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Yo, mi cuerpo y su imagen

martes 16 de febrero de 2016
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Yo, mi cuerpo y su imagen
La persona que padece cualquier trastorno alimentario relacionado con su imagen me parece un narrador deficiente: unas veces cuenta la historia desde el punto de vista de un actor demasiado preocupado con la visión del público (el espejo que nos engaña) y otras como la víctima de las circunstancias.

Aunque el artículo tiene que ver con los trastornos de la conducta alimentaria, su título puede evocar al teatro porque el arte dramático siempre se ha ocupado del cuerpo y de su imagen, ya que vive de ellos.

El maestro de la interpretación actoral contemporánea Constantin Stanislavski comenzó trabajando con actores de ópera que se sentían obligados a adoptar poses forzadas y artificiales que les dificultaban cantar y/o interpretar. A alguno le costó una enfermedad abandonar su máscara. Como director no le gustaban los espejos. Decía que cuando un actor trata de componer su personaje mirándose al espejo no ve su imagen “objetiva”, sino lo que cree que es la mirada crítica del público. Seguramente es imposible que nos veamos como nos ve el público. Yo creía que mi vecina me admiraba por mi inteligencia, pero un día me confesó que me quería porque era buena persona, a pesar de mi pedantería.

Sobre el narrador se puede alcanzar cierto grado de dominio ejercitándose mucho, pero el autor de carne y hueso nos pertenece solo hasta cierto punto.

Cuando se trabaja solo la imagen exterior el resultado suele ser demasiado forzado. Una cáscara que puede estar bien construida técnicamente, pero vacía de contenido, lo que recuerda a algunos modelos de pasarela. Con frecuencia se le acaba transmitiendo al personaje cierta inseguridad o “falta de justificación para estar en escena”, como lo llamaba el maestro. En definitiva proponía que los personajes se construyeran de adentro hacia afuera, sin que ese proceso excluya la observación meticulosa de los detalles.

La interpretación actoral vive de la proyección de la imagen, algo inevitable en ese oficio, pero el resultado de esa proyección puede convertirse en una obra personal y creativa o en una simple mercancía. Creo que en la vida ocurre algo parecido. Si nos obsesionamos por modelar nuestro cuerpo a través de la imagen distorsionada que representan los medios de comunicación, la moda o del grupo de adolescentes al que pertenecemos (el espejo del que hablaba Stanislavski), podemos crear un esperpento o una máscara que esté muy lejos de nuestra verdadera forma de ser y sentir. Tratando de cumplir con las supuestas expectativas del público/sociedad, nos alienamos de nosotros mismos convirtiendo el cuerpo en un objeto, en un producto, a veces en mercancía deteriorada.

Lo que el maestro recomendaba era defender al personaje con uñas y dientes, comprender sus motivaciones, reivindicarlas, aceptar su humanidad aunque se trate de un villano. Un buen personaje nunca es la imitación de nada, ni siquiera de un prototipo humano, siempre es una creación. Pues con la vida ocurre algo similar, tenemos que crearnos a nosotros mismos, tenemos que aprender a ser.

Y esa era la parte fácil: el cuerpo y la imagen; ahora viene la difícil: yo. ¿Quién diablos es ese yo? No vamos a revelar el misterio de siglos de filosofía en dos cuartillas, pero siguiendo con la metáfora de la literatura creo que lo más parecido al yo consciente es la voz del narrador, la voz de quien cuenta la historia y su particular punto de vista. Al fin y al cabo somos esa voz pronunciada en primera persona que nos acompaña desde que podemos recordar, que no nos abandona ni en sueños, que sigue hablando en pensamientos mientras callamos.

Hay varios tipos de narradores: el omnisciente, que está por encima de la trama y de la acción, sabe todo lo que ocurre y lo que ocurrirá; el protagonista, que es a la vez personaje protagonista y narrador, solo puede contar las cosas desde su punto de vista, y, finalmente, el testigo, que es cuando el narrador no es el protagonista sino un personaje secundario. Los dos últimos pueden denominarse como narradores deficientes en oposición al primero que lo sabe todo. Pues bien, la mayoría de las veces somos narradores deficientes, casi siempre protagonistas, aunque a veces podamos creer que lo sabemos todo o nos consideremos las víctimas de una conspiración.

Todavía hay una complicación más: el autor no es el narrador. El autor crea al narrador. Mi teoría es que nosotros somos los autores, dramaturgos, novelistas o cuentistas de nuestra vida, pero como cualquier autor necesitamos servirnos de una voz que cuente nuestra historia. Esa voz, la del narrador, es nuestro yo consciente. Dicho de otra manera, la consciencia de esa voz, la consciencia de que es siempre la misma, cuente lo que cuente y lo haga a través de los medios que lo haga, es lo que nos aporta la sensación de autoría. A veces la voz se expresará mediante un monólogo, a veces, a través de la narración de un cuento y, a veces, mediante el protagonista de una historia épica. Con frecuencia nuestro protagonista estará inmerso en conflictos tan intensos con otros personajes que no podrá hablar de sí mismo sin hablar de ellos: del antagonista, del ser amado, del opresor, etc.

Pero es importante no perder de vista el hecho de que el narrador no es el autor. Sobre el narrador se puede alcanzar cierto grado de dominio ejercitándose mucho, pero el autor de carne y hueso nos pertenece solo hasta cierto punto, porque ni todo en él es consciente, ni depende solo de sí mismo. No es alguien sobre el que tengamos un control absoluto, tampoco sobre la imagen que proyecta, sólo podemos influir en él mediante el ejercicio del rol de narrador: contando buenas historias en las que los personajes estén bien construidos, cuyas tramas no sean una monótona repetición, que no sean historias de buenos y malos, que admitan la complejidad y la sencillez de la vida, en las que el papel que se le asigna al protagonista sea creíble y no excesivamente parcial (aunque nuestro protagonista tenga razón, todos pueden tener sus razones). Historias cuya dinámica sentimental dé cabida a las más diversas pasiones y a la razón y que no le pidan al protagonista objetivos imposibles que le condenen al fracaso (salvo que tenga debilidad por la tragedia) o a culpar a otros de sus errores cayendo en un realismo vulgar.

Cuando la persona hace bien ese trabajo y concibe la construcción de su personaje como una obra de creación, es más dueña de sí misma y dispone de elementos más sólidos para sustentar su autoestima.

La ventaja del arte es que cuando consigue su propósito también tiene efectos sobre los demás a través de la obra artística.

Llegados a este punto, la persona que padece cualquier trastorno alimentario relacionado con su imagen me parece un narrador deficiente: unas veces cuenta la historia desde el punto de vista de un actor demasiado preocupado con la visión del público (el espejo que nos engaña) y otras como la víctima de las circunstancias. Su deseo desesperado de adaptarse a los criterios que cree que siguen los demás implica una enorme necesidad de sentirse integrado, incluido, aceptado…, pero elige el camino equivocado: trabajar de afuera hacía adentro, sin defender al personaje que ha creado, sin exigir respeto por sus derechos, sin profundizar en sus motivaciones, sin tratar de explicar supuestas rarezas o simples diferencias; en definitiva, sin aceptar a su personaje. El resultado no solo es doloroso para el actor protagonista, sino que su interpretación está lejos de ser lo que el público quiere ver.

¿Terapia? Hablar de psicoterapia en este contexto significa conectar con el autor de carne y hueso, aunque sólo podamos hacerlo dialogando e interactuando con el narrador. Con frecuencia, el protagonista está tan sumergido en su problema que no es capaz de ver más allá. En ese caso hay que ayudar al narrador a recuperar su propia voz. A que sea capaz de hablar del problema y de su personaje como cosas distintas; como cuando hacemos un role-playing y podemos comentar lo que ha sentido, hecho o pensado nuestro personaje. Se trata de un efecto parecido al de la externalización del que habla la terapia narrativa. Recuperada su voz, el narrador puede contar la historia de otra manera. No se trata de inventar, sino de recrear la historia, partiendo de los mismos elementos, pero de una forma nueva y creativa. Creo que ese es un reto al que se enfrenta la mayoría de los artistas. La ventaja del arte es que cuando consigue su propósito también tiene efectos sobre los demás a través de la obra artística. Claro que las personas “no artistas” también pueden producir efectos en los demás a través de los cambios en la propia vida entendida como una obra, si no artística, sí al menos de creación personal.

Alfonso Ramírez de Arellano
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