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Luis López Méndez, último narrador romántico de Venezuela

lunes 13 de julio de 2020
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Luis López Méndez
López Méndez (1863-1891) ajusta al molde romántico los ideales de la patria respecto a los universales de paz, justicia y libertad.

La literatura venezolana está llena de sorpresas. En distintas épocas surgen escritores que durante un tiempo permanecieron ocultos, acallados o silenciados y luego consiguieron su lugar o el reconocimiento público. Muchos de ellos están aún por redescubrirse, tanto del siglo XIX como del XX. La lista no es exigua. Muchos de ellos han coexistido con otros reconocidos, y aguardan que su obra sea comprendida y estudiada.

López Méndez se exila en Bruselas a escribir unos relatos cuyas ideas primigenias han surgido en Caracas.

Durante muchos años he tenido un pequeño libro en mi biblioteca, obsequio de mi padre hace más de cincuenta años, una suerte de incunable cuyo autor, Luis López Méndez (1863-1891),1 es del siglo XIX. Se titula La balada de los muertos, está editado en Liverpool en el año 1892 por Philip Son & Nephew. Me he puesto a releerlo y el asombro que obtengo de él es mayor pues ingresa en el movimiento romántico, a mi modo de ver un movimiento que se regenera constantemente si se le sabe ubicar y valorar a tiempo, y más si se le aprecia en su contexto originario. Tal el caso de López Méndez.

En los cuatro relatos que componen La balada de los muertos, “El último sueño”, “Un mes en España”, “Eduardo” y el que da título al libro, encontramos piezas magistrales en el orden del mejor romanticismo hispanoamericano, de asimilación de los giros del idioma castellano y de su concepción del mundo. El romanticismo de López Méndez puede tener raíces en el de Fermín Toro en sus novelas Los mártires (1842) y La viuda de Corinto (1837), ésta última tenida como nuestra primera novela en sentido cronológico y en la cual se cumple el canon romántico en su más puro modelo, con la muerte trágica de los enamorados, conformando una suerte de leyenda sentimental. La otra novela de Toro, La sibila de los Andes, se apropia de elementos fantásticos para conducir la novela a otros estereotipos; aunque en Los mártires se muestra mejor la concepción novelesca merced al recurso de una documentación “veraz” de un narrador testigo ubicado en Londres, Inglaterra, con logradas escenas de época que ubican a Toro en un lugar de honor de la novela venezolana.

Era la época de las leyendas históricas, las cuales se apoderaron de nuestro romanticismo a mediados del siglo XIX, como ocurrió en el neoclasicismo de Rafael María Baralt en la trama de Adolfo y María (1839) y en el Boves (1844) de Ramón Isidro Montes, obra que inauguraría la ficción histórica en nuestro país, tan elogiada por Julio Calcaño; o en las novelas de Guillermo Michelena Guillermiro o las pasiones (1864) o Garrastasú, el hombre bueno perdido por los vicios (1858), tenidas como referentes de grandes novelas románticas venezolanas por todo lo que éstas intentan incluir en textos laberínticos, agudos, dotados de inmenso vigor narrativo, ubicadas siempre en los ámbitos de lo neoclásico o lo neorromántico donde también pudiéramos ubicar a López Méndez.

José Luis Fortoul, amigo de López Méndez y albacea de sus escritos, se da a la tarea de escribir un prólogo donde nos aclara varias cosas respecto de los temores que tantos ciudadanos venezolanos experimentaron frente a la dictadura de Juan Vicente Gómez, y optaron por abandonar el país. Tal el caso de López Méndez, quien se exila en Bruselas a escribir unos relatos cuyas ideas primigenias han surgido en Caracas en plena gestación de los conflictos entre los ideales civilizatorios y las ideas autoritarias y regresivas de Gómez. Lo que hace López Méndez en este caso es ajustar al molde romántico los ideales de la patria respecto a los universales de paz, justicia y libertad, tamizándolos de un aire misterioso propio de ese movimiento, mediante una elevada prosa, donde se mezclan los estados de ánimo de los personajes con sus esperanzas, idilios, gozos y penas. Logrando a veces unos efectos que me recuerdan a Poe o a Hoffmann, y donde casi siempre surge incólume la idea de redención o de un renacimiento de la humanidad hacia una etapa de elevación moral. “La entonación íntegramente lírica —anota Gil Fortoul— contrasta con la suave, serena y conmovedora melancolía de ‘El último sueño’ —que habría podido calificarse de deliciosa sin la desgraciada coincidencia de haber sido escrita a dos pasos del sepulcro”.

El cuento comienza con imágenes de desolación entre cementerios, tumbas y poblados olvidados llenos de pajarracos, huesos hacinados, sombras. Junto a esta ciudad de los muertos se levanta la ciudad de los vivos donde sus habitantes se yerguen como espectros fantásticos, como espíritus confinados, de entre los cuales destaca un monstruo oscuro que dirige sus puños amenazantes al cielo, con ojos extrañados. Sobre este monstruo López Méndez hace recaer una simbología de civilización atormentada “luchando con la noche de su alma”. López Méndez logra una caracterización extraordinaria de este monstruo, que uno puede identificar con cualquiera de los vicios o desviaciones de los siglos XX y XXI, surgidos de las apetencias enormes del capitalismo “avanzado” de una civilización atragantada de máquinas, tecnología compulsiva, consumismo desatado: un monstruo sangrante que ríe a carcajadas, se emborracha y rueda empapado en sangre, y a quien sus secuaces tornan a ver. El palacio que habita se desploma un buen día, y el monstruo y sus cortesanos huyen despavoridos, hasta ser castigados. Mientras, los muertos salen de sus sepulcros y se animan de vida. Pero no pueden hablar ni guiarse a través del paisaje. Se trata del espíritu del mal, que ya no encuentra ubicación en el mundo.

Sobre este arrasado territorio debe entonces erigirse un nuevo mundo, una nueva sociedad. “Sobre sus ruinas reconstruiremos nosotros el edén de nuestros primeros amores”, dice López Méndez dando un giro hacia el optimismo, hacia la “fábrica maravillosa del porvenir” que desea borrar tanta ignominia del pasado.

Este sueño vidente, esta revelación súbita que nos describe López Méndez, acaso es afín a las videncias de Gerard de Nerval.

Un hombre solo, un viajero fatigado y desconsolado toma lugar junto a un árbol en un bosquecillo donde se hace sentir la brisa. Viene cargado de amarguras, quejas y desaliento. A través de presencias sugeridas por el viento y los recuerdos, oye voces que le llevan a un lugar mejor. La soledad le sirve para purificar su ser, y un suave rumor lo hechiza de pronto: “A poco, de la más alta comenzó a surgir un rumor suave, como el de un dúo entonado por seres humanos en las profundidades del éter. Era un ave que, vuelta al nido en su último reflejo del crepúsculo, contaba a sus hijuelos lo que aquel día había visto por el mundo”. De repente, es presa de una visión que se asemeja en mucho al delirio que Bolívar experimentó ante el Chimborazo: “La luz echó sobre mí su manto de iris, al través del polvo diamantino que las aguas de la fuente formaban en el espacio, y los vientos volaron a llevar las vibraciones de mi voz al ámbito más apartado donde gemía de amor el hada habitadora del jardín”, dice.

Se trata de uno de los relatos poéticos más vigorosos que puedan disfrutarse en la prosa venezolana, tocada sin duda por el dedo del simbolismo y del parnasianismo. Este sueño vidente, esta revelación súbita que nos describe López Méndez, acaso es afín a las videncias de Gerard de Nerval. Una virgen o un ángel: “Ella entonces me tomó entre sus manos de nieve, me acercó a sus labios para que bebiese su divina ambrosía, y alzando al cielo la mirada me echó a volar en el espacio”.

Y así continúa el crescendo del relato, hasta que el sueño culmina. Y entonces alguien debe referirlo. El ave que nos conducía hacia la virgen de los amores puros, luego desfallece. Se pudiera decir que se trata del sueño de la muerte: “Los primeros instantes del sueño son la imagen de la muerte”, nos recuerda Nerval.

“Un mes en España” es el relato que López Méndez no llegó a concluir, acerca de sus notas íntimas de un viaje por aquel país, al encuentro con los símbolos del progreso y la civilización, la industria, los nuevos modales, los valores impuestos por el maquinismo. Una crónica donde se permiten digresiones como esta: “Se ha dicho, y los hechos parecen justificarlo en muchos casos, que los hispanoamericanos poseemos un gran poder de asimilación para adaptarnos a las costumbres y las maneras de pensar y de sentir otros pueblos; mientras que los españoles, según la expresión de don Juan Valera, tienen un fondo de españolismo que no se dejan arrancar ni a tres tirones. La causa de esto reside en que España es un pueblo de tradiciones propias, viejo ya en el proceso de la cultura, y cuyo espíritu ha evolucionado a través del tiempo en direcciones determinadas, creando una conciencia nacional que vivifica las instituciones y se apega a su historia, a sus ciencias y a su religión como a otros tantos productos de su actividad colectiva. Nosotros, por el contrario, somos sociedades en formación, sin pensamiento fijo todavía, abiertas, por consiguiente, a todas las influencias exteriores. Este estado es, sin embargo, transitorio, y no está lejos el día en que organizaremos a nuestra vez las fuerzas de impulsión y conservación indispensables a la vida normal de la sociedad, y ojalá que cuando tal suceda no perdamos, como acontece en España por el predominio exclusivo de una de esas dos fuerzas, la facultad de asimilarnos el alimento intelectual que ha de mantenernos en el camino del progreso”. Me parece que estas palabras de López Méndez no han perdido ni un ápice de actualidad, dichas a casi siglo y medio de distancia temporal.

Se trata, en efecto, de una meditación acerca de lo que entendemos por civilización desde el punto de vista occidental, con sus pros y contras. Y es en medio de este vaivén que narra López Méndez su crónica española, significativa cuanto más se apoya en experiencias concretas yendo por pequeños poblados, en vetustas callejuelas de pueblos interioranos donde reina una tranquilidad secular y de donde surgen los fantasmas de la historia como siluetas amenazantes, y donde la “civilización” parece no penetrar. Presencia López Méndez un espectáculo rústico, de cosa burda, rodeado de viejas catedrales y templos gastados donde duermen viejos resquicios de fe o inocencia. Hace una dura crítica al catolicismo y a la veneración de las catedrales, como si éstas por sí mismas fueran suficientes para explicarlo todo.

Deja ver aquí el joven escritor su espíritu anticlerical, su crítica al poder omnímodo de la Iglesia, donde “los señores opulentos gastaban fortunas en mantener mausoleos, y construir claustros y capillas donde grabar sus títulos y las armas de su casa; y el pueblo desheredado sediento de justicia, para cuyo nombre ni había lozas ni inscripciones, dejaba sus lágrimas, sus preces y sus quejas bajo los arcos ojivales, donde iba a guarecerse como ave sin nido y sin amores”, escribe en prosa magnífica. Sin duda, el poder eclesiástico en España ha pretendido subsumir la mayoría de los dones culturales y espirituales de la nación. Existen otros legados —de los árabes, los judíos, los pueblos cristianos primeros, como los indoeuropeos— que no se acoplan a este ornamento exagerado de las catedrales góticas y su monumentalidad, las cuales pretenden condensar el poder económico y religioso, político o social acuñándolo en lápidas, capillas, ornamentos, panteones, retablos, muebles, tapices. “La suerte de la nación identificada con sus instituciones religiosas”, dice López Méndez.

Gil Fortoul se encarga en Inglaterra de editar este breve volumen a su amigo, poniendo énfasis en su genuino talento literario.

En otro de los relatos de este breve pero sustancioso libro, “Eduardo”, López Méndez vuelve su mirada hacia el escritor contemplativo, a través de un personaje ensimismado en la lectura, mientras a través de la ventana eleva su mirada hacia la montaña el Ávila, va y viene tratando de desentrañar enigmas, buscando explicaciones a lo desconocido. Su enfermedad física se confunde con su divagar mental y su obsesión libresca, un tema muy recurrente en el mundo romántico; el motivo del talento obsesionado en la búsqueda de algo grande, que le merezca ubicarse en el universo de los grandes nombres de la literatura o la filosofía. Su pasión por la lectura se convierte en un estado patológico. No quiere hablar de amor, no quiere hablar de la mujer, de Elisa. En verdad, el relato se vuelve un pretexto para glosar la naturaleza de la creación poética, y del rol mismo del poeta en la sociedad. Entonces tiene lugar un diálogo polémico sobre este asunto, que termina coronando el cuento de la manera más graciosa, no exento de una buena dosis de originalidad. A un interlocutor que lo cuestiona, le sale al paso quien lo defiende, como se ilustra en los siguientes diálogos:

—Yo nunca he hecho versos. Mi oído es rebelde al ritmo y a la armonía. Además yo creo que el verso es una forma primitiva del arte, condenada a desaparecer, ante la invasión de una prosa perfeccionada donde hallen expresión todas las ideas modernas que no caben en los endecasílabos ni en los alejandrinos de los poetas. El poeta mismo es un producto atávico, un representante de las edades anteriores de la humanidad, como el criminal reincidente, por ejemplo.

—¿Por qué no considerarlo más bien como un precursor? Él suele tener, en los momentos de inspiración, la visión anticipada de las cosas. Lo que la ciencia miope no descubre sino a fuerza de aplicación y de tanteos infructuosos, él lo adivina y lo presenta a nuestra admiración bajo formas luminosas. Su alma vive en comunión estrecha con lo desconocido y lo intangible, y en ella, como en un registro delicado, vienen a repercutir vibraciones lejanas, que el resto de los mortales, por la imperfección de sus órganos, no puede percibir.

En la contratapa del pequeño libro que ha sido objeto de estos comentarios, se lee que el primer volumen de las obras de López Méndez constituye un Mosaico de política y literatura que nos agradaría leer, para obtener así una visión más completa de su obra. Gil Fortoul nos dice que “Eduardo” es el comienzo de una novela que López Méndez no tuvo tiempo de concluir. Lamenta el historiador larense la partida del joven escritor tachirense, anotando que aquella última década del siglo XIX “se caracteriza en Venezuela por la tendencia de los espíritus jóvenes a alejarse cada vez más de la actividad literaria, considerada como simple entretenimiento, para dedicarse cada día con mayor ahínco a más amplias especulaciones intelectuales”.

Gil Fortoul se encarga en Inglaterra de editar este breve volumen a su amigo, poniendo énfasis en su genuino talento literario. Historiador positivista, gran prosista pese a sus posiciones reaccionarias típicas del cientifismo liberal (su Historia constitucional de Venezuela sigue siendo uno de nuestros clásicos, así como las crónicas de El humo de mi pipa una pequeña obra maestra) y político mediano, supo ver el genio de López Méndez, rindiéndole este pequeño tributo de hacer editar La balada de los muertos, que ahora acaba de cumplir 128 años de existencia y quizá nos permita más adelante considerar otras obras de este admirable escritor que, como otros del romanticismo venezolano, supieron situarse en la veta profunda y visionaria de este movimiento, y no en los aspectos superficiales del enamoramiento idílico y patético en medio de los cuales naufragaron tantos creadores y poetas nuestros.

Gabriel Jiménez Emán
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Notas

  1. No debe confundirse con Luis (Ceferino) López Méndez (Caracas, 1758; Chile, 1841), abogado y diplomático venezolano, prócer de la Independencia, profesor de Filosofía de la Universidad de Caracas y alcalde ordinario de esta ciudad, quien formó parte de una delegación a Londres con Bolívar y Bello; tampoco con el pintor Luis Alfredo López Méndez, artista plástico venezolano del siglo XX.
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