“Todos hemos tenido esa experiencia de leer y releer un texto porque encontrábamos en ese texto una especie de totalidad, de intensidad de aquello que quisiéramos descubrir en el mundo, que no alcanzamos a formular exactamente y que esa lectura nos ponía en evidencia. Esta es mi primera experiencia de lectura de Faulkner”.
Juan José Saer
Hacia 1929, William Faulkner escribió la más afanosa aproximación al inasible problema del tiempo. En el rústico sur de su país inventó una familia, los Compson. Y desde ellos, una historia que se presume desgarrada e inolvidable, pero que nunca se expone al lector. Tampoco hay narrador cabal: quien narra desconoce, por eso narra. Lo que sucede es el lenguaje: cuatro personajes relatan, en El sonido y la furia (1929), no lo que acaece sino el instante del acaecer, la experiencia muda de la palabra que enuncia el suceso que se pretende contar desde una argamasa en la que los discursos se cruzan y superponen en la imposible obsesión de decir el presente de la narración:
Ya os dije que Madre estaba llorando, dijo Quentin. Versh me cogió en brazos y abrió la puerta trasera del porche. Salimos y Versh cerró y la puerta se puso negra. Yo olía a Versh y lo sentía. Ahora quedaros callados. Todavía no vamos a subir. El señor Jason dijo que subierais enseguida. Dijo que me obedecierais. Yo no te voy a obedecer a ti. Dijo que a mí. Verdad, Quentin…
En el tempestuoso mar donde sobrevive la furia del relato, alguna voz se abre para dejar salir un sonido que parece comprender el sentido del tiempo y del destino:
Un hombre es la suma de todas sus desdichas, y cuando parece que la desdicha se cansa, entonces el tiempo es la desdicha.
Hay una manera de abordar la narrativa de Faulkner que no se corresponde con los modos habituales de leer: la lectura simultánea, que parece suscitar un texto como El sonido y la furia, invita a la inaudita operación de atender a todas las voces fracturadas de todos los personajes, que a su vez dicen a los personajes sin voz. Esa alucinación lectora, esa desmesurada empresa que pone la fragilidad del hombre frente a un lenguaje inescrutable, es el verdadero propósito de Padre regalándole un reloj a Quentin:
Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas intentando someterlo. Porque nunca se gana una batalla, dijo. Ni siquiera se libra.
La derrota como supremo destino es la lección de Faulkner. En el centro de esa derrota late, imperturbable, la descomposición del tiempo. Los muchos y diversos rostros del tiempo, desnudados por el filoso acero de su novela. La obsesión del lenguaje faulkneriano, disruptivo y audaz para escapar de todas las tradiciones narrativas que presidieron el orden y la racionalidad, es la epopeya formidable que da cuenta de ese fracaso. La literatura de Faulkner vino a decir el tiempo como vacío inevitable inventando un lenguaje que develara esa humana intensidad.
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