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Coda al gólem

viernes 2 de octubre de 2015
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Athanasius Pernath escapó como en un sueño al nuevo mundo de esa marea sangrienta que asoló a Checoslovaquia y Europa, y como tantos inmigrantes y refugiados se había ido estableciendo poco a poco, en el seno de una comunidad judía trasplantada, en las vastas entrañas de una caleidoscópica ciudad de América del Norte. Las peripecias y temores de las precarias estadías en países europeos, las penurias y los trámites, los había pasado como un sonámbulo, embotado, pero automáticamente infalible, como un meshuga, cuyo corazón está en su cabeza y su cabeza está en el pecho, moviéndose y actuando con una sensación crepuscular, de separación respecto a sí mismo. Las esperas en las grises oficinas que se multiplicaban o a lo mejor eran la misma, repetida en sueños, el largo viaje por barco al nuevo continente, como ir siendo digerido en las entrañas sórdidas, hediondas y abarrotadas de un enorme animal marino, que ruge y digiere sordamente mientras uno dormita. Ahora se pasa la mayor parte del día reparando relojes en un mall, habita en un sombrío departamentito que da a un patio interior pero cuya ventana principal deja filtrar un sol mortecino que se tiñe de verde con las hojas de un árbol cuyo enramando en invierno es un filigrana sobre fondo gris, como los bordados de Miriam, a medias mujer y esposa a medias una presencia benévola, desvaída, que come poco, gasta poco en ropa y agradece en silencio estas satisfacciones modestas como una dádiva divina, acostumbrada a una niñez y juventud frugales al borde de la necesidad en la minúscula casa de un padre místico y mísero en la remota judería de Praga, ahora un sueño hilvanado de neblina y nostalgia. Pero el arte subsidiario de la relojería que le enseñara su padre basta y sobra para Atanasio y Miriam, ya que Dios no les ha deparado la dicha de tener hijos. Ya decía Spinoza que un hombre inteligente o culto que no tenga un oficio terminaría siendo un bribón. Además, la práctica de la joyería en el nuevo continente no se asemeja a la minuciosa artesanía aprendida en casa de su padre y trasmitida por generaciones. Los días se suceden borrosos, siempre iguales a sí mismos en la urbe abigarrada, poblada de acentos diversos, de ruidos, motores e imágenes. Miriam y él envejecen sin prisa en un barrio habitado por otros judíos de patillas, barbas, gorros de piel y caftanes, que se juntan en cafeterías a tomar té y mojan terrones de azúcar en el líquido para dar nuevo ímpetu a las conversaciones sobre teología, política, la última obra de teatro yiddish, lo más reciente de Singer o las peripecias del diario vivir, en inglés, yiddish o algún otro idioma.

La conserje dice que sólo un hombre flaco, borroso, de edad imprecisa, es quien sube y a veces pasa los días en su departamento.

Una mañana como otras camina las cuadras que separan a su departamento del mall en que cambia correas y pilas de relojes y corrige fallas menores y entra a una cafetería para tomarse un café con una falafel o baclava, que hermanan por el estómago el eterno conflicto político que comienza a desangrar al medio oriente, y ahí está ella, brillante, gesticulando y haciendo ademanes, en medio de un corro de varones borrosos. Es Rosina, su pelo rojo reflejando los rayos que atraviesan los empañados cristales, un vestido claro, ceñido, destacando las mismas formas más bien delgadas, imprecisas, pero que no dejan de despertar en él un turbio, antiguo y embotado deseo. Atanasio adquiere la costumbre de pasar cada día por la cafetería, a diversas horas, descuida su trabajo, para que la repetición le haga ver la encarnación de esa ninfa pelirroja que encendiera hace décadas los deseos subterráneos de la judería de Praga. Se convierte en una obsesión. Encarna esa parte de su ser, la que no es espiritual y de la que se siente culpable, pese a que el Zohar celebra la sexualidad de la pareja cósmica. Se recrimina, Rosina se le aparece en sueños, se avergüenza frente a Miriam, que no parece enterarse de nada, siempre dulce y discurriendo por las habitaciones del departamento, por las calles, como una presencia cada vez más angélica. Atanasio duerme mucho, trabaja automáticamente, sus movimientos varados por un sopor que marcan el intervalo entre sus pasadas por la cafetería, donde está o no está Rosina (que no puede ser la misma, quizás una de sus descendientes, además de que ese tipo es corriente entre los askenazí). Pero la voz de la razón es un murmullo casi inaudible que apenas se abre paso por ese sopor que invade su mente, sus reflejos y que se mezcla con su culpa de hombre que de repente, en su edad madura, siente que ya surge otra e inalcanzable fuente de deseo que renuncia a extinguirse, que entrevera la lengua y las palabras de los profetas y doctos que desde su memoria y formación escarnecen y condenan a la concupiscencia que abre las puertas del infierno. Esa figura y esa mujer danzan a toda hora en el cielo de su mente, como aparece en las estampas de ese pintor bielorruso que ahora vive en Francia y cuyos trabajos, entrevistos en variadas publicaciones, sólo le ocasionaban antes una gran perplejidad por su parecido a los dibujos más torpes que hacen los niños.

Los vecinos vieron que un negocio pequeño de relojería y confección de llaves anunciaba sus servicios en varios idiomas en un cartel vistoso y desproporcionado respecto a las dimensiones del local. Vieron cómo una mujer pálida se hacía cada vez menos frecuente por las calles de ese vecindario multiétnico. Las señoras comentaban cosas al visitarse unas a otras, hacer las compras o juntarse en su sección de la sinagoga. En un departamento no muy lejos, a unas cuadras, vive ahora una mujer joven, pelirroja, de vestidos estrechos y que se pinta demasiado. Llega a altas horas de la noche hasta en la noche del Shabbat en compañía incluso de gojim, que hacen escándalo, se ríen, pero nunca ascienden con ella la empinada escalera hacia sus dependencias pecaminosas. La conserje dice que sólo un hombre flaco, borroso, de edad imprecisa, es quien sube y a veces pasa los días en su departamento, y que es él quien envía flores, delicatesen, botellas de vino, y lo sabe porque ella se siente con el deber de observar la conducta de sus arrendatarios, y ha llegado a familiarizarse con la florida ortografía que ostentan las tarjetas, proclamando promesas de amor y citas del Cantar de los cantares. Atanasius Pernath ya no trabaja reparando relojes en el supermercado. Ahora tiene esa pequeña tienda, escondida en un callejón, pero que cuenta con una vasta clientela por la excelencia del trabajo, la incansable labor de su sobrino, que pareciera no dormir, o que duerme en el mismo negocio. Dicen que Atanasio lo trajo de Praga. Es un muchachón basto, de pocas palabras, que no maneja bien ningún idioma, de ojos singularmente opacos, pero de una pericia casi increíble en lo que respecta a su oficio. Sólo el rabino más importante de la comunidad, de una edad incalculable, que evita encontrarse solo en una habitación con mujeres, da un rodeo cuando tiene que pasar frente a alguno de los vértices de ese triángulo de perdición: el mustio departamento de Atanasio, donde Miriam deambula y languidece cada vez más inmaterial sumida en otro mundo a lo mejor con más sustancia que este; el departamento de esa mujer pelirroja, encarnación de Lilith, que augura futuros días terribles, y el callejón en que se anida como un pájaro maligno el taller de relojería y cerrajería The New Prague. Desde los tiempos de Judah Loew ben Bezalel en la lejana y borrosa judería de Praga hace ya siglos, no se veía un hombre así, esa abominación trabajando infatigable, o caminando por las calles de ninguna ciudad, un hombre hecho de barro, con un pedacito de pergamino debajo de la lengua, y que algún día habrá de despertarse y asolará las calles para nuestra desgracia.

Jorge Etcheverry
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