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El horizonte traicionado

domingo 22 de mayo de 2022
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El horizonte traicionado, por Sergio Borao Llop
Nuestras balas harán llorar a sus mujeres. / Te harán llorar a ti, mi amor, sus proyectiles. Imagen: Stefan Keller • Pixabay

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2022 en su 26º aniversario

Águilas manchadas

Ayer, el fuego se hizo dueño de la tierra
calcinando la cordura de los hombres:
Altas torres de un humo envenenado,
llanuras alfombradas de cadáveres,
y una triste verdad que nadie pronunció.

Hoy se elevan de nuevo las águilas oscuras
ensombreciendo los destellos de la aurora.
Sus negras alas cubren de horror el firmamento
y rompen en pedazos el canto de los ángeles.

Mañana, el sanguinario ciclo recomienza:
Caerán devastados los templos milenarios;
perecerán sin solución los niños y sus madres
mientras buscan un pedazo de pan entre las calles
o el recuerdo de un tiempo que nunca conocieron,
o siquiera una razón para tanta barbarie.

Así, el odio se instalará definitivamente
en los hambrientos corazones de los supervivientes
que no han de conocer más paz que la insidiosa muerte,
ni otra forma de vida que el eterno destierro.

¡Detén tu vuelo, pájaro maldito!
Cesen tus alas de manar metralla,
que el cielo no se hizo para tu sed de sangre
ni la tierra merece tus heces asesinas.

¡Detente! No permitas
que tus alas se tiñan con la sangre inocente.
No levantes el vuelo, águila homicida,
que el llanto de las viudas y los huérfanos
ha de ulcerar los mares con la sal de tu infamia.

Detente, ave insaciable,
antes de mancillar el nombre de tu raza,
que un solo muerto es un insulto hacia los dioses
y el exterminio de un único árbol
es causa de vergüenza para el cosmos.

 

Despedida

No volverán mis manos a tus manos.
No volverán mis ojos a mirarte.
No rozarán mis dedos tus cabellos.
No gozarán mis labios tu epidermis.

Son demasiadas las balas disparadas.
Demasiadas las batallas que nos vieron
caer entre lamentos para no levantarnos.
Pocos serán los hombres que hayan de regresar.

Contra el sueño incendiado de la tarde,
rostros anónimos en el silencio yacen.

No hemos de regresar, que nadie espere
nuestras bocas de pan frente a la plaza
que una tarde lejana contempló la partida.
Nadie sobrevivirá cuando la noche
se nos trague entre metralla y fuego
y agudos alaridos resuenen por el bosque
sin herir los oídos de quien mueve los hilos.

Matando sin motivo, moriremos.
Muriendo sin motivo, mataremos.
Nuestras balas harán llorar a sus mujeres.
Te harán llorar a ti, mi amor, sus proyectiles,
mas no olvides jamás que el asesino
no es el soldado triste que dispara
sino aquel que le manda en la distancia
sin que impregne sus manos el olor de la pólvora.

Quiéreme si algún día recibes esta carta.
Sólo un minuto acuérdate del sueño compartido,
los alegres encuentros, las tardes, las caricias.
Después recuérdame sin una sola lágrima.
Mi sangre ya te busca desde el subsuelo fértil,
atravesando el cerco desolado de cenizas,
surgiendo renovada sobre la tierra estéril.

 

La tierra carmesí

Todos los nombres perviven en el aire.
Todos los rostros.
Todas las canciones.

Después llegó el estruendo.

¿Cuánto tiempo hace falta para zanjar una disputa?
¿Cuántas vidas truncadas? ¿Cuántas lágrimas?
¿Cuántos litros de sangre
anegando la tierra, que a nadie discrimina?

La luz del estallido
no es luz sino tiniebla.
El ruido del disparo
es la proclama del peor silencio.

Canes en llamas pueblan tus ciudades.
Fantasmas y lamentos. Ruinas.
Escombro y humo, calles resquebrajadas,
edificios desiertos, renegridos.

¿Hacia dónde mirar sin someterse
al más turbio presagio? ¿Qué nos queda?

Tan sólo la esperanza de la lluvia.

 

Insumisión

Miradles caminar.

Miles de hombres caminan
con rumbo a su destino, desconocen
cuál ha de ser su suerte en la batalla.

Atrás quedaron montes y arboledas,
atrás frutales, huertas y secanos,
atrás quedó la tierra abandonada.

Atrás quedaron madres, atrás novias,
atrás esposas, hijos, camaradas,
atrás el pueblo anciano sin semilla.

Hoy todo es el camino sin reposo,
todo es fila de a cinco y uniforme,
todo calor y polvo y estandarte.

Millares de ojos miran fijamente
delante de los pies, la carretera.
Mientras caminan, piensan:

¿A quién he de matar? ¿Al campesino
que abandonó su tierra y su cabaña
arrastrado por desconocidos
bajo pretexto de servir a la patria?
¿Al obrero industrial? ¿Al jornalero?
¿Es mi destino exterminar al hombre
que cosecha los campos, que trabaja las minas?

Quizá responde “¡no!” una voz de muy adentro.
De entre las filas surge un hombre nuevo
que arroja casco y arma y uniforme al suelo.

Es el hombre del alba que se acerca,
el emisario azul de la noche estrellada,
el que niega la muerte enfrentando la vida.

El hombre de la paz imprescindible.

Sergio Borao Llop
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