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La muerte llegó para zafarme el día de los papelillos

jueves 4 de marzo de 2021
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Nos volvimos a ver el día de los papelillos.

Muchos colores resbalan del cielo, los niños corren, se empujan, se divierten, atajan juguetes; los papelillos cuelgan sobre tu cabello. Me provocó quitártelos, soplar tu rostro y dejar un beso en tu mejilla. Te arrodillaste para ayudar a mi sobrina a recoger los cachivaches. Los papelillos me provocan tu cuerpo.

Se acercó mi hermana con una sonrisa de madre contenta porque los papelillos fueron suficientes, su hija cumple cinco años y su familia es feliz, así como cuando se escurren los sentimientos y no sabes si los atajan o se arrastran para siempre.

Mi hermana, casada, madre contenta, afortunada. Le pasé el brazo por los hombros, me ofreció otra cerveza.

 

No dejo de mirarte.

Me atreví a contar los papelillos en tu cuerpo. Seis en tu cabello, dos sobre tu hombro, uno en tu brazo. El que te obligó a mirarme posa entre tus pechos. Por tu culpa perdí la cuenta.

Te acercaste sólo para pasar de largo; alguien encendió las velas mientras desentona el cumpleaños feliz. Nos acercamos, nos rodearon, te juntaste con mi hermana, sonrieron al tropezar con viejos recuerdos. Risas, aplausos, soplar las velas y picar la torta. No me perdí de ti, tampoco canté o probé dulce.

 

Tu sonrisa es lo más parecido a la persona con quien deseo pasar el resto de mi vida.

Me acostumbré a decir no y no me importa.

¿Cuántas veces debo contar tus papelillos para que te acerques? Te deseo quitar ese rosado que suda en tu mejilla.

—Mami, quiero más papelillos —dijo mi sobrina, todos rieron. Le diste un beso y un plato de torta.

Esa blusa, esos jeans, los zapatos también te quedan bien. Tu sonrisa es lo más parecido a la persona con quien deseo pasar el resto de mi vida.

 

Me dan otra cerveza, gracias. No quiero torta.

—¡Llevas seis con esta! ¡Salud! —llegaste de sorpresa. Me regañaste, agradecí la fría, bebí con la extraña sensación de tener un papelillo desprevenido en el labio. Te acercaste sin intención de conversar conmigo.

Me quedé con la mirada colgada en ninguna parte.

Te diriges a la cocina, una sonrisa a la tía, otra a la abuela, la suegra de mi hermana te detiene para chismear; desapareces detrás de la puerta.

 

Aparece la tarde desprevenida en el jardín.

Mi cuñado se acerca orgulloso, el cumpleaños les quedó de fiesta. Los niños juegan, los adultos se entretienen en un festejo que puede ser de cualquiera que cumpla cinco o diez años.

Acabo mi cerveza y llega otra de tu mano, me ofreces dulce, me niego. Entre los dos no hay sonrisas, sólo malas intenciones, aquellas que rozamos cuando nos encontramos para no vernos hasta ahora.

 

Comienza la fiesta de adultos.

Los niños cansados duermen o sólo se entretienen; nosotros aburridos con sonrisas que se atraviesan cuando se cruza alguien que merece una sonrisa.

—Apenas celebra su cumpleaños número cinco. ¡Qué vida tan larga! —dijo la tía de noventa años en andadera.

 

—No has perdido el tiempo —te acercas con dos frías, me das una y me abandonas con las gracias en la lengua.

¡No te vayas! No dejes de mirarme, no te canses, lo has hecho bien durante toda la fiesta aunque no me intimidas ni me provocas. Te observé. Te volví a mirar de papelillo en papelillo en recorrido inesperado.

Nos encontramos aquí por casualidad después de tantos años, envuelta en papelillos sin otra opción que celebrar el cumpleaños de alguien que apenas conociste el día de hoy.

—Qué ironía.

Siento que debo contar de nuevo. No puedo perder de vista tantos papelillos en su vida.

Mientras los niños se relajan y desaparecen, ella ordena platos, mi hermana vasos, panes y salsas; diligentes y cómplices sin saber que las observo me acechan.

 

La mesa está servida, mi cuñado coloca la bandeja de hamburguesas; los pequeños no tienen hambre. Es una cena para adultos pasados de tragos hartos de celebrar tantos años en una tarde.

—¡Mira tú! El que no me pierde de vista… Tú también estás invitado.

Me acerco inerme, todos me escudriñan, hasta mi madre, a quien no había visto. En realidad desde que llegué no me fijé en nadie, sólo en ella.

—¡Qué pena!

—Siéntate a mi lado —me dijo mientras se desprende un papelillo del cuello. Quise quitarle uno del hombro, me senté perdido como papelillo en cabello ajeno.

Mi hermana organizó la preparación de las hamburguesas.

—Tú te encargas del pan, tú de la carne, tú del queso, tú de la cebolla y el tomate, tú de las salsas y tú las repartes.

Chorreó la salsa por sus labios, le pasé la servilleta, agradeció el gesto con una caída de mano en pierna.

Dieciséis personas aguardan por un plato. A nadie se le ocurrió repetir para no romper la línea de ensamblaje. Cada uno cenó sin esperar al otro mientras los temas de conversación caen como papelillos alrededor de la mesa. Se derramó el ron, el hielo no fue suficiente, se acabaron las papas fritas, hubo vino. La bebé tuvo que ser amamantada entre mordisco y mordisco por la prima de mi cuñado.

Perdí el apetito y las ganas de estar con la responsable de la carne. Por un momento disfruté de su soltura y agilidad para armar la hamburguesa, de vez en cuando recorrí su espalda de arriba abajo.

Todos terminaron de comer y nosotros apenas dimos el primer mordisco. Me entregó la penúltima hamburguesa.

—Te invito a cenar —me provoca su ironía. Mordí la mía, mientras ella sirve una copa de vino.

Chorreó la salsa por sus labios, le pasé la servilleta, agradeció el gesto con una caída de mano en pierna. No le encontraba papelillos, estábamos así de cerca como para arrancarle algún bonito gesto.

No ubico ese papelillo que la obligó a mirarme, el que reposa entre sus pechos.

¿Dónde está, habrá llegado adonde mis labios quieren besar?

Di el último mordisco a la espera de papas fritas y una cerveza.

 

Transcurrió el tiempo entre mordidas y miradas perdidas.

Me cayó la pregunta como papelillo en el ojo: ¿qué diablos hago aquí? Ella está a mi lado mientras disfruta de una hamburguesa fría. Mi hermana se jacta de una tertulia de lactancia materna como si hubiera otra. Mi cuñado conversa con su primo de temas inútiles. Mi madre recuenta cuentos de familia con una copa de vino y en voz alta para que las viejas escuchen sin que pierdan el hilo. Los tíos se entretienen en silencio o duermen la siesta; los padres de los niños se fueron. Me cansé de hurgar papelillos en tu cuerpo. El deseo se desvanece mientras cazamos en silencio algún tema seductor para distraer el aburrimiento.

Entre ella y yo sólo hay malas intenciones desde la última vez que nos vimos.

 

—¿Y qué has sabido de tu ex? —me preguntó mi madre un poco bebida.

Mi hermana nerviosa rompió con la línea de ensamblaje, se atrevió a ofrecer más torta de postre y un tres leches preparado para la visita de la noche. Se levantó de la mesa como resorte asustado y le pidió a la mujer que me invitó a cenar que la acompañara a la cocina, pero no hizo caso.

—Como apenas tienen un mes de divorciado, pensé que sabías algo de ella —machacó tras mojar sus labios con lo que le quedaba de vino. Mi cuñado le sirvió otra copa, mi madre agradeció con una sonrisa achispada.

—Por cierto, recuerden que los dos se quedan a dormir aquí —nos advirtió mi hermana al regresar de la cocina con el dulce tres leches.

—Está bien, madre. La invité a la fiesta, pero se disculpó porque todavía no tiene las emociones dispuestas como para presentar a su novio —respondí a secas.

Mi madre perdió la respiración, en algún momento pensamos que se había tragado una paila de papelillos; mi hermana soltó el tres leches y le levantó los brazos, mi tía se apoyó a la andadera, se persignó y comenzó a darle soplidos de esperanza con un plato. Un minuto después estaba recuperada con los ojos en busca del norte.

Mi ex es un papelillo perdido.

 

Te limpiaste los labios con mi servilleta. Lo hallé entre sus pechos, lo vi. No era un papelillo, era el lunar que aquella tarde insinuó alguna caricia casual, algo descontrolada.

—Tú vas a dormir en la habitación de mi hija —le dijo a su recién llegada amiga—. Y tú en el cuarto de huéspedes como siempre. Y no me vengan a decir que no porque ninguno está en condiciones de salir de aquí caminando. Además tenemos el desayuno de bienvenida y ustedes son los únicos invitados.

Una razón más para no perdernos de vista, pero con la vida en un torrente de sentimientos salpicados de papelillos ondulando en el aire.

 

Papelillos que flotan al azar menos el que se esconde porque lo quiero besar.

—No sabía que te habías casado —me dijo al oído.

—Ahora estás enterada —contesté sin ganas de continuar la conversación.

—¿Por cierto, tu papá por dónde anda? —me preguntó mientras miraba a todos lados.

—En el cielo —le dije con la garganta seca.

—Lo siento. No lo sabía —respondió.

—Está feliz… pasó más de cincuenta años en el infierno y Dios lo premió con el cielo. No fue compasión, fue consideración por haber soportado a mi madre tanto tiempo —los dos nos vimos a los ojos por primera vez. Mano en pierna mostró comprensión. Su sonrisa me la brindó con un roce de dedos para celebrar este encuentro por última vez.

—¡Salud! —nos atravesaron dos platos de dulce y dos cervezas. Nos levantamos de la mesa.

 

Cinco años celebrados en un cumpleaños y un desayuno de bienvenida donde somos los únicos invitados es mucho más de lo que yo pueda soportar. Papelillos que flotan al azar menos el que se esconde porque lo quiero besar.

Ese lunar me ata a este lugar.

—¿Y tú, te casaste? —pregunté como para encontrarle una razón al postre.

— No… Me separé. —mientras disfruta del dulce—. ¡Lo mandé al carajo! —dejó el plato, colocó sus brazos detrás de su cabeza, descubrió el papelillo que prendió la noche. En mi mente no cabía un papelillo más. Todos los recuerdos, las ganas, los deseos cayeron como papelillos sobre el agua. Ella cerró los ojos, los míos se clavaron en ese lugar.

—Deja de verme los senos. Allí no hay papelillos.

—No lo sé.

—No te hagas ilusiones —se recuesta de mi hombro.

—No soy yo, tu lunar me llama —cerré los ojos.

 

Como dijo mí tía, qué vida tan larga en un pedazo de tarde.

—¿Sabes si alguien va a recoger los papelillos? —me preguntó con los ojos cerrados.

—No —pensativo.

—¿No será por eso que tu hermana nos está obligando a dormir en su casa? Para ayudarla a recoger los restos.

Se acurrucó en mi hombro. Dejé que los papelillos se tomaran su tiempo.

—Estoy seguro de que ella tiene las tareas organizadas y nosotros no estamos incluidos, sólo invitados.

“Siempre ha sido la buena de la familia, tiene marido, casa grande, dos hijos bellos. Arregla la vida de todos queramos o no, algunas veces hasta salimos perdiendo, pero eso no tiene la menor importancia, siempre será la responsable de arreglar nuestras vidas”.

—Yo no me quedo a dormir. Yo vivo aquí. Después del divorcio tenía dos opciones, o mi madre o mi hermana. Opté por estar un tiempo en este lugar, aunque hay días —con los ojos cerrados lancé el comentario, ella lo capturó como papelillo en plato.

—Mejor si vives aquí —me dio un beso en la mejilla.

—Necesito una bebida más fuerte… —coloqué la botella sobre el césped.

Caímos en el olvido, los deseos no eran los mismos, no tenían igual color; todo se viene en caída libre. Muy parecido a los papelillos que se olvidan en el aire. Ese derrame que no te deja correr o lo que es peor que te impide acercarte.

Algo flotaba y no eran sólo papelillos.

 

Un desorden descomunal se apodera de la fiesta. Mi cuñado marca el 911, mi hermana corre a buscar una manta.

Una sensación extraña apaga la tarde.

—Tu hermana tiene una casa muy agradable. Este jardín es espectacular.

—Sí. Aquí me escondo al amanecer. Es probable que mañana recoja papelillos mientras disfruto de mí café —sonrío.

—¿Estás obsesionado conmigo o con el lunar de mi seno? —se tocó sobre su blusa. Me provoca.

A lo lejos los invitados comienzan a despedirse, a desaparecer repletos con platos de torta, recuerdos, niños arrastrados y papelillos por doquier. Los susurros de un hasta luego, nos vemos pronto, sí como no, por supuesto, besos en la mejilla, el abrazo de ocasión o el apretón de manos, se despiden agotados; de vez en cuando insinuamos un hasta luego a lo lejos, las luces del jardín se encienden una a una. Mi madre es la última, por supuesto, se tambalea al subir el escalón sujeta a mi cuñado. La andadera de la tía se desprende de sus manos, vuela descontrolada por las escaleras mientras ella cae como papelillo arrepentido sobre el borde del escalón para quedar sin dientes, con sangre en el rostro y los ojos abiertos. Mi madre grita sin aliento, se resbala, perdida cae sobre mi tía en lágrimas, tiembla. Mi compañera corre, mi hermana suelta lo que sostiene, nerviosa busca atrapar a mi madre que cae como papelillo encantado sobre la espalda de mi tía con los ojos abiertos y la mirada perdida en el más allá.

 

La nave espacial viene en franco vuelo.

Un desorden descomunal se apodera de la fiesta. Mi cuñado marca el 911, mi hermana corre a buscar una manta, mi compañera le coloca un abrigo a la tía, mi madre llora desconsolada por el dolor en la cadera. Aparece Felipe, el amiguito de mi sobrina con el puente dental de la tía en la mano realizando maromas en el aire como una nave espacial en peligro de muerte. Mi hermana le arranca el puente dental y el escándalo no se hace esperar. La astronave reposa ahora en el piso sobre una servilleta de papel al lado de una extraña sonrisa en los labios llenos de sangre.

—¡Mami! Felipe quiere que le devuelvas su nave espacial. Dice que es suya, la encontró sobre un montón de papelillos negros —mi sobrina corre hacia su madre, no se percata de que la fiesta terminó, de que los paramédicos vienen en camino, de que la abuela no se puede sentar y la tía yace sin vida en el jardín por culpa de los papelillos mojados.

—Allí está Felipe —grita su madre que lo agarra del brazo con fuerza. El niño insiste en buscar su nave espacial. Nadie se atreve a colocar los dientes de la tía en su lugar. Su sonrisa no es normal.

 

La muerte llegó para zafarme.

Decido mantenerme al margen de lo sucedido, no me muevo de aquí. Mi compañera es de gran ayuda, con mi hermana establecen de nuevo el orden. Cubren el cuerpo, recogen los papelillos mojados, acuestan a mi madre en el sofá, esperan a los paramédicos, llaman a los familiares y ponen a colar café. Felipe discreto se apodera del puente dental para volar. El lunar se quedó solo en el mismo lugar.

Enrique Coll Barrios
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