicieron explosionar mi matrimonio, pero no fueron capaces de acercarme un ápice a mi objetivo.

Sabía también que se había dedicado al negocio de la venta de seguros, en un ámbito internacional. Ya tenía algunas tablas y lo cierto es que un tiempo que se dedicó le dio mucho dinero. Era la opción más rentable y sensata. Así que varié mi propio interés protoempresarial hacia esa red de pompas fúnebres sin cadáver que ingresan cuotas suculentas protegidas por cláusulas inescrutables como los designios del altísimo. En el despacho de la sede central, conocí a un hombre tan parecido que creí, durante un tiempo, que era él mismo. Además, ostentaba una posición jerárquica tan destacada que no me atreví a preguntarle por su verdadera identidad. Es más, nos zampuzamos juntos en la cama sin que desentrañara el misterio. Fui yo misma quien descubrí por la mañana, cuando la luz del alba desvelaba arrugas no vistas antes, que no era él. Corté toda relación comercial con los seguros, como estremecida por el contacto con un ente viscoso, el de la identidad tornadiza y falsa.

Mi marido me ha aconsejado que rompa los tabúes de un pasado difícil de asimilar para cualquier persona.

Que podría estar fuera o quizá dentro de mi propia vida. Una náusea incurable me acompañó desde entonces. Sólo años más tarde busqué de nuevo. Ya tenía a mis dos hijas y mi sexto hombre se implicó en la investigación con un tesón que sospeché, y no quise evitarlo, que minaría su salud. De alguna manera él quería eliminar esa sombra de nuestro matrimonio para estabilizarlo sobre bases sólidas. Ninguna de las niñas era suya y el pobre sentía que la eliminación del eterno ausente (que él imaginaba amado, yo no sé si con razón) me empujaría hacia una nueva maternidad voluntaria. Pobre hombre. Yo le puse sobre la pista del contrabando portuario. No es que creyera que él podía haberse metido en tal entramado, pero no cabe duda de que la cerveza debía presidir la ausencia y la búsqueda y los barriles de esta bebida han dado mucho juego. Cuando me echaba en mi butaca por las noches, tras la cena, presentía que por los avatares del destino él había acabado relacionado con ello y una vez comprendí en duermevela que no era una idea tan descabellada.

Así que las pesquisas de mi marido (era periodista) le metieron bien a fondo en los entresijos de la piratería. Se infiltró en varias mafias, anduvo recogiendo datos más allá de nuestra investigación matrimonial y al final le pegaron un tiro que me liberó de su incesante masculinidad envolvente e imperativa. Reconozco que no tuve la menor pelusilla de mala conciencia, pero mi hija mayor le había cogido cariño y fue calando en mis entrañas aquella náusea hasta provocarme extraños mareos durante los cuales no sabía si tenía cuarenta o veinte años, si vivía con él todavía o si por el contrario ya había muerto.

Mi último marido ha apaciguado todas mis ansias. Como muy tranquila saboreando una cerveza. Ahora le he tomado gusto. Sé que a él nunca le gustará pero yo ya he experimentado demasiada zozobra como para meterme de nuevo a buscarle y mucho menos a culparme. Por ello, mi marido me ha aconsejado que rompa los tabúes de un pasado difícil de asimilar para cualquier persona, la ruptura súbita con una primera pareja, en este caso, sucedida en las peores circunstancias: una inexplicable volatilización. Y no hay modo mejor que deshacer una especie de hechizo, superar un miedo a una bebida que estuvo en mi infancia ligada a un buen hombre y luego fue el pozo negro de mi desdicha.

Mi hija mayor no me visita nunca, pero la menor es un dechado de buenos sentimientos. Mi marido ha fijado con la precisión clínica que le caracteriza una posología farmacéutica muy estricta que no debería (siempre que no me sustraiga a su atención) saltarme. Pero a veces tengo necesidad de volver a aquella tarde. Mirando con insistencia hacia la puerta de entrada, que no es la misma, pero mi imaginación la asimila convenientemente a la de aquel piso, creo verle entrar ya de vuelta, con el carrito de la compra y, arriba del cúmulo de productos, la mísera caja de cervezas. Justo la que le pedí. Sonrío como iluminada. Son las que tomaba mi abuelo. O muy parecidas. ¿Cómo puede ser que hayas vuelto?, le pregunto entonces en mi ensueño. Pero él no responde porque en el fondo yo no le dije nada, más que el saludo habitual. Luego pasa a la cocina y coloca cada cosa en su sitio, en la nevera y los armarios y sitúa la caja junto al mueblecito de la fruta.

La respiración se me acelera en esos momentos. Al meterse en la cocina, se le oye trastear y después desaparece otra vez. Tengo que esperar a poder esquivar la dosis que me da mi marido para que la escena continúe. Cuando lo consigo, veo, con un suspiro lleno de llanto, que no sólo volvió aquella noche sino la tarde siguiente, tras el trabajo. Entonces tengo el vértigo horrible de creer que todavía está conmigo. Y que el cuerpo masculino que duerme en la cama no es el de mi marido actual, sino el suyo, al cabo de estos treinta años. Me levanto entonces y me meto con él en la cama y descubro enseguida que es el otro. Y hasta ahí han llegado mis ensoñaciones. Al menos hasta ayer, cuando acerté a saltarme la medicación de todo el día. Le vi volver el segundo día, algo cansado y jovial, y se disponía a ponerse su copa diaria de coñac. Pero no sé cómo conseguí convencerle para que comenzáramos la caja de cervezas. Le echó un buche con desgana al botellín que le tendí, en cuyo borde yo había dejado sin querer unas marcas ocres. Había sido la precipitación del último segundo. Y yo, rodeando con la palma el cuerpo vítreo y cilíndrico de mi botellín intacto, eché un largo trago amargo que todavía, en las horas inertes, saboreo.

Daniel Buzón

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