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Todos somos iguales

jueves 1 de octubre de 2015
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Mis manos, ensangrentadas. No recuerdo qué ocurrió. Son las siete de la mañana. Me miro al espejo de una habitación que no es la mía; una cama con las sábanas revueltas, sucias como el vértigo y un hombre desnudo de voz, de nombre, de futuro. ¿Quién es? ¿Acaso importa si está vivo o muerto? ¿Acaso alguien sabe quién soy? Desconocer es la mejor forma de salvarse de los fantasmas y sus dolores. Me acecha la presencia de ese hombre en una cama cualquiera, también la del papá de Laura, mi compañera de clases. En sexto grado me tocó con sus dedos la vagina, diciendo que lo nuestro era especial. Todos somos especiales, también nos recalca la directora de la escuela.

Lavo mis manos. Me visto con mi falda a cuadros, una blusa blanca de botones, mi chaleco y los mocasines negros. Cojo mi mochila. Cierro la puerta y huyo por las escaleras. No pienso, sólo fluyo. Camino tres o cuatro cuadras hasta llegar a la escuela. Voy al comedor escolar y cojo una cajita de cereal y un vaso de leche. Me siento afuera, en el piso, a esperar a mi amiga Mita. Llega siempre y comparto con ella la leche, le acaricio el cuello, me mira sonriente y me pasa su cuerpo entre las piernas. Cuando suena el timbre, maúlla y se va. Luego Mita me espera de regreso a casa.

La maestra de español nos ha pedido que escribamos un poema sobre nuestro recuerdo más hermoso de la infancia. Mierda, hoy empezamos con esa clase. Leo: vivo derramada de olvidos, / como las calles de Santurce / y sus edificios abandonados…. ¿Cómo puede una adolescente ser tan negativa? Para mañana quiero que escribas lo que pedí, un bonito recuerdo de la infancia y un deseo para tu futuro. Nada patético, por favor.

Algunos de los compañeros de clase se ríen de mí. Mis zapatos están viejos y aprietan. No tengo celular, tampoco un iPod. Ese día uno se burló señalando mi falda que tenía una pequeña mancha de sangre. “Qué puerca…”, les escucho. Piensan que es la menstruación y me miran con asco. Me sentí tan humillada como Carrie, pero no tengo poderes para quemarlos a todos, ni fuerzas para hacerlo. Recordé a ese hombre, en aquella habitación, y siento tanto dolor en mi sexo y en mi pecho. Sólo deseo que la muerte me haga el amor y me lleve con ella.

Al otro lado de la ventana llueve. Logro sacar una mano. Cada gota hidrata mis dolores. Respiro profundo y sonrío como un suspiro. Quedan las clases de inglés, química y geometría. No entiendo para qué me sirven. Quiero dejar de intentar entender la vida, al menos la mía.

De camino a la siguiente clase, Laura me dice que está preocupada porque su papá no regresó a la casa. Le dije que a lo mejor se fue muy temprano a trabajar y por eso piensa que no llegó. Laura me mira. Me abraza. La maestra no sabe na, ¡qué pendeja! Tienes una bella sensibilidad. Además, siempre me animas. Eres mi mejor amiga desde pequeñas, ya el año que viene seremos seniors. Laura me agarra de la mano. Con ella me siento feliz. Verla animada es una de mis pequeñas alegrías, también el cosquilleo que siento cuando me abraza. A veces me regala camisas y pantalones que no usa y comparte sus cosas conmigo. Ella dice que soy como su hermana, pero yo la quiero de una forma más orgánica. Su vida tampoco es un paraíso. Su papá le regala cosas cuando discute con su mamá. Discuten bastante. Y Laura los ignora y recurre a mí. A ella le gusta peinarme, mientras me habla del nene que le gusta de cuarto año. Quisiera ser ese nene.

Por fin, suena el timbre de salida. Cerca encuentro a Mita y la cojo en mis brazos. Llego a casa, como todos los días el apartamento está sucio. Mi mamá se ha vuelto a encerrar en su habitación. Abro la puerta y está en la cama, se ha orinado y cagado encima. Me grita. Dice que la maltrato, que soy una mala hija: mala, mala, mala. La ayudo a levantar. La llevo al baño, le quito la ropa y la meto en la bañera. Me recrimina: Tú tienes la culpa. Te pareces a la bruja de mi madre. Me da una bofetada. Se ríe. Me retiro y preparo la cena. Luego ella se recupera un poco y llega a la sala.

Me pregunta cómo me ha ido en la escuela. Le digo que bien y le cuento cualquier trivialidad. Busca una botella de ron y prende el televisor para ver la novela de las siete. Me acomodo cerca a estudiar. Calladas ambas, leo y ella bebe y bebe. En los anuncios de la siguiente telenovela comenzó a gritarme: Te crees que eres especial porque eres joven, sabes leer; mírala, tan estudiosa, tan pinta de niña buena. ¿De qué te sirve? Serás puta y borracha como yo, y le da una patada a mi gata. Trato de agarrarla, pero la pobre Mita brinca asustada por el balcón. Recojo algo de ropa, la mochila y me voy a donde sea.

Son las siete de la mañana. Vuelvo a mirar mi reloj. Sí, en efecto, es la misma hora que el otro día cuando no supe dónde estaba. Tampoco lo sé hoy. ¿Dónde? ¿Acaso estoy? Tengo las manos ensangrentadas. Estoy sentada en un carro. En el asiento del conductor hay un hombre. No sé si vive o se ha ido con el amanecer. Me pongo las pantis. Cojo mis cosas que están en el asiento de atrás y me bajo. Cierro la puerta. Es una patrulla de policía. Estoy en un estacionamiento soterrado. Salgo a gatas hasta encontrar la salida. Todo es confuso para las criaturas de la noche, la confusión es el orden natural del universo.

Una vez fui a pasar el verano con papi en Ponce. Lo acababa de conocer. Yo tenía doce años. Fue el verano de la graduación de octavo grado. Las dos primeras semanas estuvieron chulísimas. Hasta me llevó a comer pescado, al parque de bomberos, al castillo Serrallés y a La Guancha. Una tarde cuando llegué de jugar en la plaza, papi me esperaba fumando, asustado. Me dijo: Martita, ¿tú quieres a tu papá? Sí, papi. ¿Harías cualquier cosa por mí? Sí, papi.

Papi me hizo poner mi traje más lindo y me llevó de paseo. Dijo que me llevaría con dos amigos suyos y que fuera una buena chica. Llegamos a un apartamento. Papi y los dos hombres bebieron un rato. Luego dijo que me portara bien, que regresaba pronto. Uno de los hombres me llevó a una recámara. Dijo que no gritara o mataban a mi papá. Me quitó la ropa. Primero me metió duro su pene en la boca, pensé que moría asfixiada y terminé vomitándole encima. Me golpeó y me escupió que era una puta puerca. Llegó el otro hombre y me tiro de espaldas a la cama. Me lo metió tan salvaje por atrás que me desmayé. Cuando desperté el otro hombre me estaba pasando la lengua por la vagina. Me hice la dormida y de tanto miedo creí estar muerta. Desperté cuando llegaron dos policías, había sangre en toda la habitación. También vomité sangre.

Regresé a San Juan con mi mamá, que para esa fecha había vuelto a sus bebelatas. Me sentía perdida, pero Laura estuvo siempre cerca para ayudarme y comprenderme. También lo estuvo su papá, pero para él desfogar su hombría. No me atreví a decir nada para no perder a mi única amiga, además su tío era capitán de la policía. No pudo hacerme más daño que aquellos hombres que dicen que mi papá mató. Él nunca regresó. Mi vida tampoco regresó a mi cuerpo.

No quiero recordar, sólo llegar a la escuela y esperar a que Mita aparezca. Desayunar y ver a Laura. Suena el timbre. Laura no llegó a la escuela. Mita tampoco. Deambulo por los pasillos imaginando que en cualquier momento llegará mi amiga, o el momento de salir de la escuela y encontrar a mi gatita. En la clase de español le dije a la maestra que había escrito otro poema: Mis recuerdos son sangre, / muero de sombras mientras duermo / en un espiral me redimo cada mañana. / Amanezco y ya no estoy.

Algunos de mis compañeros como de costumbre se ríen de mí o inventan algún motivo para humillarme. No llueve, tampoco aparece mi amiga. Para completar, la maestra me pone F porque piensa que con el poema me burlo de ella o de la clase. Me refiere a la trabajadora social. Le pregunto a ella por Laura. Me dice que está ausente, porque hallaron a su padre muerto en la habitación de un burdel en Santurce y que acababan de encontrar muerto a su hermano el policía en un estacionamiento en Miramar. Le digo a la trabajadora social que amo a Laura. Ella contesta que todos la aman. Ella es una niña especial. Todos ustedes son especiales. Le respondo: no es eso, yo estoy enamorada de ella. Me replica ella: Estás confundida, Marta. Te voy a referir a un sicólogo, dale esta nota a tu mamá.

Salgo de la escuela. Voy despacio, ansiosa por ver a Mita. Llego hasta el portal del condominio donde reside Laura. Me asomo. Veo que está allí. Me acerco emocionada. Quiero consolarla, pero se acerca un muchacho. Es el sénior que a ella le gusta. Le pasa la mano por la cabeza y la besa. Se besan. Me doy la vuelta. Corro hacia mi casa. Todo va desapareciendo a mi alrededor. Puedo verme a mí misma corriendo más rápido que yo. Las sombras me persiguen. Voy hundiéndome a mi paso. Soy invisible.

Cerca de la entrada a mi viejo edificio, entre la acera y los contenedores de basura, dos tecatos que balbucean sus miserias, como todos los días. Lo mismo, los dolores que se repiten, el mundo llega a su fin, el mío. Aquí apesta a muerte. Y nadie me ve. Me asomo. Veo a Mita muerta en la cuneta. No siento nada mientras subo las escaleras, mi cuerpo transparente, sigue hundiéndose sin remedio. Ya estoy a nivel de la cintura.

Llego al apartamento. Mi mamá está dormida y orinada en el sofá. Me encierro en mi habitación. Muerdo mi muñeca derecha lo más fuerte que puedo, comienzo a succionar mi propia sangre. Todo es blanco, todo es negro, todo es nada. Escucho voces. Escucho la alarma. Murmullos. No pueden callar mi muerte con los gritos de un despertador. Con dificultad abro los ojos, las siete de la mañana. Mis manos ensangrentadas de otra sombra anónima; esta vez la mía.

Son las siete de la mañana. Laura está parada a un lado de mi cama. Estoy en un hospital. Ella llora. Marta, no te vayas. Eres una amiga muy especial. No me quedan deseos de vivir, le respondo y me dejo ir. Sonrío con mis últimas fuerzas antes de entregarme a la muerte y le obsequio mis últimas palabras: Es cierto, todos somos especiales.

Ana María Fuster Lavín

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