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El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde (1854)

domingo 17 de julio de 2016
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Oscar Wilde

Oscar Wilde recrea en El retrato de Dorian Gray uno de los grandes anhelos humanos, el deseo de la eterna juventud, de la inmortalidad del cuerpo joven y bello. Un tópico abordado por muchos escritores a lo largo de la historia, pero todos desde diferentes perspectivas. En el caso de Wilde, queda manifiesto su interés por denunciar, a través de aquel retrato, la doble personalidad que subyace en los seres que no pueden permanecer fieles a una moral y la trasgreden a conciencia, aun sabiendo que están haciendo el mal, pero la vanidad y el instinto supera su razón. La novela, por cierto, aborda también otros aspectos, tocando a través de la metáfora valores y sentimientos de la psicología humana.

El cuadro, el arte, acusa y enseña los más profundos reticulados del alma humana en esos pliegues que dibuja.

En el plano anecdótico, Dorian Gray, al verse retratado en la tela por su amigo pintor, se enamora de sí mismo, del joven apuesto que aparece en aquel retrato, y surge en su espíritu el deseo obsesivo de no envejecer jamás. Deseo que se cumplirá; sin embargo, ocurre algo todavía más extraño, que viene a realzar esta alegoría, su retrato comienza misteriosamente a envejecer como si tuviera vida; en tanto Dorian, el hombre de carne y hueso, se mantiene ileso al paso del tiempo. La ficción, la fantasía, termina siendo completamente convincente para el lector, porque comenzamos a ver las marcas de la vejez que va acuñando el retrato de Dorian, oculto en el desván donde nadie pueda ver tales cambios, capaces de horrorizar a sus conocidos, porque la pintura va acusando una por una las caídas y pecados del arrogante Dorian, mientras su figura real se mantiene incólume.

La novela viene a cuestionar también, y muy profundamente, sentido y valor del arte, en tanto elemento capaz de transformar y modelar a los individuos. El fracaso de la actuación de Sibila la noche en que Dorian, enamorado de su arte, lleva a sus amigos con el propósito de sacarla del anonimato y llevarla a las grandes salas de teatro, será el detonante principal de su tragedia posterior. No podrá resistir la realidad a secas, el amor real de Sibila, quien lo ama, y la abandonará violentamente, mientras ella, contrariamente a lo que ha sido en tanto actriz, no podrá soportar lo contrario, es decir, el amor teatral, la actuación, la ficción. Hay aquí en estos hechos proyectados un intento muy claro de mostrar y reflexionar entre arte y ficción. Al igual de lo que está pasando entre el cuadro y Dorian, el cuadro, el arte, acusa y enseña los más profundos reticulados del alma humana en esos pliegues que dibuja; el hombre de carne y hueso, en cambio, pasa por el mundo real inadvertido, casi incólume, si no fuera por el arte, por aquel cuadro que es capaz de retratarlo en todas sus dimensiones, llevándolo al plano de la reflexión y del conocimiento de sí mismo. Genial será el desenlace, cuando las cosas vuelvan a la realidad y el retrato siga reflejando como en un principio al apuesto Dorian, mientras el hombre de carne y hueso acusa las huellas del paso del tiempo y las magulladuras de su vida.

En consecuencia, en El retrato de Dorian Gray nos enfrentamos a una novela de tesis, que permite muy variadas lecturas; la más sencilla, sin duda, y la que ha terminado por convertirse casi en un cliché en el transcurso del tiempo, incorporándose al habla común toda vez que decimos a alguien “eres el retrato de Dorian Gray” casi como un piropo: en circunstancias que la metáfora de Oscar Wilde abarca otros planos más profundos, muchos de los cuales constituirían más ofensa que elogio. Porque el retrato apunta a revelarnos esos lados más oscuros del alma humana, como bien lo expresa finalmente la novela, acuñando las perversidades que habitan en toda alma viviente, pero por sobre todo en los seres que, aún conscientes de sus deslices, incurren en ellos movidos por la vanidad y por el misterio del inconsciente.

Miguel de Loyola
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