
La playa de los ciegos
César Seco
Poesía
Imaginaria Ediciones
Colección “Voz del Numen”
Coro, Falcón (Venezuela), 2013
ISBN: 9801220759
63 páginas
No sería concebible una cultura sin el aporte sustancial de la poesía. El arte de la palabra, más allá de sus logros verbales o formales, ha prestado el vehículo de su lenguaje vertebrador al conjunto de las disciplinas que hemos denominado artes para enriquecerlas, conquistando en cada cultura un lugar de imprescindible referencia. En América Latina, la poesía ha venido fundando un espacio importante para el diálogo humano; a tal punto el aporte de nuestros poetas ha conseguido mostrarse con tal fuerza que, hoy por hoy, sería impensable hablar del fenómeno de una cultura sin referirse a ellos.
En Venezuela no podía ser distinto. Las voces poéticas nuestras se han colocado por derecho propio entre las más resonantes, haciendo crecer su radio de influencias. Si en el siglo XIX la voz de los románticos y neoclásicos fue decisiva para la consolidación de nuestra expresión, en el siglo XX la modernidad supo aquilatar su verbo en poetas de diversos signos y momentos como Ramos Sucre, Antonio Arráiz, Enriqueta Arvelo Larriva, Aquiles Nazoa o Vicente Gerbasi, y más adelante con Juan Sánchez Peláez Eugenio Montejo, Gustavo Pereira, Ramón Palomares, José Barroeta y Víctor Valera Mora, para nombrar sólo a algunos de quienes han sabido tener verdaderos lectores.
En la poesía de las regiones venezolanas la situación ha tenido un desarrollo más lento, pero igualmente significativo. El estado Falcón, en el occidente de Venezuela, ha sido tierra fértil en este sentido. Desde poetas fundadores como Elías David Curiel, Polita de Lima, Virginia Gil de Hermoso hasta otros como Rafael José Álvarez, Ramón Miranda, Hugo Fernández Oviol, Lydda Franco Farías o Paul González Palencia, han preparado el terreno a otras posibilidades como las que funda César Seco, quien es precisamente un poeta embebido no sólo en la observancia permanente de su paisaje o entorno, sino también en los autores esenciales del siglo XX, vigilante de las vastas ramificaciones de la poesía moderna, en cuanto ésta desea expresar la complejidad espiritual y existencial de un siglo que ha configurado una mentalidad fatigada por guerras, crisis, diásporas, luchas sociales, burocracias agotadoras, populismos fanáticos, demagogias seculares pero también iluminada por celebraciones colectivas, exaltaciones de la alegría o el derroche de los sentidos, y por ende, en los abismos donde hombres y mujeres han abrevado para expresar su dolor o alegría, en diálogo o antidiálogo con el existir profundo, con su soledad más legítima
La playa de los ciegos nos remite a la trágica vaguada ocurrida en el estado Vargas en 1999, acaso la mayor de nuestras tragedias.
Cuando el primer libro de Seco, El laurel y la piedra, se edita en 1991, ya aparece estampada en él la impronta de una voz interior que no hace sino proseguir una línea ascendente en otros volúmenes como Árbol sorprendido (1995), Oscuro ilumina (1999), Bosquejo (2000), El viaje de los argonautas (2004), Mantis (2004) y Caligrafía del aire (2004). Cuando el pasado año cayó en mis manos la antología poética publicada por Monte Ávila Editores Lámpara y silencio (2007) —donde se reúne parte de los libros antes citados—, me di cuenta del tamaño del poeta que habitaba esas páginas. Pudiera decirse que César Seco, en ese volumen, ya se percibe como un poeta que va más allá de lo sobresaliente, para ubicarse en el rango de lo esencial. A él conduce de modo natural no sólo lo más notable de las tendencias poéticas que le prefiguran en su región —Álvarez, Fernández Oviol, Miranda, Farías, Palencia— sino también de las corrientes que conforman la cultura popular de su tierra de nacimiento: música, plástica, costumbres y modos peculiares de lo falconiano que tienen lugar en la sierra, en el mar, o en la capital Coro, la ciudad venezolana más antigua.
César es coriano de nacimiento, en el sentido espléndido que puede tener este gentilicio cuando se aprecia en compañía suya por calles, avenidas, paseos, parrandas o bohemias secretas de esa ciudad, cuando su alma jovial viaja en anécdotas que él narra con orgullo exaltado, con voz y sonrisa contagiosas. Su sola salida por las calles de Coro puede ser todo un acontecimiento, al absorber a su paso una serie de saludos gozosos, diálogos pícaros, anécdotas de personajes o poetas de la antigua ciudad que él sabe referir con tanta gracia.
Decía que la lectura de Lámpara y silencio me había deparado una suerte de conmoción estética, en cuanto logré percibir allí varias cosas. La primera, una relación poderosa con su paisaje de origen, que da lugar a un ensimismamiento vital usado como herramienta para acercarse a las imágenes que componen su mundo interior; en segundo término, un punto de vista ubicado en los territorios de un viaje donde podemos detectar las voces de Orfeo y de los argonautas, en un periplo donde lo mítico intenta ser ámbito totalizador, para alcanzar momentos decisivos en el libro El viaje de los argonautas; en tercer lugar, la forja de una conciencia que ha encontrado un ámbito donde se dan cita el desgarramiento y la luz; es decir, una poética abierta a las exigencias estéticas de lo presente y su conciencia de ruptura con la tradición precedente, con una óptica que tiene en cuenta una esencial manifestación del pasado. Estas tres instancias vendrían a constituir lo que pudiera llamarse la dimensión abierta de una obra poética de gran personalidad, forjada en el cincelado de un lenguaje que no cesa un instante en contrastarnos con el mundo, de ponernos pruebas de fuego con respecto a la realidad, para que advirtamos cómo podemos acceder a ésta desde múltiples miradas. Serían diversos y elocuentes los ejemplos que ilustraran estas observaciones. Otra cualidad de la poesía de César Seco es cómo puede hacernos ver, a través de un verso nítido, una complejidad abrumadora del ser. Sus versos parecen surgidos de un escepticismo consustanciado con la existencia misma. Los asuntos que suele indagar son la enfermedad, la desolación, el adiós, la nostalgia, el desamparo: todos variables de la fragilidad humana, de la conciencia de finitud que recorre buena parte de sus textos.
En un primer momento, La playa de los ciegos nos remite a la trágica vaguada ocurrida en el estado Vargas en 1999, acaso la mayor de nuestras tragedias, ocasionada por las lluvias; de hecho, el poema central del libro describe admirablemente el meollo humano de esta tragedia; pero a partir de ésta y en otros textos Seco establece un diálogo con la presencia del mar y todo lo que éste implica en cuanto vastedad, esa playa inacabable donde van a recalar todas las brisas del mundo a un mismo tiempo, con sus olas que rompen a orillas de arenas o de grandes rocas: todo el océano va a estallar allí y luego a callar, a hundirse en unos guijarros diminutos, piedrecillas ínfimas que nos sirven para hundir nuestros pies y dejar allí nuestras huellas, que al instante van a ser borradas. Éstas pueden encarnar en metáforas para sopesar la fugaz existencia, forjando un símbolo para lo efímero. ¿Por qué insiste César Seco en remitirnos a esta playa trágica, y desde allí tejer una serie de imágenes con un lenguaje que nos interroga? Quizás sea por la urgencia que tiene de que le acompañemos a observar ese espacio de fragilidad, de orfandad esencial que nos permite reflexionar sobre nuestro lugar en la tierra; tierra que es ciertamente un planeta de agua ramificado en todos los poros de nuestra piel, invadiendo el cuerpo con su lenguaje único: la marea, la resaca que nos arrastra como un imán, nos colma perpetuamente de ires y venires, nos propicia encuentros y adioses, ausencias y recuerdos.
Ciertamente, no sabemos qué nos aguarda detrás del horizonte, pero, justo por ello quizá, nos adentra en las mareas de lo desconocido, de lo aún no vivido.
“El mar comenzó a hablar / de lo que el presentimiento trajo”, nos dice en el poema “Playa”, perteneciente a la parte primera que presta su título al libro, en versos que preparan muy bien el terreno de esta indagación con un homenaje a Reverón (“Castillete”), un texto sobre el “Deslave” o a un personaje que le narra una situación dramática (“Yuya”) para remitirnos al poema central (“La playa de los ciegos”), donde leemos: “En la tormenta de estas aguas / cabe la diadema de los resplandores lunares. / En la colina que media entre la iglesia y el bar / va el fantasma apurado de mis años”. Luego se despliega todo un universo de logrados registros en los textos siguientes, cuya completa referencia en esta nota prologal resultaría redundante, pudiendo el lector constatar por sí mismo la cantidad de momentos eficaces que pueblan estas páginas donde reclusos y locos pueden alternar con campamentos, vaguadas, materias flotantes, la ciudad de Macuto, el castillete de Reverón, o las islas pueden ser temas o títulos de los poemas, y vienen a cohesionar esa visión oceánica esencial de la que hemos venido hablando.
La segunda parte del volumen, “Rostros y escrituras”, es ciertamente más heterogénea, compuesta por textos de diversa índole, hilados a través de la presencia de escritores como Paul Celan, Walter Benjamin, Jorge Luis Borges (“No lo pudieron ver. / El cristal de su máscara se borraba / y aparecía el niño / que inventaba a sus amigos”), Akira Kurosawa, Lautréamont, Dámaso Ogaz y otros, todos cohabitando el mismo espacio del homenaje, del tributo literario. Interesante resulta que César haya colocado al final del libro una “Poética” que funciona como epítome de todo el recorrido, advirtiéndonos que:
En algún lugar la calle y la avenida se entrecruzan.
El sol se estruja los ojos en el pavimento.
La calle va a todas partes y a ningún lado.
Dibuja con su dedo largo la cifra de aire.
La avenida viene de regreso contigo.
En algún lugar la calle y la avenida se entrecruzan.
Y se escribe el poema de este lado de la cara
Ciego.
En el poema final, “Coda”, se realiza la parodia de unos versos del célebre poema de Vicente Gerbasi “Mi padre, el inmigrante” en los versos que rezan: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos” y el poeta reescribe en su ritornelo: “Venimos del grito y hacia el silencio vamos”, para indicarnos bien acerca del sonido inicial y del gesto final que todos los humanos ejecutamos al alba y al ocaso del gran viaje, y que ahora César Seco nos ha sabido entregar en una iluminada palabra, como un inmejorable obsequio de espíritu.
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