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A la sombra de mis lecturas

miércoles 26 de mayo de 2021
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A la sombra de mis lecturas, por Adolfo Marchena
Elevo mis ojos y me detengo ante los libros de mi biblioteca. Todos resultan hermosos ante mi mirada y cada título esconde un momento y un ambiente.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

En aquel lejano despertar, cuando comencé a leer mis primeros libros, ignoraba que la lectura tiene su origen en el año 3500 a. C. Desconocía que la imprenta moderna surgió en el siglo XV y, con ella, la difusión de los textos. A lo largo de la historia se han producido inventos como el fuego, la rueda, la pólvora o la bombilla. La lectura no deja de serlo, un gran invento, lo que supuso un hito que cambió nuestra historia como especie. Las únicas publicaciones que conocía, antes de aventurarme en la lectura de mi primer libro, eran las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Mi padre las devoraba desde que yo era un bebé al que tenían que acunar por las noches. Aquellas novelas del oeste se hicieron muy populares durante la década de los 60 del siglo pasado. Constaban de unas cien páginas en una impresión barata. Mi padre poseía cuatro o cinco ejemplares en propiedad, con títulos como El sheriff del presidio o La nobleza de un vaquero. Al concluir su lectura, las intercambiaba con los amigos o en el quiosco, por alguna peseta de la época. Cuando íbamos de visita a casa de algún familiar y me dejaban suelto, lo fisgaba todo, y también enredaba con las novelas de corte romántico, de María del Socorro Tellado López, conocida como Corín Tellado. Entonces, los autores cobraban por obra entregada, no por número de ventas. Aquellas novelas, llamadas de bolsillo, fueron las primeras publicaciones a las que tuve acceso. Más adelante, en los años 70, cuando aprendí a leer, encontraría acomodo en las historietas, los tebeos o el llamado cómic español. En mis manos fueron cayendo las aventuras ilustradas del Capitán Trueno, el Jabato, las Hazañas bélicas, el Coyote y, evidentemente, las creaciones de Francisco Ibáñez, como Mortadelo y Filemón, Rompetechos o El botones Sacarino. Decía Vladimir Nabokov: “Saber que tienes algo bueno para leer antes de irte a la cama es una de las sensaciones más agradables”.

Los géneros literarios marcan, de algún modo, ciertas pautas, y éstas nos ofrecen la posibilidad de descubrir infinitos escenarios y personajes.

Corría el año 1975. Por aquel entonces yo contaba nueve años y mi familia vivía en un piso del barrio del Pilar, en la tranquila ciudad de Vitoria. En España, durante la madrugada del 20 de noviembre de ese año moría Franco y, con ello, se daba paso a la transición y, posteriormente, a la democracia. Desconocía, entonces, lo que aquello significaba aunque, en mi recuerdo, anidan imágenes de aquella época en blanco y negro. Tiempos de pantalones de campana, gafas grandes y moda ye-yé. Todavía se ejercía la censura, como sucedió con la obra Leila, publicada por la editorial Gisa, y Concepción y anticoncepción, de Serge Mongeau, en enero de 1975. Ajeno a los percances de la sociedad, mi vida transcurría en la calle, donde los chavales jugábamos a las canicas, los calendarios, la peonza o las chapas. Entonces, uno se podía divertir en la plaza y sus aledaños sin que nadie nos increpara, salvo los chavales más mayores y nuestras madres, cuando nos llamaban desde las ventanas para regresar a casa. Ese año, cursaba tercero de la EGB. Por mi cumpleaños, en agosto, me regalaron el libro La Jerusalén libertada, de Torcuato Tasso. Un libro que contenía sesenta páginas ilustradas y pertenecía a la Colección Historias Selección, publicado por la editorial Bruguera. Lo leí con avidez, lo que me llevó pocas noches terminarlo. En mí quedó grabada la sensación de no desear que concluyese. Entonces, como sucede ahora, leer me proporcionaba un estado de evasión y tranquilidad, en aquellos tiempos que transcurrían sin que yo me percatara de su fugacidad. Todo desaparecía con la lectura, salvo la fiebre; tan dado era, en mis mocedades, a coger catarros. La lectura me ofrecía lo que hoy, puedo decir que potenciado, se transforma en un ambiente, una musicalidad; incluso un ritmo que me obligaba a leer, según se desarrolle la historia, a un mayor o menor ritmo. A día de hoy procedo con la misma dinámica y, en ocasiones, me sorprende el amanecer y yo continúo leyendo. La musicalidad de Viaje al fin de la noche, de Céline, difiere mucho de los poemas de Tranströmer o La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Los géneros literarios marcan, de algún modo, ciertas pautas, y éstas nos ofrecen la posibilidad de descubrir infinitos escenarios y personajes. Todo cabe: lo trágico, lo inverosímil, la pasión o el reencuentro. Con esa edad y, después de leer mi primer libro, quise saber y conocer aspectos sobre el autor como su trayectoria o su biografía. Fue algo intuitivo pero, entonces, investigar este tipo de datos resultaba difícil; no existía Internet y las enciclopedias escaseaban. Hoy es el día en que todavía conservo esa costumbre; ahondar en todo cuanto me permita conocer a los autores. No todos —resultaría imposible—, pero sí indago en las vidas de algunos que han llamado mi atención, un hecho que me facilita una mayor comprensión frente a la narración o el poema. Decía Jorge Luis Borges: “Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que lee”.

No puedo concebir un mundo sin libros o bibliotecas. No sólo por esos beneficios que, dicen, aporta la lectura: se aprende, puede ser terapéutica, mejora la memoria, estimula el pensamiento analítico o amplía el vocabulario. Considero que existe algo más. Algo que atañe a las sensaciones y a la percepción; la magia o ese duende, que poseen ciertos cantaores de flamenco. Todos los personajes de un libro —sea ficción o realidad— se mimetizan con el lector y su historia, de alguna manera, pasa a ser tuya, formando con ello parte de tu vida. En este sentido, también podemos contemplar el libro como una herramienta. Un libro de cocina, por ejemplo 1.080 recetas de cocina, de Simone Ortega, ha viajado conmigo a todos los lugares donde he vivido. Una guía que me ha ayudado, evidentemente, a cocinar o perfeccionar platos cuyas recetas ya conocía. Este libro forma ya parte de la historia de la gastronomía española. Y cuando hablo de gastronomía, también me refiero a otros campos como la astronomía, la física o las diferentes razas caninas. Resulta evidente que, lo que ahora encontramos en Internet, antes se hallaba en aquellas enciclopedias que se vendían en las casas y que no todas las familias se podían permitir. Entonces no había tanto temor a abrir las puertas y, cuando sonaba el timbre, te podías encontrar con un vendedor que te ofertaba enciclopedias universales o temáticas, cuyo pago, para una mayor facilidad, se podía fraccionar en plazos. Vendedores a los que invitaban a entrar al salón y a los que, incluso, se les ofrecía un café en espera de que desplegasen toda su verborrea para venderte el producto. Después de La Jerusalén libertada me aficioné a las aventuras de los Hollister, una serie de 33 libros de literatura infantil escrita por el estadounidense Andrew E. Svenson, bajo el seudónimo de Jerry West. Recuerdo, en la cabecera de las portadas, la banda anaranjada que contenía el título y el dibujo que mostraba sus cinco protagonistas. En esta línea se encontraban los libros de Los cinco, otra colección publicada por la escritora inglesa Enid Blyton. Sus protagonistas eran dos chicos y dos chicas, acompañados por un perro, Tim. Durante esos primeros años, descubrí también los libros policíacos escritos por Agatha Christie. Me gustaban, sobre todo, aquellas novelas en las que los protagonistas eran Hércules Poirot o Miss Marple. Otro autor que me viene a la memoria es Arthur Conan Doyle y su mundo holmesiano. Ese “elemental, querido Watson”, que alguien se debió inventar, pues su protagonista nunca lo expresó. Evidentemente, no puedo dejarme en el tintero a Julio Verne, de quien recuerdo haber leído Veinte mil leguas de viaje submarino, Viaje al centro de la Tierra o La vuelta al mundo en ochenta días. Julio Verne ha influido no sólo a otros escritores, también a científicos, historiadores, académicos o astronautas. Tal es el poder de la lectura. Decía Miguel de Unamuno: “Cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee”.

Ahora me arrepiento de no haber estudiado más idiomas y reconozco el valor de aquellas personas a las que se les puede considerar como políglotas.

Durante los dos últimos cursos de la EGB comencé a diversificar mis gustos, con lecturas de libros como La perla, de John Steinbeck, o El viejo y el mar, de Hemingway, y me inicié en la poesía, cuyas primeras lecturas fueron las Coplas por la muerte de su padre, de Jorque Manrique, la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer —también sus leyendas—, Rosalía de Castro, cuyo primer poemario fue Follas novas y Espronceda, autor del poema Canción del pirata, que nos obligaron a memorizar en clase de lengua y literatura. Opino que también somos lo que leemos y, de hecho, ciertos comportamientos o movimientos surgen a raíz de la lectura de algún libro. Además de influencias tan difusas como la de Salinger sobre el asesino de John Lennon. En este sentido, para mí resultó novedosa, a la vez que pedagógica, mi introducción en el género del teatro. Esto sucedió al concluir octavo, es decir, acabada ya la EGB. Durante ese verano me centré principalmente en dicho género. Casi memoricé La vida es sueño, de Calderón de la Barca, y me sedujo mucho la Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo. Fui engrosando mis lecturas con obras como Fuenteovejuna, La dama boba o El perro del hortelano. Aunque con diez años escribí una novela del oeste (influenciado por Marcial Lafuente Estefanía) no fue hasta ese curso (octavo de la EGB) que comencé a escribir poesía y relatos. Aunque lo desconocía, intuía que la diversidad, respecto a los autores, las obras y los géneros, era de vital importancia para el devenir del estilo. En esa etapa de aprendizaje —algo que seguirá aconteciendo mientras vivamos— me dejaba columpiar de autor en autor, absorbiendo el estilo de cada uno y, con ello, forjando el mío propio y particular. El teatro, en este sentido, tuvo su relevancia, de cara al devenir de los diálogos, principalmente, además de la brevedad y lo conciso en las descripciones. Rondaba yo los paisajes y las estaciones e iba conociendo de primera mano las sensaciones de los primeros amores. Practicaba mucho deporte; incluso jugué en un equipo de fútbol durante dos temporadas (infantil y juvenil). Llegaron las primeras decepciones que, entonces, suponían todo un drama, y comencé a explorar la calle en todas sus vertientes. Sin embargo, la literatura y la lectura continuaban formando parte imprescindible de mi rutina, y lo que para muchos suponía una mera afición, para mí representaba una actitud, un compromiso, otra forma de vivir y canalizar las cosas. Nunca quise llamarlo trabajo si bien, la faena, comenzaba a ocupar muchas de mis noches. Hago un alto en el camino con el fin de sopesar el aspecto de la lectura en versión original o traducida. Y la respuesta es sencilla: versión original. En mi época, desgraciadamente, no se le daba tanta importancia a los idiomas, como sucede ahora, en la actualidad. Soy de la generación de los que aprendieron francés como lengua extranjera. Ahora me arrepiento de no haber estudiado más idiomas y reconozco el valor de aquellas personas a las que se les puede considerar como políglotas. Reconozco su importancia, no sólo en la lectura, también en las demás facetas de la vida. Respecto a las traducciones, pondré como ejemplo el poema “Aullido”, de Allen Ginsberg. En traducción de Rodrigo Olavarría comienza así: “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas / por la locura, hambrientas histéricas desnudas”. En otra versión, traducen: “He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por / la demencia, famélicas histéricas desnudas”. No se indica el nombre del traductor o traductora. Aunque, de lo que se trata, es de analizar dos versos (solo) que difieren, obviamente, según leamos a un traductor o al otro. De ahí, en mi opinión, la importancia que adquiere llegar a leer, si es posible, cada obra, en su lengua nativa. Decía C. S. Lewis: “Leemos para saber que no estamos solos”.

Con el transcurrir del tiempo mis lecturas se fueron haciendo cada vez más eclécticas. Antes de llegar a los veinte años, edad en la que se produjeron muchos cambios a nivel creativo, el libro que más me marcó fue Bajo las ruedas, de Hermann Hesse. Como ya he mencionado, respecto a la asociación entre autor y obra, también me interesé por la vida y la trayectoria de este escritor, poeta, novelista y pintor alemán. La lectura del libro Bajo las ruedas provocó en mí el deseo de conocer otras obras suyas como Siddhartha, El lobo estepario o Demian. El acto de la lectura es un enorme laberinto del que no puedes escapar; aunque tampoco te apetece hacerlo. Un libro te convoca a otro, como si de un mantra se tratase. Surgen permutaciones y combinaciones que, en este caso, abandonan toda probabilidad matemática para convertirse, precisamente, en eso, en un infinito campo de posibilidades o ese laberinto que ya he nombrado. En este período comencé a leer biografías, libros de filosofía y diversos ensayos. Echo la vista atrás y regresan títulos como El nombre de la rosa, de Umberto Eco, publicado en 1980. Los entendidos encontraron en la obra referencias de Jorge Luis Borges, Arthur Conan Doyle y el filósofo escolástico Guillermo de Ockham. Me atrajo mucho el ambiente que logra Antonio Muñoz Molina en el Beatus Ille, a la que siguieron El invierno en Lisboa y Beltenebros. Leí La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, lo que me condujo a la lectura de El misterio de la cripta embrujada y La verdad sobre el caso Savolta. Hasta alcanzar los veinte años, como decía, fui conociendo otros autores como Gerald Durrell, Jack London, Mark Twain o Carmen Laforet. En poesía descubrí poetas como Gabriel Celaya, Baudelaire, Mallarmé, Walt Whitman, Paul Éluard, Federico García Lorca o Gloria Fuertes, entre otros muchos. Comenzaron para mí tiempos de revistas impresas, lo que me hizo aferrarme aún más al papel. Sigo siendo partidario de este soporte y trato de huir, lo más que puedo, de las supuestas ventajas que me brindan unas tecnologías que dejaron de ser nuevas hace tiempo. Alguna vez lo he intentado, pero las pantallas me obligan a forzar demasiado la vista. Por otra parte, siento la necesidad de sostener el libro entre mis manos y pasar las páginas a medida que avanza la lectura. Dejar el libro en la mesilla después de marcar con un separador la página en la que me quedo y que, también, me indicará dónde debo continuar cuando lo retome. El único avance positivo que encuentro para el escritor es el tratamiento de texto. Aunque, quien haya escrito a máquina, recordará accesorios como el papel de calco, el corrector líquido o tipo papel, y esa melodía que brotaba del golpeteo con los dedos en cada tecla: tac-tac-tac… Tal vez me haya convertido en un nostálgico que evoca tiempos donde los documentos se archivaban en carpetas y los virus, de existir, hubieran sido el fuego o el agua. Dice André Maurois: “La lectura de un buen libro es un diálogo incesante en que el libro habla y el alma contesta”.

Tal vez pequemos al intentar publicar antes de tiempo. Ya se sabe: el ansia, la juventud, las falsas perspectivas.

La lectura no sólo me generaba respuestas; también me proporcionaba dudas. Reconozco que cuando comencé a escribir lo hice un tanto encorsetado. Y con la lectura me sucedía lo mismo. Fueron los libros, cómo no, los que me ofrecieron la respuesta. La década de los 90 del siglo pasado supuso un aprendizaje vital para mis letras; el estilo, la seguridad, la observación, incluso el atrevimiento necesario para afrontar un texto. Mirando hacia atrás, descubro que yo era una roca que necesitaba ser cincelada. Tal vez continúe siendo necesario; probablemente. Del mismo modo que se requiere de concentración y de atención, cuando de leer se trata, al escribir —sobre todo en los inicios— tienes que desprenderte de todos los estereotipos que la sociedad, la familia o la religión han ido inculcándote. Creerse, de verdad, que la imaginación no tiene límites; no sabe de fronteras ni banderas. Un libro sólo busca el exilio cuando pretenden destruirlo. Sin buscarlo ni pretenderlo encontré en Marcel Proust y En busca del tiempo perdido mi primer consejero paciente y silencioso. Otra faceta que tiene la lectura es que el libro, desde el momento en que te adentras en sus páginas, sólo se dirige y te susurra a ti. La obra, en ese momento de complicidad, ha decidido también abandonar al autor. Éste deja de serlo en el momento en que el lector toma o retoma la lectura de su obra. Es la interpretación de quien lee lo que cuenta incluso, en muchas ocasiones, sorteando la mismísima voluntad del creador. En esto, supongo, los críticos literarios sabrán mucho más que yo. En fin, a lo que iba: la lectura, en cierto modo, es como la música o la pintura. No en vano todas las artes se complementan. Asocio —ya lo manifesté— cada obra con una melodía. Una vez dispuesta la musicalidad en la obra de Marcel Proust, en ese momento, traté yo de emular la misma melodía. Así que escribí bajo la perspectiva de Marcel. Aclarar que no suponía un acto de plagio, al contrario, se trataba de ejercicios que, más tarde, me ayudarían a determinar mi propia personalidad literaria. Este, llamémoslo juego, lo llevé a cabo con otros autores, como Apollinaire o Hemingway. No fueron más de seis o siete autores, poetas y narradores de diversas generaciones o movimientos, los que engrosaron la lista. Muy diferentes unos de los otros en todos los aspectos. Dichos ejercicios concluyeron con Bukowski. Durante una temporada este escritor me influenció y me influyó en exceso. En ocasiones adoptamos, también, cierta pose, tratando de emular al autor y también a alguno de sus personajes. En torno a la figura de Bukowski se produjo un fenómeno que, todavía hoy, permanece vigente. Surgieron cantidad de escritores que buscaron perpetuar su estilo. El realismo sucio, cuyo precursor fue John Fante, se puso en boga hasta tal extremo que marcó una época, una tendencia y una etapa en la historia reciente de la literatura. Como decía, mis ejercicios concluyeron cuando me di cuenta de que no necesitaba parecerme ni compararme con nadie. Evidentemente debía ser yo, costase lo que costase y gustase a quien gustase. Encontrar, con ello, mi propia melodía. He llegado a la conclusión de que el estilo funciona como una duna móvil; nunca permanece quieto. Algo que comprendí con el transcurrir del tiempo, mucho más tarde. Al respecto, aclarar que esta es la fórmula que consideré más válida; la que me sirvió a mí; la que mi intuición y mi lógica me llevaron a adoptar como propia. Pensé también en el talento y recordé una frase de Hemingway que dice: “El talento es la forma en que vives tu vida”. En definitiva, la lectura supuso, y es, el arma que empleé para aprender —y continuar aprendiendo— a escribir. Tal vez pequemos al intentar publicar antes de tiempo. Ya se sabe: el ansia, la juventud, las falsas perspectivas. Es cuando entramos en terrenos cenagosos y desconocidos: las editoriales. Ante la pregunta: ¿qué le pedirías a una editorial para que fuera perfecta? Supongo que un cóctel en el que mezclar ingredientes como la honestidad, la profesionalidad y el rigor. Algo que, tal vez, vaya de la mano —hoy en día— de la inmediatez y el mercantilismo, dada la exigencia del mercado. Por desear, también eliminaría esos cenáculos que niegan su propia existencia aumentando, con ello, su tendencia y contradicción especulativa y recalcitrante. Hoy en día, casi todas las editoriales funcionan como una empresa. Pero este es otro tema y la lectura requiere de sosiego y tranquilidad. Dice Ralph Waldo Emerson: “No puedo recordar todos los libros que he leído, como no puedo recordar todas las comidas que he tomado; aun así, son quienes me han hecho”.

Con el transcurrir de los años me he vuelto más selectivo a la hora de escoger un título. Tal vez porque he adquirido otra percepción del tiempo y la visión es otra, según avanzan las edades y nos percatamos de que tenemos fecha de caducidad. Teniendo en cuenta que jamás podremos leer todos los libros que se han publicado y los que continuamente salen de imprenta, valoro cada libro como si fuera el último. El libro se convierte, en el momento en que lo abres, en un cómplice y aliado; en amigo que apenas exige un poco de atención. En mis lecturas, tengo por costumbre alternar un par de libros. Ahora mismo estoy leyendo Kapuscinski: una biografía literaria, de Beata Nowacka y Zygmunt Ziatek, y 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff. Abarco todo tipo de géneros, pero me centro principalmente en la novela y la poesía. Aunque, si debemos decirlo todo, confieso que también leo y ojeo los periódicos y los suplementos culturales, además de los prospectos médicos y las facturas. Hace un par de años comencé a releer obras que, en su día, dejaron su impronta. Las segundas lecturas dan otra visión del argumento, de los personajes, de la ambientación; de todo. Cuando concluimos un libro, nos queda una sensación que resulta fugaz y, más tarde, dicha historia se dispone a formar parte del recuerdo. En muchas ocasiones, dicho recuerdo es lo que deseamos creer y no la realidad que estableció aquel momento. No me atrevo a afirmar que solamente lea buenos libros. Leo los libros que yo considero me van a satisfacer y aportar algo. En ocasiones es el estado de ánimo el que me conduce a leer una determinada obra. Son muy importantes las primeras páginas, digamos que veinte o treinta, porque determinarán la continuidad o no de la lectura. No tengo inconveniente en abandonar un libro si no satisface mis expectativas. Tampoco estoy de acuerdo con esas listas que, de vez en cuando, se publican en los medios de comunicación con encabezados como: cincuenta libros imprescindibles o los mejores cuarenta libros de la historia. En mi lista no incluiría, entre otros muchos, el Ulises de Joyce, novela que he intentado leer en tres o cuatro ocasiones y no he podido terminar. Muchos se llevarán las manos a la cabeza, pero cuántos hay que afirman haberlo leído sin ni siquiera tenerlo en su biblioteca. La apariencia, como el ego, es una enfermedad muy dañina y contagiosa dentro del mundo de la creación. La lectura debe darnos otra libertad, al menos la de ser sinceros. Y, también, la permisividad que toda obra requiere, con el fin de ceñirnos a toda interpretación posible, sea esta de nuestro agrado, o no. Dice Robert Louis Stevenson: “Siempre tengo dos libros en mi bolsillo: uno para leer, otro para escribir”.

La sociedad debiera aprender de los libros: su paciencia y sosiego.

Podemos preguntarnos: ¿qué diantres es un buen libro? La respuesta más sencilla y evidente sería que debe resultar agradable de ver, como un cuadro o de escuchar, como una canción. Pero, con quién me quedo: con Picasso o con Turner; con Vivaldi o con Nirvana. De modo que la respuesta se convierte en algo abstracto, más allá de cualquier juicio salomónico. Desde luego que no se trata de una ciencia exacta. En mi opinión una obra debe transmitir y emocionar, cuando menos, y ofrecerte algún estímulo. Desear que el libro no concluya; lo contrario sería catastrófico. Y, por encima de todo, un libro debe estar escrito con honestidad. Se trata, en todo caso, de una carrera de fondo. Y no sólo interesa cruzar la meta; es necesario llegar en condiciones. Un libro —su lectura— debe seducirte, conseguir que las noches se hagan más cortas. O la mañana. El día entero. Elevo mis ojos y me detengo ante los libros de mi biblioteca. Todos resultan hermosos ante mi mirada y cada título esconde un momento y un ambiente. Cada uno guarda su personalidad; una historia que se nos desvelará frase a frase, lentamente. Se trata del momento y sus circunstancias, lo que determinará el acto de la lectura. No todos los días, por poner un ejemplo culinario, comemos patatas o pollo. Lo mismo sucede con la lectura y no es mi intención darme un festín con un único género. Se me ocurre citar tres títulos, al azar, de libros que reposan en mis anaqueles: Una vida ejemplar: memorias de Art Pepper, de Art y Laurie Pepper; La realidad y el deseo, de Luis Cernuda, y No hay bestia tan feroz, de Edward Bunker. Las bibliotecas también manifiestan su personalidad. Son capaces de aglutinar temáticas tan diversas como gotas de agua se concentran en la lluvia y, sin embargo, conviven en perfecta armonía. La sociedad debiera aprender de los libros: su paciencia y sosiego. La lectura, en definitiva, es aquello sobre lo que podríamos estar hablando el resto de nuestras vidas. Pero no merecería la pena. Es la lectura la que, de alguna manera, también forma parte de nuestros destinos. Por mi parte, siempre me quedaré a la sombra de mis lecturas, insatisfecho, porque el día que me sorprenda la parca, me cogerá sin haber concluido mis dos últimos libros.

Adolfo Marchena
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