
Entre la UCV y Sabana Grande
No imaginó nunca Víctor Valera Mora que su poesía iba a adquirir un reconocimiento tan amplio, y que su vida desenfadada iba a ser objeto de tanta admiración. Desde sus días de estudiante, en su natal Valera como en la llanera ciudad de San Juan de los Morros donde cursó el bachillerato, el joven Víctor era aficionado a la lectura, leía profusamente novelas, poesía, ensayos, estudios políticos y económicos; sus preocupaciones sociales corrían parejas a sus preocupaciones literarias, lo cual hizo que decidiera marchar a Caracas a estudiar sociología en la Universidad Central, donde toma contacto con grupos de escritores y profesores; como todo joven inquieto y consciente de los problemas que aquejaban a su país, firma manifiestos y proclamas revolucionarias, redacta panfletos, lidera grupos estudiantiles progresistas. Desde sus comienzos, la Universidad Central fue un lugar donde se integraban estudiantes y profesores para discutir las distintas problemáticas y preocupaciones, fue siempre un campus muy humano, una ciudad universitaria plena de espacios extraordinarios (un esfuerzo arquitectónico que debemos al gran arquitecto nuestro Carlos Raúl Villanueva) para motivar la discusión intelectual no sólo en sus aulas, sino también en sus cafés, jardines y pasillos. Es muy recordada por nosotros la famosa Tierra de Nadie, espacio que tomaron estudiantes en los años 70 para realizar allí actividades sin ataduras académicas. Se tejió siempre un diálogo muy provechoso entre las escuelas de Periodismo, Sociología, Economía, Letras y Educación, donde se fraguó una discusión intensa sobre los diversos tópicos científicos, filosóficos y artísticos. Todos reconocíamos en los espacios de la UCV uno de los ámbitos más dignos y fértiles para la polémica y el fragor de las ideas.
El Chino Valera Mora era un hombre desenfadado y enamorado, que vivía siempre metido en líos de faldas, y leyendo y escribiendo con una gran pasión.
Es justo señalar que también se produjo en el seno de la UCV una temperatura muy propicia para la bohemia, el amor libre, la música y todo tipo de expresiones libres en los terrenos de la literatura y el arte: conciertos, recitales, lecturas, montajes y exhibiciones de carácter experimental donde confluían las expresiones de vanguardia en las distintas disciplinas. Por ello sentimos tanto afecto por nuestra Alma Mater, por la Casa que vence las Sombras. En efecto, la Universidad Central de Venezuela significó para todos nosotros el ejemplo más hermoso de convivencia intelectual y espiritual, a la par de ser seno de una investigación científica permanente. El Hospital Universitario y diversos institutos científicos eran tomados como ejemplos de avance en el país.
Hice esta breve alusión a la Universidad Central porque este fue en verdad el ambiente donde se formó Víctor Valera Mora, con la cercanía de las tertulias en Sabana Grande, en cafés y bares al aire libre donde se ventilaban todos los temas posibles al calor de los tragos, los amores, los sueños. Sabana Grande se convirtió entonces en un centro de bohemia y alegría por donde desfilaron varias generaciones de escritores y artistas, pero también de editores y hombres de empresa, libreros, periodistas, galeristas. Durante los años 60 y 70, especialmente, y por su cercanía con la Universidad Central, se daban cita allí las más destacadas personas del mundo intelectual de la ciudad, sin distingos de clase; por sus barras y cafés desfilaron literalmente todos los artistas y escritores de la ciudad.
Los años merideños
Después de graduarse de sociólogo, el Chino Valera dio clases en algunos liceos de Caracas; después marchó a Mérida a trabajar en el Departamento de Planificación de la Universidad de los Andes. Fue allí donde lo conocí en el año 1970, cuando yo apenas tenía 20 años y él 32, en el edificio administrativo de la ULA situado en la avenida Tulio Febres Cordero, donde estaban varias dependencias: la Dirección de Cultura al mando de Salvador Garmendia, quien también dirigía la revista Actual; la Galería La Otra Banda dirigida por Enrique Hernández D’Jesús; el Departamento de Cine con Carlos Rebolledo, Tarik Souki y Vicencio Pereira; la radio de la universidad donde laboraban Bayardo Vera, Luis Cornejo e Iván Real, entre otros. A pocas cuadras de allí estaba el Cegra, el Centro Experimental de Arte dirigido por Carlos Contramaestre, donde laboraban entre otros los artistas Antonio Eduardo Dagnino, José Montenegro y Omar Granados. Por la calle paralela a la avenida Don Tulio, a pocas cuadras de allí estaba la Galería El Caracol, dirigida por el escritor y titiritero argentino Javier Villafañe, muy amigo de todos nosotros, casado con una artista llamada Lucrecia Chávez.
Comencé a frecuentarlos a todos en sus oficinas y casas; poco a poco me fui familiarizando con los mundos de cada uno de ellos; mundos que me permitieron conocer sus peculiares sensibilidades y compartir su amistad. Lo que más me impresionó de estos artistas fue su generosidad, su sinceridad y sobre todo la autenticidad con que asumían sus vidas y la alegría que derrochaban, su capacidad de crear y su amor por la vida, al tiempo que cumplían con sus obligaciones laborales y familiares; eran para mí un ejemplo de entrega al arte, al trabajo y la literatura. A Salvador Garmendia yo lo consideraba una especie de dios, el más grande novelista de Venezuela era ya mi amigo; Carlos Contramaestre era sencillamente un genio del humor, el arte y la poesía, lo mismo que los poetas Ángel Eduardo Acevedo, José Barroeta y Ramón Palomares; Bayardo y Héctor Vera, dos poetas merideños dueños cada uno de un poderoso sentido del lenguaje y la belleza; Tarik Souki y Carlos Rebolledo, conocedores excepcionales del arte cinematográfico. Fui muy amigo de Souki, muy inteligente y hombre delicado y culto (Omar Souki, un hermano suyo, casó con una tía mía, Carmen Emán). Luis Cornejo era un llanero con una gran chispa personal; estaba todo el día haciendo chistes y cuentos geniales que nos mataban de risa. Su mujer, Betania Uzcátegui, es una gran artista y mujer excepcional. El Chino Valera era amigo de todos ellos; vivía en una casa en el barrio de Belén que compartía con el pintor y diseñador Omar Granados; era una casa muy grata, recuerdo que la habitación del Chino quedaba en un alto y tenía una vista hermosa de la montaña y el valle; en la parte de abajo vivía una señora, doña Carmen, una viejita muy vivaz y sonriente echadora de cuentos y leyendas, rodeada de pájaros, y el Chino la quería mucho; tanto, que le dedicó varios poemas, pues inspiraba cosas hermosas esa señora que era como una encarnación de la poesía. Carlos Contramaestre vivía en La Pedregosa con su mujer y sus hijos; en la parte de atrás había un patio donde siempre nos reuníamos a hacer fiestas y parrilladas; allí en esos sinuosos y verdes caminos de La Pedregosa vivían el Catire Hernández, el poeta Ángel Eduardo Acevedo y el pintor Ramiro Najul, el filósofo Briceño Guerrero o el cineasta Donald Myerston. Salvador Garmendia vivía en el edificio Hermes, lo mismo que Juan Pintó, y Pedro Parayma en un apartamentico en el centro de Mérida y después se mudó para uno más grande donde lo visitábamos. A todas esas casas y apartamentos yo era invitado a quedarme cuando lo deseara. Todo lo compartíamos; me gustaba de ese maravilloso mundo de Mérida la libertad con que se vivía; era una suerte de utopía donde nos movíamos y los momentos compartidos siempre estaban matizados por la poesía. Cuando alguno de los poetas invitaba a una fiesta, se aparecían todos y aquello resultaba algo memorable.
Me hice amigo del Chino Valera por aquel entonces. Él era poco aceptado en los llamados círculos universitarios o académicos. Era un hombre desenfadado y enamorado, que vivía siempre metido en líos de faldas, y leyendo y escribiendo con una gran pasión. Yo solía presentarme con mi guitarra en aquellas fiestas y el Chino siempre se me acercaba para que cantáramos rancheras a dúo. Le gustaba especialmente una canción titulada “Aquel amor”, cuyo dúo original lo entonaban los grandes cantantes Pedro Vargas y Benny Moré. Él admiraba a Benny Moré como a un ídolo y le escribió un poema hermosísimo que la gente ahora se sabe de memoria. El Chino cantaba bien las rancheras, sobre todo los corridos mexicanos, pues era admirador de la Revolución Mexicana, de Pancho Villa y Emiliano Zapata; se entusiasmaba mucho al cantar las rancheras y alcanzaba notas muy altas. También le gustaban mucho Los Beatles y me pedía que le cantara canciones de ellos. Él siempre me decía: “Poeta, a donde vaya, llévese la guitarra”.
Compartí este mundo con el de la Escuela de Letras en la Facultad de Humanidades, que era otra cosa. Profesores muy valiosos y estimables como Lubio Cardozo, Jesús Serra, Juan Pintó, Briceño Guerrero, Alfonso Cuesta y Cuesta, Miguel Marciales, Hernando Track, Guillermo Thiele, Domingo Miliani; pero era un mundo ciertamente distinto y muy cargado de ideología, aunque siempre agradecí a todos mis profesores el conocimiento que me habían transmitido, y sus valiosas enseñanzas literarias. El único distinto de ellos era Hernando Track, que daba las clases en los jardines y en el cafetín. Yo andaba buscando otra cosa; no me interesaba graduarme, tener carro, casa y aburguesarme; quería ver mundo, tener experiencias distintas. Un grupo de estudiantes en la Escuela de Letras fundamos una revista, Talud, que consiguió nueve números y donde publicamos varios textos inéditos de los escritores de allá, incluyendo del Chino, Salvador, Contramaestre y Briceño Guerrero. Recuerdo sobre todo el buen trato y la amistad del poeta tocuyano Eddy Rafael Pérez, por quien sentí siempre una estimación sincera. Él siempre fue muy generoso, extraordinario profesor y buen poeta.
Me devolví a San Felipe a casa de mis padres, que no vieron nada bien mi deserción de la carrera académica justo antes de culminarla; fundé allí con mi hermano Ennio y otros poetas sanfelipeños una revista llamada Rendija donde publicábamos nuestros trabajos. Pronto me cansé también de San Felipe y me fui a Caracas a buscar suerte, que para eso era joven.
Casualmente, Salvador Garmendia, el Chino Valera y Carlos Contramaestre parecían haber cumplido su ciclo en Mérida —yo les seguía la pista a mis maestros con una especie de radar— y pensaban irse a Caracas, lo cual fue una gran noticia para mí. Recuerdo que el Chino un día me dijo: “Cuando me entregan el cheque en la caja de la universidad, la cajera siempre lo hace con una risita de burla; dice ¡ji ji ji ji! Eso es porque ella piensa que yo no trabajo”. En Mérida yo salía con el Chino y un hijo pequeño de Salvador llamado Alberto, que era como nuestra mascota, lo queríamos mucho. Íbamos los domingos a la piscina del hotel Prado Río a pasar el día; al Chino le gustaba echarse clavados en la piscina y después jugar “maquinita” en esas máquinas que había en los bares, garitos o paradas de carretera, pero sobre todo le gustaba ir a ver a las muchachas en bikini. “Poeta, aquí en Mérida hay más hembritas que gente”, solía decir.
En la terraza de su casa de Belén, el Chino me dijo un día que pensaba irse a vivir un tiempo en Roma, tenía un familiar con casa en Italia que lo estaba invitando a ir allá y estaba decidido a marcharse. Se sentía un poco solo en Mérida y me dijo que le vendría bien un cambio. Por allá estuvo casi dos años. Escribió a sus amigos en Mérida pero nadie le respondía las cartas. A mí me escribió a San Felipe y yo no vacilé en responderle; me envió unos poemas inéditos a los que tituló Tarantelas napolitanas y que yo publiqué en la ya mencionada revista Rendija, acompañados de un fragmento de la carta y le coloqué un título llamativo, Última teoría poética de Víctor Valera Mora y que mereció un comentario de Ludovico Silva en su columna “Belvedere” en el diario El Nacional. Por cierto que, por una razón que nunca llegué a comprender, el Chino y Ludovico no se hablaban, no se trataban casi. A ambos les pregunté la razón y ninguno de los dos me dijo nada. No sabía yo si era por asuntos de mujeres o por razones ideológicas. Siempre quedé con la duda. Lo que sí era cierto es que se admiraban mutuamente.
Aparentemente el Chino no encontró en Italia muchas cosas aparte de vinos, comidas y mujeres hermosas y pasajeras. Ciertamente me confesó en una carta que en Roma no pasaba casi nada, que era una ciudad atada al Vaticano. Regresó a Caracas. Ya Carlos Contramaestre le había publicado en 1971 Amanecí de bala en Editorial Cabimas, una editorial inventada por Carlos cuyo único título fue ese. El libro tuvo una repercusión enorme; la gente lo leía, memorizaba los poemas, los copiaban en cuadernos. No se había visto antes una poesía así en Venezuela, pese a que diez años antes había publicado Canción del soldado justo (1961), donde se prefigura el potencial que habría de desarrollarse en Amanecí de bala. En el primero aparecen ya los temas predilectos del poeta: la mujer y la lucha revolucionaria; o mejor: la feroz crítica al capitalismo y sus hipocresías y el amor como posibilidad de trascender.
Al año siguiente el mismo Carlos Contramaestre se encarga personalmente de la edición de Con un pie en el estribo (1972), título que alude justamente a la cercanía del viaje; el estribo funciona aquí como metáfora, como primer paso dado para montarse en el caballo con el que saldrá de Mérida: Si sale el sol mañana partiremos / Partiremos con la implacable luna / la hermosa luna en el puño de la gasa / la gasa que siempre está a la orden / Sueños de Doña Carmen al filo de sus setecientos años / donde el poema gata parida emplaza a la muerte.

Desde Roma y de nuevo en Caracas
A su regreso de Roma, el Chino se reúne con varios amigos entre los cuales están Pepe Barroeta, Bayardo Vera, Pedro Parayma, Luis Camilo Guevara, Caupolicán Ovalles y yo; emprendemos una gira por varias ciudades venezolanas y visitamos Barinas, Valencia, Barquisimeto, San Felipe, Trujillo, San Juan de los Morros, Tinaquillo. En San Felipe hicimos una lectura de poesía en la Casa del Periodista; recuerdo que frente a esa Casa quedaba un bar en una vieja casona de tejas donde había un patio para jugar bolas criollas y allí nos plantamos después de dar el recital, a jugar bolas y luego dominó. Cuando el Chino llegó a mi casa de San Felipe mi papá estaba almorzando y el Chino se quedó impresionado por la cantidad de pequeños platillos que tenía mi padre en la mesa, cada uno con una porción diferente de alimento. El Chino deseó buen provecho a Elisio y después me comentó aparte: “¿Tu papá es capaz de comerse todo eso? ¡A eso sí se llama bon apetit!”.
Un día se apareció por allí el Chino Valera a solicitarme que le escribiera la contraportada del libro 70 poemas stalinistas.
Fuimos después a Tinaquillo donde vivía la familia de Pedro Parayma y después a Barquisimeto a casa de Álvaro Montero y en Valencia a la de Orlando Pichardo, ciudades donde nos estaban esperando los jóvenes para hablar con nosotros, aunque yo era en verdad sólo un muchacho de 23 años. En Caracas el Chino se enamoró de Aminta, una bella mujer con la que se casó y tuvo una niña llamada Fernanda; vivían en una casa muy bonita en la urbanización Las Mercedes a donde siempre íbamos a visitarlo. Me acuerdo que el Chino tenía pasión por los juegos y los deportes y le gustaba boxear, nadar, darse clavados desde el trampolín, jugar bolas, maquinita, dominó, barajas y ajedrez, y en su casa de Aminta la pasión eran los dardos; tenía una increíble puntería y siempre ganaba.
En Caracas consiguió un empleo en el Departamento de Recursos Humanos del Conac, pero pasaba más tiempo en el edificio Macanao, situado en la esquina de las calles París y Caroní, en Las Mercedes, donde estaba la oficina de la Revista Nacional de Cultura, dirigida por Vicente Gerbasi, y la revista Imagen, dirigida por Pedro Francisco Lizardo; yo trabajaba con Lizardo en Imagen como jefe de Redacción y Eli Galindo y Pérez Perdomo con Gerbasi en la Revista Nacional de Cultura. En el mismo edificio Macanao había una escuela de danza y otras dependencias administrativas; también le habían hecho lugar en una habitación a la llamada Gran Papelería del Mundo, la famosa biblioteca ambulante de Víctor Manuel Ovalles, el abuelo de Caupolicán Ovalles, una impresionante colección de libros, folletos y revistas que don Víctor Manuel llevaba por todo el país. Pablo Neruda, al conocerla, la bautizó con ese nombre. Caupolicán vendió buena parte de ésta a la Biblioteca Nacional y otra parte al Conac, y mientras estuvo ahí nosotros nos dábamos gusto escudriñando volúmenes y papeles viejos, documentos antiguos. El Chino se la pasaba metido ahí; íbamos a comer pollos asados en un negocio llamado Los Hermanos Rivera y a varias tratorías cercanas pizzas y comida italiana, acompañados de los poetas que allí laboraban: Baica Dávalos, Francisco Pérez Perdomo, Ángel Ramos Giugni, Aquiles Valero, José Vicente Abreu. A pocas cuadras de ahí quedaba un restaurante llamado el Hereford Grill y al frente estaba la Galería Durban dirigida por César Segnini. Al Hereford siempre iban el poeta Vicente Gerbasi y el narrador Adriano González León. Vicente siempre fue un poeta muy importante para nosotros y nos estimuló mucho a todos, una persona afable, un verdadero maestro. Recuerdo que escribí una reseña del libro Amanecí de bala y se la llevé a Gerbasi a ver si la podía publicar en la revista. Vicente la recibió, hojeó las cuartillas y me preguntó: “¿Gabriel, tú estás seguro de que este Valera Mora es un buen poeta?”. Yo, casi temblando, le contesté: “Sí, estoy seguro, pero es una poesía diferente, una poesía que tiene un lenguaje explosivo”. “Ah, bueno”, dijo Vicente, “la vamos a publicar tu nota, pero espero que no explote”. Esa fue la primera reseña que salió de ese libro en Caracas, y mi primera publicación en la RNC. El Chino se puso muy contento. Salimos a celebrar con Eli Galindo y con otros dos poetas de mi generación, Luis Sutherland y Eleazar León, que siempre nos visitaban e íbamos a tomar cervezas y a hablar de literatura. La bebida preferida del Chino era el whisky servido en las rocas, recuerdo que removía los hielos del vaso con el dedo índice y sorbía un poco de su dedo para probar si estaba bien, y se le iluminaba el rostro. Le gustaban de veras los tragos; no bebía para huir de algo o para refugiarse en el alcohol, sencillamente disfrutaba bebiendo. En cuanto a las mujeres, se enamoraba mucho y sufría por ellas, como un verdadero Casanova, no como un superficial mujeriego o un Don Juan. Decia las cosas con mucha vehemencia y con gran sentido del humor, pero cuando le tocaba hacer un juicio serio acerca de algo era terminante y muy irónico, sobre todo cuando se refería a los desmanes del capitalismo y a la necesidad de una verdadera organización revolucionaria para combatirlo; tanto así, que una vez le dijeron que se había puesto muy gordo y necesitaba una dieta, a lo que él contestó: “¡Para qué voy a hacer dieta! ¿Para seguir viviendo en el capitalismo?”.
El magisterio vital de Salvador Garmendia
En Caracas viví primero en la casa de mi padrino el poeta José Parra (¡ese sí que era un padrino!) en la urbanización El Paraíso; después me fui a compartir departamento con Salvador Garmendia en Chuao, y el Chino Valera nos visitaba mucho y comíamos allí acompañados de Elisa “La Negra” Maggi y de María Elena su hermana, con quienes estábamos unidos. Nuestro grupo era muy compacto, íbamos juntos a todas partes y visitábamos a los amigos en sus casas sin muchos formalismos, justamente porque nos admirábamos y protegíamos unos a otros; nuestra característica principal era la solidaridad; la literatura existía en cuanto hecho vivido y sentido, no era una cuestión meramente libresca. Yo me quedaba impresionado con el profesionalismo de Salvador cuando le tocó escribir telenovelas en Radio Caracas Televisión; se fajaba a teclear esa máquina todos los días con una disciplina impresionante; tenía una rutina que cumplía a diario de manera casi cronométrica: salía a trotar, se bañaba, desayunaba, reposaba un rato, leía la prensa y después a darle duro a la máquina de donde salían los diálogos de sus telenovelas; cuando llegó la computadora Salvador estaba muy satisfecho porque el trabajo se le facilitaba y ya no tenía que emborronar tantas cuartillas. En cierto modo, Salvador fue como un protector mío y del Chino Valera (una tarde me llamó para decirme que había que cuidar mucho al Chino, pues lo veía un tanto deprimido. Me dijo exactamente: “Gabriel, hay que cuidar al Chino, porque es el mejor amigo de esta casa”), como un segundo padre, era un hombre de una personalidad muy fuerte y ejerció una gran influencia en todos nosotros, al punto de que yo durante un tiempo hablaba y gesticulaba como Salvador, sin darme cuenta. Él era un tipo fascinante, que podía estar todo el día echando cuentos de su antiguo Barquisimeto, era un narrador oral extraordinario y disfrutaba mucho narrando esos cuentos del viejo Barquisimeto y agregándole detalles sombríos o macabros con un toque especial de humor negro; de los fascinantes personajes que poblaron su infancia y adolescencia, de los caserones poblados de tías solteronas y abuelas viudas, de mujeres empolvadas que envejecían antes de tiempo.
Yo me mudé luego para una casita en el barrio San José de La Floresta con mi compañera y mi hija Claudia y recuerdo que un día se apareció por allí el Chino Valera a solicitarme que le escribiera la contraportada del libro 70 poemas stalinistas. Había conseguido que otro gran amigo suyo, el artista Mateo Manaure (que ya había costeado la edición de su primer libro, Canción del soldado justo), se lo editara. Así se editaron todos sus libros, con la ayuda de sus amigos.
Me mudé a España por espacio de cuatro años, desde 1979 hasta 1982, como corresponsal de la revista Imagen (ese sería mi extraño destino posterior, llevar esta revista a cuestas) en Barcelona y allí conocí a muchos escritores, entre ellos al colombiano R. H. Moreno Durán, al uruguayo Eduardo Galeano, al peruano Vladimir Herrera y a los catalanes Javier García Sánchez y Pere Gimferrer, y colaboré con las revistas Quimera y El Viejo Topo que dirigía Miguel Riera.

Recordarlo es hacer un tributo a aquella amistad que tanto me alimentó y de la que me siento cada vez más orgulloso.
Los últimos años del Chino en Caracas
Regresé a Caracas en 1983 y, después de un breve tiempo en la ciudad, me separé de mi familia y me instalé en Mérida otra vez, pues me habían ofrecido la dirección del Taller de Expresión Literaria en la Escuela de Letras, por dos años. Llevaba tiempo sin saber del Chino, pregunté varias veces por él en Caracas y no lo pude ver; me dijeron que se había separado de su mujer y estaba viviendo donde un primo, un familiar suyo. Creo que eso lo afectó mucho; podía comprenderlo bien, porque a mí me estaba ocurriendo algo similar. Creció su adicción al alcohol y al cigarrillo, y tomaba muchos calmantes y tranquilizantes para poder dormir. Amigos que lo habían visto me hablaron de su mala salud. Estando yo en mi casa de Los Chorros de Milla en Mérida en el año 1984, me llevaron la noticia de su fallecimiento en Caracas. Al parecer, estaba sufriendo de insomnio, bebió varios tragos de whisky y comió mucho; no podía conciliar el sueño y bebió varios Valiums, lo cual le produjo un infarto masivo que lo mató instantáneamente.
Nuevas resonancias de su poesía en los 80 y 90
En el año 1986 se cumplieron mis compromisos con la ULA y regresé a la capital. Al año siguiente preparé una Antología de la poesía del Chino para la editorial Fundarte en Caracas que se agotó en pocos meses; se hizo una segunda edición en 1989 y ocurrió lo mismo. La respuesta de los lectores no sólo fue inmediata sino rotunda: su poesía quedó estampada en innumerables lectores. En la misma editorial se repitieron varias ediciones de todos sus poemas, y Monte Ávila publicó otra selección de sus poemas con prólogo mío con el título de Nueva antología (2004). El Ministerio de Cultura creó un Premio Internacional de Poesía que lleva su nombre, y cada año, para celebrar la fecha de su nacimiento, se celebran lecturas de su poesía en plazas públicas, liceos y escuelas. Cuando se concedió por primera vez el premio que lleva su nombre, el ministro de Cultura de entonces, Francisco Sesto, me llamó para que yo fuese uno de los jurados. La decisión estuvo muy reñida, pues concurrieron poetas excelentes de todas partes. Nos propusimos entregar el premio en la tierra natal del Chino, Valera, y nos trasladamos allá todos los miembros del jurado: Gustavo Pereira, Norberto Codina y Nicolás Suescún con el ministro Farruco Sesto. Nadie sabía el nombre del ganador; no quisimos decirlo a nadie sino en el momento de leer el veredicto en el auditorio en el evento de Valera. Fue muy emocionante, porque al leer el veredicto y dar a conocer al ganador, ahí se encontraba por casualidad en Valera el poeta premiado, que asistía como mero invitado: se trataba del poeta Ramón Palomares, y la gente se levantó a aplaudir y a ovacionar a su bardo, suceso que constituyó uno de los actos más hermosos que pudiesen presenciarse: la memoria de un poeta reconociendo la obra de otro de su misma tierra, y todo debido al maravilloso azar objetivo de la poesía.
La audiencia para la poesía del Chino Valera Mora sigue creciendo y su poesía es cada día más valorada. Es conmovedor comprobar cómo una poesía casi clandestina, publicada en modestas ediciones hechas por amigos, poco divulgada en la llamada gran prensa, escasamente publicitada o promocionada, fue encontrando sus lectores naturales y consiguiendo una aceptación cada vez mayor. Valió la pena esperar; valió la pena aguardar que la historia le brindara su reconocimiento, que el tiempo se encargara de hacer justicia a este gran poeta venezolano que vivió, como pocos, su verdad en el amor de las mujeres, en la fraternidad de los amigos, en la utopía de conquistar un mundo y un país mejores, ese “maravilloso país en movimiento” en que él tanto creía.
Recordarlo es hacer un tributo a aquella amistad que tanto me alimentó y de la que me siento cada vez más orgulloso.
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