
Ciudad de cristal
Paul Auster
Novela
Planeta
Madrid (España), 2014
ISBN: 978-6070732782
160 páginas
La ciudad de los senderos que se bifurcan
“Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros yo y no usted; en otros los dos. En éste, que el favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma”.
Jorge Luis Borges, “El jardín de senderos que se bifurcan”.
Nueva York es, en la novela de Auster, un laberinto del tiempo, como el jardín infinito que imaginó Borges.
Daniel Quinn es el fantasma que camina la ciudad que lo espeja hasta hacerlo desaparecer entre sus cristales; escribe, con otro nombre, un Cuaderno rojo, registro inacabado de su búsqueda de Stillman, ese otro escritor en movimiento continuo que se esfuma, como quien ingresa en un punto ciego, en una zona cero donde la desaparición podría ser también proliferación. Como en las bibliotecas infinitas de Borges. Como en la múltiple escritura del Quijote que propone el escritor que lee, Paul Auster, en la entrevista con el perplejo Daniel Quinn.
La novela que Auster publica en 1986 (primera parte de la Trilogía de Nueva York) se puede leer, casi cuatro décadas después, como una matriz narrativa desde la que el narrador se interroga sobre las posibilidades de la literatura para decir el tiempo y lo real. Su voluminosa obra posterior podría leerse también como el intento de respuesta a esas interrogaciones. Lucidez, imaginación y fragilidad, como en todo lenguaje literario, son los materiales de esa afanosa aproximación.
Leer a Auster entendiéndolo como el más hispanoamericano de los escritores norteamericanos es el abordaje que intentamos aquí.1
En Ciudad de cristal todas las referencias son reales, como la minuciosa descripción del recorrido por calles, veredas y sitios de la ciudad.
¿Quién es Quinn, que se siente menos ajeno cuando es Max Work, su personaje? ¿Quién es Stillman, el escritor perseguido, que tiene un doble que se esfuma o es el doble que se esfuma? ¿Quién es Peter Stillman, hijo, experimento del delirio y lenguaje del delirio? ¿Quién es el Paul Auster, personaje, que habla con Quinn, que intuye la autoría plural del Quijote, que dialoga con el propio autor de la novela? ¿Quién escribe? ¿Quién es escrito? ¿Qué lenguaje puede sostener la disolución de lo real, ya convertido en música del azar? ¿Son más verosímiles los textos que escriben los personajes que los del propio autor? “Nada es real, salvo el azar”, leemos en las primeras páginas.
En Ciudad de cristal todas las referencias son reales, como la minuciosa descripción del recorrido por calles, veredas y sitios de la ciudad. Pero ninguna lo es cuando son vaciadas en la trama que cruza azar y lenguaje, sometiendo los significados a una disolución permanente.
Un mecanismo de la narrativa saeriana, diríamos desde lecturas argentinas.
En esa nebulosa vacilación desaparece primero Stillman y luego Quinn, quedándose sin trabajo, sin hogar, sin sitio: como un desecho más de la ciudad que mastica y escupe, se esfuma cuando se queda sin cuaderno, sin lenguaje que lo escriba. Nada hay tras los cristales.
Un dispositivo de esa operación disolutoria es la fragmentación. Stillman se obsesiona estudiando los desperdicios de la ciudad que fragmenta cuando convierte en objetos inútiles lo que no usa, aquello que ha perdido, incluso, el sentido de su nombre. Los rescata como postales de la posmodernidad, para estudiarlos y ponerles nuevos nombres, como repitiendo la tarea de Adán. Al caminar, dibuja letras en el mapa de la ciudad: todo es un lenguaje cifrado e incomprensible que convierte a Nueva York en una torre de Babel, un país de fragmentos, un basurero de signos sin relación que buscan “el orden secreto del lenguaje”, donde las cosas y las palabras son indivisibles. La escena vuelve a plantearse como interrogación sobre el lenguaje literario: ¿puede la novela actual decir la fragmentación posmoderna o debe asistir a la ceremonia del fin del lenguaje? Stillman es el escritor paranoico que no sabe resignarse:
He venido a NY porque es el más desolado de los lugares, el más abyecto. La decrepitud está en todas partes, el desorden es universal. Basta con abrir los ojos para verlo. La gente rota, las cosas rotas, los pensamientos rotos. Toda la ciudad es un montón de basura. Se adapta admirablemente a mi propósito. Encuentro en las calles una fuente incesante de material, un almacén inagotable de cosas destrozadas. Salgo todos los días con mi bolsa y recojo objetos que me parecen dignos de investigación. Tengo cientos de muestras, desde lo agujereado a lo machacado, desde lo abollado a lo aplastado, desde lo pulverizado a lo putrefacto. Les pongo nombre.2
Si Auster (el escritor/ el personaje) es un narrador borgeano, Stillman es, sin dudas, un escritor arltiano.
Espejismos
Los cristales de la ciudad laberíntica parecen espejos cóncavos y convexos: la belleza monumental de arriba no deja ver el país de desperdicios, abajo. La contradicción, como una forma de la doble identidad, la repetición, la invencible porfía del espejo, habita también la superficie ideológica de la novela: aquellas ideas dulcemente utópicas de Milton y de Dark sobre la recuperación del lenguaje del paraíso pueden espejarse en el horror de Stillman esclavizando a su hijo para convertirlo en experimento de esa utopía. En otra zona del texto, Quinn y Stillman conversan sobre Lewis Carroll y el capítulo VI de A través del espejo, en el que Humpty Dumpty asegura que sus palabras significan lo que él quiera “porque la cuestión es quién es el amo, sólo eso”. El espejo, ahora, convoca a su espejismo para preguntarse sobre la posesión de las palabras y la tensión del sentido en la arena de la disputa textual y social: ¿quién es el amo? ¿Qué sitio habita el escritor de la ciudad de los senderos que se bifurcan? ¿Dónde se espeja el lenguaje novelesco desde la ebullición del significante, agotados todos los síntomas de la modernidad? ¿Qué significan las palabras de los personajes que escriben y los autores que leen?
¿Es posible recordar aquí al personaje de Cortázar intentando apuñalar a su lector en “Continuidad de los parques”?
Perder, perderse, errar, no estar… parece ser el último episodio de su naufragio.
Cuando Quinn toca el fondo de su existencia en una ciudad que lo dejó sin posesiones, sin relaciones, sin cobijo, sin reconocerse en los espejos que la ciudad le regala para desconocerse, se convierte en vagabundo, hasta perder su Cuaderno rojo y la necesidad de escribir. Perder, perderse, errar, no estar… parece ser el último episodio de su naufragio. Parece ser, además, una metáfora de la escritura y una respuesta a los interrogantes del párrafo anterior: perder, perderse, errar por la ciudad que lo devora pacientemente, dejar de ser escrito, ser otro en el espejo.
Como el Bartleby de Melville, estratégica cita en el texto.
Como un personaje en fuga de Sergio Chejfec.
Tal vez escribir, para el Auster de Ciudad de cristal, es eso. Como para Cervantes en la cueva de Montesinos, descreyendo del relato del propio Quijote, dejándolo solo con su deseo a la intemperie. Como el autor de esta novela, recelando del propio Auster, extraviando el Cuaderno rojo, único soporte de la narración, ahora perdida, inacabable, como los senderos que se bifurcan sin detención en la ilusoria ciudad de los cristales.
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Notas
- Colautti, Sergio G.: “Apuntes sobre la narrativa de Paul Auster: la memoria de la diseminación”. Argus-a, MLA Latindex, Estados Unidos. Vol XI, edición Nº 44.
- Auster, Paul: Ciudad de cristal, en La trilogía de Nueva York. Seix Barral: Buenos Aires, 2016. Pág. 103.