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Croce, el rastreador

sábado 12 de enero de 2019
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Los casos del comisario Croce
Ricardo Piglia
Cuentos
Editorial Anagrama
Barcelona (España), 2018
ISBN: 978-84-339-3974-6
184 páginas

“Calíbar regresó, vio el rastro
ya borrado e imperceptible para otros ojos”.
D. F. Sarmiento (Facundo)
“Siempre había querido tener un telescopio.
En la noche, en el campo, se puede ver muy bien el firmamento”.
R. Piglia (“La música”, en Los casos del comisario Croce)

Buscando menos desde la prolijidad del método que en los excepcionales signos y huellas del crimen, Croce resuelve, o se aproxima. Desde la apabullante horizontalidad de la pampa argentina, procede como el rastreador de Sarmiento: intuye, huele, arriesga, vincula y sintetiza; lee el itinerario de cada caso como quien desata nudos de una trama que comprende desde la lucidez de su mirada metonímica, desde su telescopio que percibe el mínimo gesto, desde las marcas apenas perceptibles, cuando no invisibles, de la movediza escenografía de lo real.

Es necesario cambiar la escala, detenerse en el detalle irrelevante. Me interesa lo que sólo se ve con lupa.1

Croce aparecía ya en Blanco nocturno, novela de 2010:

La novedad de Blanco nocturno es, en primer término, el desplazamiento de la compleja urbanidad de la tradición de los policiales (donde el crimen aún es dilucidable) a la aparente simpleza de la pampa inabarcable y plana. En ese escenario sin señales, sordo y mudo, sin embargo, habita lo incomprensible, lo que no se puede develar, el espejismo atormentador, la “luz mala”.

El territorio único donde todo parece ser visto y señalado es, paradójicamente, el sitio oscuro, el campo sin señales, el lugar del crimen sin signos, el llano invisible.2

En Los casos del comisario Croce, conjunto de cuentos que recuperan la figura del ex policía, un cruce triple potencia la narración: la tensión policial que proponen las historias, el contexto de la “experiencia nacional” (como bien llama Ricardo Piglia a lo que solemos denominar “nuestra historia”) y los sentidos que se diseminan, inagotablemente, desde las referencias que propone la literatura argentina, ese tejido que se dispone como un texto produciéndose para indagar lo real, en la concepción pigliana.

Para Croce, dispuesto a contradecir el perfil del investigador, es mejor no saber.

El texto que logra espesor y brillo, en este sentido, es “El Astrólogo”. Leandro Lezin, nombre del personaje que conocimos en el final de Los lanzallamas, es perseguido aquí por Croce y se entreteje con la ficción arltiana hasta la sorprendente invención de un final impensable para su derrotero, un extraño peronista que muere a manos de la “revolución fusiladora”. El discurso inolvidable y paranoico del Astrólogo, que postula la libertad y la justicia como deseo en el nuevo orden capitalista que entrevió Arlt, se incrusta en la historia nacional para explicarlo mejor: Croce guarda el recorte de prensa (lo que se escribe, el lenguaje como resto, marca, señal, sobre el caso) donde se informa el asesinato de Lezin, “más conocido como El Astrólogo”. Todos los sentidos, toda la profecía arltiana y la comprensión de la tensión agónica de sus personajes en la sociedad moderna están en las páginas de ese cuento, que amplía la perspectiva cruzándola con la resistencia peronista tras el golpe, territorio crucial elegido por Piglia para el final del personaje: la ficción dilucidando los recovecos claves de la experiencia colectiva.

Este mismo trabajo que liga fragmentos, zonas y escenas de la producción literaria nacional con el recorrido de los “hechos reales” (como los llama en Respiración artificial, de 1980), deviene también de Blanco nocturno, donde, por ejemplo, algunos presos alucinados recitan estrofas del Martín Fierro (libro en el que sobreviven también presos alucinados). En Los casos del comisario Croce esos procedimientos atraviesan los cuentos. En “La excepción”, Croce resuelve el caso leyendo las poesías que guardaba la víctima en su maletín; un hombre asesinado por las espalda por órdenes del general Urquiza resulta no ser quien parecía ser, y la clave aparece en la lectura microscópica de Croce: la verdad deviene de un modo singular de leer, como quien bucea buscando una llave o una clave que abra las puertas del enigma. Como el Erik Lönnrot de Borges, Croce trabaja desde un diccionario, desde los libros, desatendiendo las hipótesis probables (“pero no interesantes”) que proponen las evidencias. Como el propio Croce en “La señora X”, séptimo cuento del volumen, donde un manuscrito denuncia una violación que el policía lee como simulacro pero que víctima y victimario necesitan mantener como verdad.

El cuento “La película” parece desplazar y a la vez rescatar las aproximaciones de Walsh (Esa mujer) y Tomás E. Martínez (Santa Evita) al mito de Evita y, más precisamente, a los recovecos inconcebibles que edificaron los rumores, conspiraciones y espionajes alrededor de ella. El sitio de lo incierto, de la creencia y el fervor por encima de cualquier certeza, recircula en el relato de Piglia, abonando la perspectiva de la historia irresuelta, incompleta y evanescente. Para Croce, dispuesto a contradecir el perfil del investigador, es mejor no saber: “Lo que importa no es lo que el mundo hace con uno, sino cómo uno es capaz de enfrentar el horror del mundo, sin capitular”. Más que saber si es Eva o no la que aparece en la película que el odio se obsesiona en hallar, Croce prefiere quemarla, para que la historia sea una calumnia que sobreviva al fuego.

Borges lee el caso y escribe la resolución. No actúa como el clásico investigador o el metódico razonador policial.

El texto que más y mejor avanza en la relación entre el universo “real” del caso y el universo “ficcional” de la literatura es “El conferencista”. En esa escena, Croce asiste a la conferencia de un escritor viejo y ciego que, en una sala semivacía, teoriza sobre el cuento policial y el crimen perfecto. En esa zona del cuento aparece un pliegue singular del libro y, quizás, de la propuesta narrativa de Piglia más allá del libro: su inserción en la tradición y en la concepción de la literatura, eligiendo a Borges (ese es, claramente, el “conferencista” sin apellido en el relato) como anclaje y proyección de su propia escritura.

En este sentido, el “conferencista” dice lo que antes, en el prólogo del libro, Piglia eligió como texto “liminar” (esa palabra que agradaba a Borges): una argumentación de Marx, de 1857, en la que se analiza el lugar productivo del delito y el delincuente en la sociedad moderna: administración policial y judicial, academias, tecnologías y… literatura policial. El hombre ciego, que vacila al hablar, dice casi en ese mismo sentido:

Hay una atracción en el detective, en el puro razonador Dupin, pero también nos atraen los imperiosos gángsters. Nos atraen por igual, debemos reconocerlo, el bien y el mal. Incluso, dicho en confianza y entre nosotros, más el atractivo pecado y el infierno que el pacífico paraíso y la monótona decencia.3

Mientras Croce y Borges esperan el tren analizan un caso sin resolución, un extraño crimen en un parque que el escritor, atento a los mínimos y desatendidos detalles que cuenta Croce, descubre. La dilucidación se opera desde la imaginación del escritor y desde su arsenal de saberes sobre el género y sus variantes, es decir, el “dilucidador” Borges lee el caso y escribe la resolución. No actúa como el clásico investigador o el metódico razonador policial. Como Lönnrot, pero mejor como un rastreador en la pampa donde asistió a dar la mínima conferencia. El diálogo amable con Croce, tras recitar juntos estrofas del Martín Fierro, expone esa cuestión y se convierte en instalación del discurso pigliano: desde dónde se enuncia, en relación con qué textos y autores se dice y se piensa este libro último:

—Somos dos paisanos argentinos —dijo el escritor—, dos criollos.

—Dos baqueanos.

—Sí, dos rastreadores. Leemos pistas, rastros.4

En el final de la conferencia se produce un pasaje de voz, un deslizamiento del discurso de Borges, con sus modos, su aliento, su reconocible estilo, al discurso pigliano, que dispone otra construcción y, especialmente otra mirada sobre la relación entre sujeto y Estado, luego de la dictadura. Lo magistral de ese pasaje es que está diseñado como una frase del propio Borges, como quien imagina el discurso y el análisis borgeano traducido por Piglia, con el tono de Piglia, en el cuerpo del viejo escritor dictando una conferencia perdida en la pampa inabarcable. En el inicio del párrafo, el conferencista Borges expande la idea del atractivo que genera el delito en el lector:

Todos deseamos que triunfe el criminal, ha escrito De Quincey. Porque el criminal se enfrenta con los procedimientos brutales del Estado…5

La frase que sigue, adjudicada al personaje Borges, es pigliana. Digámoslo de otro modo, si se quiere, más borgeano: el viejo escritor cita a Piglia, desde el texto, y a renglón seguido, dice lo que sigue:

La marca del mundo moderno es, como nos enseña la historia argentina, que los inocentes son ejecutados por los aparatos y las organizaciones estatales y que los grandes criminales son los jefes políticos y sus sirvientes.6

Lo que podría haber dicho Borges en los cincuenta se resemantiza en el fin de siglo, y de un modo trágico, desde el discurso pigliano. Como en la operación de Pierre Menard con el Quijote (esa otra gran lección de Borges sobre los modos de leer): se dice, se escribe, lo idéntico, pero cuando el contexto de la experiencia nacional es otro, no puede leerse lo mismo.

Esa es la tarea de Croce, leer como lee Piglia, el rastreador.

Sergio G. Colautti

Notas

  1. Piglia, R., “El método”, en Los casos del comisario Croce, Anagrama, Buenos Aires, 2018.
  2. Colautti, S., “Lectura de Blanco nocturno, de Ricardo Piglia”, en: Letralia, 18/07/2011.
  3. Piglia, R., “El conferencista”, en Los casos del comisario Croce, Anagrama, Buenos Aires, 2018 (pág. 121).
  4. Piglia, R., “La conferencia”, en Los casos del comisario Croce, Anagrama, Buenos Aires, 2018 (pág. 127).
  5. Piglia, R., op. cit. (pág. 124).
  6. Piglia, R., op. cit. (pág. 125).
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