
En paridad con ciertos cuerpos celestes o con algunos fenómenos atmosféricos, hay carreras artísticas que hacen palpables las líneas de una trayectoria, que son vocaciones antes las cuales el público receptor anticipa una zona de llegada. La filmografía del director argentino Santiago Mitre autoriza este proceso de semiosis, pues desde su ópera prima El estudiante (2011), pasando por La patota (Paulina) (2015), hasta La cordillera (2017), su búsqueda ha sido la de contar historias cuyo centro de gravedad es la política, sea de manera directa, tal como ocurre en El estudiante y en La cordillera, o de forma oblicua, como lo presenciamos en la pertinaz idealista Paulina del filme La patota. De manera que Argentina, 1985 (2022), la nueva obra de Mitre, resulta una constatación de lo que hemos esperado del cineasta. Cómo no imaginarlo convirtiendo en imágenes en movimiento la última dictadura militar de Argentina, uno de los eventos más traumáticos de la historia de esta nación. Sin ahondar en un filme que, a mi entender, toda persona debería disfrutar entero, paso ahora a apuntar algunas breves pistas provechosas al momento de darle un visionado.
Las narrativas importan
Jonathan Gottschall, quien tras examinar varias esferas de la praxis humana concluye que somos Homo fictus, a saber: animales que viven de narrativas, sostiene en su más reciente ensayo, The Story Paradox: How Our Love of Storytelling Builds Societies and Tears Them Down, que las narrativas pueden construir civilizaciones, pero pueden desintegrarlas por igual. De cierto modo, Argentina, 1985, dota de cuerpo a ambos lados inherentes a las narrativas, por cuanto al paso que la dictadura es demolida por la exposición de los miles de casos de torturas y desapariciones en el juicio propiciado por el fiscal Julio Strassera (Ricardo Darín), una sociedad democrática empieza a levantarse.
Para los estudios cognitivistas, las narrativas importan debido a que son unidades de sentido que corrientemente están constituidas por las causas, la preparación, el evento, los efectos, y las posteriores repercusiones. Una narrativa puede socorrernos a fin de que entendamos algo cabalmente, en virtud de que ayuda a conceptualizar, unir elementos dispersos o caóticos, asignar roles (el héroe-la víctima-el villano), brindar una secuencia de acciones, dibujar un rostro concreto de los agentes y los receptores de las acciones, o traer a la superficie narrativas arraigadas en la cultura. En su ensayo The Political Mind: A Cognitive Scientist’s Guide to Your Brain and Its Politics, el científico y lingüista cognitivista George Lakoff revela que las narrativas se conectan con las áreas de nuestro cerebro encargadas de las emociones. Decididamente, las narrativas sacuden nuestro ánimo.
En Argentina, 1985, las narrativas importan, visto que las víctimas tienen un nombre y una biografía, y porque los eventos fragmentados de la violencia que sufrieron pueden ser explicados coherentemente mediante la estructuración de una historia.
Un aliado devoto de las narrativas es la intertextualidad. Nos cuenta el científico cognitivista Mark Turner, en su ensayo The Literary Mind, que los procesos mentales que participan cuando interactuamos con ficciones son los mismos del pensamiento cotidiano. Desde su óptica, las ficciones cumplen una función conceptual, ya que proyectamos las historias sobre las experiencias que encontramos al objeto de entenderlas mejor. De allí que, pongamos por caso, hace poco pudimos ver a activistas feministas citando la novela El cuento de la criada, de Margaret Atwood, con el propósito de explicar mejor las recientes leyes contra el aborto en varios estados de Estados Unidos. Dicho esto, atendamos con sumo interés el uso de La divina comedia, de Dante, por parte de Strassera, en el conocido Juicio de las Juntas.
Cuando usamos las palabras de las prácticas discursivas de nuestros adversarios, quedamos atrapados en su razonamiento.
No pienses en un elefante
Con la orden “no pienses en un elefante” George Lakoff demuestra que aun cuando neguemos el concepto que acompaña a una palabra, la mera mención de ésta nos lo impone. Dicho en términos políticos, cuando usamos las palabras de las prácticas discursivas de nuestros adversarios, quedamos atrapados en su razonamiento, reforzamos el marco con que ellos dan sentido a las cosas. Ilustremos esto con el concurrido señalamiento por parte de gobiernos dictatoriales de que quienes protestan pacíficamente son “terroristas”. Desde el prisma lakoffiano, quien discute este asunto tomando como referencia el marco del terrorismo favorece la visión del gobierno y, a no dudarlo, justifica indirectamente sus acciones violentas. Conviene tener esto en cuenta cuando Jane Springer señala que los genocidas adoptan el marco de la guerra para justificar sus crímenes ante la justicia internacional. Retengamos, por tanto, la máxima lakoffiana de remarcar el asunto. En una palabra, una reformulación ha de recalcar que no hubo guerra, debido a que las víctimas fueron civiles desarmados y sin ningún adiestramiento militar. Por consiguiente, lo que hubo fue un genocidio.
Un drama con ingredientes noir y policiaco
Puesto que a Strassera y su equipo los acecha la mano criminal de aquellos a quienes llevarán ante la justicia, el filme también es un thriller político que se cuenta con recursos que dibujan esta sombra amenazante, lo que en su mejor momento alcanza intensidades paranoides. Mitre, por tanto, echa mano de planos subjetivos, focaliza detalles, opta por los tonos sombríos de la paleta, pone la cámara a observar desde un objeto de desconfianza, entre otros recursos que no se agotan con este comentario. Así pues, Argentina, 1985, entra en la órbita de un cine que inventa lo mejor del continente en materias noir y policiaca. Suelto algunos títulos que me acuden: Invasión (1969), de Hugo Santiago Muchnik y cuyo guion se lo reparten Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares; La señal (2007), de Ricardo Darín; El secreto de sus ojos (2009), de Juan José Campanella, a partir de la novela La pregunta de sus ojos (2005), de Eduardo Sacheri; Las viudas de los jueves (2009), de Marcelo Piñeyro, adaptación de la novela homónima de Claudia Piñeiro; Carancho (2010), de Pablo Trapero; Tesis sobre un homicidio (2013), de Hernán Goldfrid; Betibú (2014), de Miguel Cohan, otra obra de Claudia Piñeiro vertida en imágenes fílmicas; El clan (2015), de Pablo Trapero; El ángel (2018), de Luis Ortega; Rojo (2018), de Benjamín Naishtat, y de este mismo año, Un crimen argentino (2022), de Lucas Combina.
Las nuevas generaciones
Una de las figuras que más me han atrapado de obras sobre la dictadura de Pinochet en Chile, tales como el filme Los transplantados (1975), de Percy Matas, y las novelas Formas de volver a casa (2011), de Alejandro Zambra, y La dimensión desconocida (2016), de Nona Fernández, es la figura del hijo que interpela a los padres para saber qué hacían mientras otros eran torturados o desaparecidos o para entender por qué fueron laxos en su defensa del derecho a la vida, o cuando menos para distanciarse de ellos, como lo apreciamos en la novela La resta (2014), de Alia Trabucco. Por lo que sé gracias a mi campo de estudio conceptual, los conceptos se distribuyen heterogéneamente en una sociedad y se redistribuyen de acuerdo a las particularidades de los giros de las coordenadas espaciotemporales. Dicho con sencillez, los conceptos que dan sentido al mundo para una generación sufren modificaciones o simplemente desaparecen para las siguientes. Esto, en el fondo, se debe al factor experiencial que subjetiva a la generación que crece. De manera que hay conceptos que se impugnan entre generaciones, lo que causa incomprensión entre ambas. Esta condición es un elemento clave en la conformación del equipo legal que respalda a Strassera en el caso, cuya cara más representativa es el joven fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo, a quien mimetiza el actor Peter Lanzani.
Argentina, 1985, viene a ampliar un inventario de metrajes que desde sus particulares indagaciones muestran distintas dimensiones de la dictadura militar.
Videla y la junta militar en la gran pantalla
Argentina, 1985, viene a ampliar un inventario de metrajes que desde sus particulares indagaciones muestran distintas dimensiones de la dictadura militar, empezando por La historia oficial (1985), de Luis Puenzo, obra protagonizada por los primerísimos actores Norma Aleandro y Héctor Alterio que conquistó el premio Óscar a la mejor cinta extranjera en 1986. Puenzo convenció a la Academia con su historia sobre el infame robo y la adopción clandestina de los hijos de las víctimas desaparecidas. Doy algunos nombres adicionales que integran este conjunto: La noche de los lápices (1986), de Héctor Olivera; El censor (1995), de Eduardo Calcagno; Garage Olimpo (1999), de Marco Bechis; Kamchatka (2002), de Marcelo Piñeyro; Crónica de una fuga (2006), de Israel Adrián Caetano; Infancia clandestina (2011), de Benjamín Ávila, y Capitán Kóblic (2016), de Sebastián Borensztein. A mi juicio, tienen cabida en esta enumeración filmes que miran a la dictadura de manera lateral, en su radio de influencia y en sus repercusiones. Ejemplos que nos instruyen en este punto son las cintas Vidas privadas (2001), del también músico Fito Páez; El secreto de sus ojos, del cual digamos de paso que es el segundo filme argentino en hacerse con un Óscar; El clan y, lo que también vale para Un crimen argentino, en el que la voz cínica de Videla al inicio contextualiza el problema de las desapariciones forzosas.
Rock contra el poder
Cuenta el prestigioso crítico e historiador de la música Ted Gioia que, según lo atestiguan documentos desclasificados, la policía política de Alemania del Este, a la sazón uno de los satélites de Unión Soviética comunista, seguía muy de cerca los movimientos de los punketos. La razón de fondo de este comportamiento puede explicarse con la concepción del rock dada por el filósofo Cristóbal Camejo en una entrevista radial con Elvis Morales emitida en 2022: el rock urde una contracultura. Esta cultura alterna, claro está, representa una amenaza contra cualquier proyecto de instaurar una sociedad moldeada a la voluntad de un tirano. Por su naturaleza rebelde, el rock se les resbala de las manos a los enemigos de la libertad. En cambio, cuando el rock es desnaturalizado y puesto al servicio del poder y sus inefables intereses, no es más que un simple panfleto y de inmediato se pasa al banco de los cómplices de atrocidades, por cuanto su música es el altoparlante de la tiranía, la flauta encantadora que empuña para llevar a la sociedad a su ruina y, eventualmente, al matadero. Visto esto, nos resulta coherente encontrar que en el aire de libertad de Argentina, 1985, viajan las vibraciones de la música rock, entre las cuales descuella un Charly García gratamente sentencioso: “Mamá, la libertad siempre la llevarás / dentro del corazón / te pueden corromper / te puedes olvidar / pero ella siempre está”.
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