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Trabajo con libros

domingo 23 de mayo de 2021
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Trabajo con libros, por Jorge Etcheverry
Era difícil dejar de tratar de practicar, elegir al azar el libro, abrirlo al azar, hacer asociaciones, esperar resultados.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

Lo central del Sistema era lo menos visible, lo menos aventurado, ya que consistía simplemente en que nosotros tres, Germán, Abelardo y el que habla nos sentábamos simplemente en el suelo de la pieza de Abelardo, o alrededor de la mesa del comedor de su casa cuando los papás no estaban o a veces cuando estaban, a él le daban manga ancha, la mamá lo dejaba tranquilo, las hermanas tenían su mundo aparte, la empleada no entraba nunca sin golpear, así es que le dejaban hacer casi todo lo que se le ocurriera, lo que no pasaba en el caso nuestro. Entonces abríamos un libro al azar, es decir, con los ojos cerrados, uno de nosotros ponía el libro sobre la mesa, y abría el libro en una página y después lo ponía abierto boca arriba en esa misma página y ponía el dedo en una línea y más específicamente en una palabra en esa línea, así recuerdo por ejemplo esa sesión en que Abelardo realizó el ejercicio ese que dio como resultado la palabra “orbe”, cuyas letras hicimos objeto de varias transposiciones y combinaciones hasta que llegamos a “robe”, lo que nos permitió llegar a la conclusión evidente de que el universo es un robo, alguien o algo se robó el orbe, el universo, exclamaba Abelardo, excitado, con los ojos salientes, sudando, con los labios temblándole un poco. Si bien por ese entonces ya estaba empezando a dibujar sus primeras visiones de extraterrestres, todavía no había establecido la conexión de ellos con las mujeres ni había comenzado a sentir los efectos de los cables eléctricos, o los cables en general. Eso de “orbe” era meses antes de que el mismo Abelardo pasara una temporada en el manicomio, en la casa de orates, que así se llamaba, seguido no mucho después por Germán, y también mucho antes de que ambos, ya afuera del hospital siquiátrico, empezaran a ganar plata a la ruleta, o al punto y banca, o a los dos. Porque después de unos meses (o semanas) y bastante más estabilizados, pero todavía muy nerviosos y con Abelardo todavía viendo cosas, descubrieron gracias a un método que según ellos había salido del trabajo con libros, una martingala, que, según también me dijeron, aunque no me consta, los había hecho ganar a la ruleta bastante plata, altas sumas, lo que a bastante corto plazo hizo que les cerraran las puertas de todos los casinos. Eso último sí que me llegó por terceras personas y aunque como repito no me consta, eso le da más credibilidad al asunto. Y todo esto por supuesto muchísimo antes de que ambos comenzaran a ejercer la docencia a nivel universitario, con bastante éxito, en la Facultad de Educación, cuando yo ya me había venido, o mejor dicho, me había tenido que venir. O como decía un compañero exilado que lamentablemente pasó a mejor vida “después de que me vinieran”.

Después de abrir libros al azar, después que con los ojos vendados, hacíamos dar varias vueltas a un libro, después lo abríamos, elegíamos palabras, frases o números con los ojos cerrados.

Por mi parte nunca tuve pruebas concretas de ese famoso método para ganar a la ruleta y me parece raro que del trabajo con libros se pueda derivar un método, ya que el trabajo mismo se basa en el azar, y es básicamente una rama de la bibliomancia, que se armó un poco como casualidad, pero que tiene además algunos aspectos cabalísticos, ya que ese tipo de lectura, y la práctica derivada de ella, pueden, por así decir, “alterar” el mundo. Quizás en el fondo me desagrade un poco que una cosa bastante especial, y única, que cabe en el campo de lo esotérico, se haya utilizado para fines innobles de provecho personal, aunque reconozco que esa es una actitud casi cliché de la cual quisiera ser el primero en distanciarme. Además de que cuando se habla del trabajo con libros las cosas se van poniendo confusas, las categorías habituales no cuentan y por eso es que es mejor no afirmar nada. Y sea mejor no detenerse mucho en esto, ya que es imposible hablar del trabajo sin ponerse un poco nervioso, y quizás un poco paranoico (jeje). Pero una última observación. A lo mejor se trató de una especie de autosugestión que compartíamos. Entre ellos dos principalmente, porque a mí siempre me dejaron un poco afuera, como en la cosa del método para la ruleta, aunque por otro lado, nunca me gustaron los juegos de azar, no compraba casi nunca boletos de la Polla Chilena de Beneficencia o la Lotería de Concepción, y sólo pisé los prados del Casino de Viña un par de veces, y acompañando a mi madre, que era una jugadora habitual, pero no tan empedernida como mi abuela, que llegaba a veces con lagrimones del Casino, o si no cargada de regalos, y a veces con unos billetitos en un rollo que me pasaba a mí, a escondidas, el único nieto hombre.

Pero recapitulemos. Una de las cosas más interesantes de este asunto era el trabajo en el terreno, el trabajo de campo, como le decíamos, aplicando ese concepto sacado de la antropología, de las ciencias sociales. Después de abrir libros al azar, después que con los ojos vendados, hacíamos dar varias vueltas a un libro, después lo abríamos, elegíamos palabras, frases o números con los ojos cerrados, después hacíamos las trasposiciones de palabras, los intentos hermenéuticos o asociativos, y ya cansados de estar encerrados y nerviosos y excitados, salíamos a vagar por las calles. De repente nos deteníamos. Justo al otro lado de la calle había tres sujetos parados al frente de nosotros en la misma posición, y así una y otra vez iban pasando cosas, hasta que nos íbamos excitando, en una “volada” increíble, como se decía entonces y entrábamos en otro estado todavía más volado. Nos íbamos por ahí a tomarnos un café o una cerveza y la mesera nos daba vuelto de más. O cuando andábamos nerviosos y con ganas de fumar, nos encontrábamos una cajetilla de cigarrillos casi llena botada en la vereda, o algún cigarrillo suelto, o algunas monedas que se le habían caído a alguien. Claro, uno podría decir que si uno anda mirando el suelo, si camina las cuadras suficientes, se va encontrar cosas, es una cuestión estadística. Pero en nuestro caso, qué estadísticas ni qué niño muerto —un dicho popular de mi país en esos tiempos—, eso nos pasaba así, una y otra vez. Ya por entonces Abelardo (nombre ficticio, lo único que mantengo de los nombres verdaderos son las iniciales) estaba empezando a mostrar los primeros síntomas, estaba perdiendo peso, se lo veía bastante nervioso. Aunque pensándolo bien, eso no era raro en él, más bien era lo habitual. Antes de los exámenes o pruebas ese nerviosismo de base, si pudiéramos decir, le aumentaba a niveles alarmantes, claro que alarmantes para nosotros o para su mamá y las pocas personas que lo conocían y a las que les importaba un poco. La otra gente a lo mejor lo notaba algo raro, se encogía de hombros y seguía entregada a sus quehaceres. Eso le pasaba también en las raras ocasiones en que tenía que encontrarse con una chiquilla por ahí, lo que en su caso, como en el mío, era bastante a las perdidas. No pasaba así con Germán, pero eso no viene a cuento aquí. Como digo, Abelardo se ponía nervioso y empezaba a tomar ritalín o benzedrina, que en esos años uno podía comprar en cualquier farmacia, para poder estudiar de noche, calentar las pruebas o los exámenes, otro dicho de mi país en esos tiempos. A la mañana siguiente Abelardo estaba tan saltón que no se podía concentrar, le temblaban las manos y apenas garrapateaba sus respuestas y claro, el resultado no era lo que él esperaba.

Pero esta vez era como mucho. Con profundas ojeras y sudando copiosamente apenas podía contener su excitación que a poco andar se nos iba contagiando. Germán (que como dije no es su verdadero nombre) lo miraba de reojo y me miraba a mí, cuando Abelardo comenzaba a mirar hacia todos lados y de repente se daba vuelta de súbito, o cuando insistía en que cruzáramos a la vereda del frente, que nos fuéramos a la casa. Yo creo que yo era el más normal, pero me pasaban las cosas a veces más que a ellos, aunque prefería no demostrarlo, no darlo a entender, para que no se fueran a sentir celosos, pero llegó un momento en que el trabajo con libros nos asustaba a todos un poco por igual. Pero era tentador, era difícil dejar de tratar de practicar, elegir al azar el libro, abrirlo al azar, hacer asociaciones, esperar resultados, de descifrarlos en el teje y maneje de los minúsculos o tan minúsculos, acaeceres cotidianos, en los ya bastante más significativos titulares de prensa, boletines noticiosos en la radio a la televisión, en esa época de crisis, comprobando cómo los signos del libro se encarnaban, de alguna manera, en las cosas que pasaban, en el mundo. Era más difícil dejar el trabajo con libros que dejar de fumar, o dejar de correrse la paja cuando uno era todavía católico, adolescente, y se lo confesaba al cura que aparte de hacerte sentir sucio y culpable te endilgada una sarta de rezos por varios días como penitencia.

Lo peor del trabajo era la repetición. No en las sesiones, que se podían ir para cualquier lado según lo que fuera saliendo, sino en lo que podríamos llamar sus consecuencias.

Ellos parece que se han olvidado, claro, y también de que los dos estuvieron internados, como decía, en el manicomio, que así se llamaba. A lo mejor se acuerdan pero no quieren hablar del asunto. Eso no lo sé, pero es lo más probable, así como yo también me había olvidado por todos estos años, qué años, décadas, y más encima viviendo en otro país, donde me tuve que venir por esos asuntos políticos, pero eso es otro cuento, aunque de alguna manera también están conectados con libros, manifiestos, que después de todo también son libros. Pero prefiero no meterme por este otro callejón, a lo mejor también sembrado de peligros incógnitos. Y los veo, nos veo, por lo general en el cuarto de Abelardo. Afuera circulan su madre, sus hermanas, a veces sentimos los pasos amortiguados, Abelardo está con esos amigos tan raros. Nos enderezamos y tratamos de adoptar un aire casual, ya que alguien puede estar mirando por el ojo de la cerradura, “este niño se está poniendo cada vez más raro, y con esos amigos que tiene, ese flaco me desnuda con los ojos cada vez que viene, parece que anda siempre marihuaneado”. Suspendemos por un momento el trabajo y nos ponemos a hablar por ejemplo del guatón Don Francisco y los Sábados Gigantes, del último clásico, de cuándo vamos a ir a ver la exposición de Cézanne a Miró, que es muy comentada (de cesante a mirón, como le puso el humor chileno) hasta que sentimos unos pasos furtivos que se alejan.

Lo peor del trabajo era la repetición. No en las sesiones, que se podían ir para cualquier lado según lo que fuera saliendo, sino en lo que podríamos llamar sus consecuencias. Una vez en la casa de alguno de nosotros, ya no me acuerdo de quién, no en la mía, que en realidad en ese entonces era un ático, bastante espacioso y con un inmenso tragaluz que tapaba con un poncho chilote en la noche, para poder dormir. Esa tarde nos estábamos metiendo en el trabajo con libros y hubo un choque afuera en la calle. Por lo que supe después parece que no hubo muertos ni heridos. Pasaron varios meses y una vez en la casa de mi mejor amigo de ese entonces yo le estaba contando ese incidente, cuando se sintió un estruendo afuera. Era una casa vieja, en una calle bastante céntrica pero venida a menos que prefiero no nombrar, pero también en Santiago. Abrimos los postigos para ver qué pasaba. Un choque. Mi amigo estaba excitado y también un poco asustado. Espero que ahora, y ya que he omitido los detalles (la fecha precisa, la hora, el nombre de mi amigo, la calle en cuestión, el número de la casa), no se vaya a producir otra vez un choque cuando alguien lea esto o cuando yo lo esté corrigiendo. Claro que sé que me estoy sugestionando, me estoy dejando llevar y eso me va a subir la presión.

El sistema es, prefiero decir era, muy simétrico. El sistema es, también, bastante preciso en los detalles. Para dar un ejemplo, en el trabajo en el terreno, ya cité arriba creo esa vez en que la mesera nos había dado vuelto de más. Pero no fue cualquier tipo de vuelto. Era la cantidad exacta de lo que habíamos gastado en el restaurante. Así, a lo mejor en esa misma ocasión y luego de salir del local, nos habíamos detenido para prender cigarrillos y en la vereda opuesta había tres tipos parados casi al frente de nosotros, en la misma posición nuestra, y que también sacaron cigarrillos y los prendieron. Claro que a mí, personalmente, me quedaba la duda, y eso no se lo decía a los otros. A lo mejor eran tipos que me andaban siguiendo a mí, por eso de la cosa política. Pero lo que pasa es que siempre he sido un poco paranoico. Cuando, más adelante, empezamos a ponernos un poco nerviosos con el trabajo, llegamos a la conclusión de que la vaguedad y la imprecisión ayudaban a entorpecer la simetría a que tiende naturalmente el trabajo con libros, y al final hasta tratábamos de ser vagos, imprecisos, de alterar un poco nuestros hábitos o gestos, pero esta práctica, a su vez, hacía que la vaguedad fuera sistemática y la convertía a su vez en fuente de peligro. Otra cosa en general negativa, como sería la mala memoria, puede ayudar a que el trabajador con libros se mantenga más o menos incólume, ya que uno o una no estará seguro (o segura) de los hechos tal como los recuerda, y a lo mejor se dirá, “la memoria me engaña, me está jugando una mala pasada”, y se encogerá de hombros con alivio.

Para ejemplo un botón. Una cosa que pasó en el trabajo con libros. Una vez, después de las trasmutaciones de palabras y los cálculos, dedujimos que había ciertas ruinas enterradas en un determinado lugar. Eso estaba apareciendo por primera vez, y como conclusión o inferencia, en esa sesión particular, pero puede que pase un tiempo y uno vaya a la biblioteca por otro motivo y al pasar frente a un mapamundi se acuerda del nombre del lugar que había aparecido en la sesión de trabajo, y se acerca y saca una lupa, porque la letra del mapa es chica cuando no designa a los países, las provincias, las capitales, y ve que ahí está el nombre, en una región de un país que no voy mencionar. Después me puse a sudar, aunque hace bastante frío en la biblioteca, un edificio antiguo, de piedra, que no tenía calefacción central, en esos tiempos era muy escasa en el país, y bueno, ahí estaba el nombre de las ruinas, descubiertas eso sí como cien años antes de que las hiciéramos existir, por así decir, en el trabajo con libros. Afortunadamente, en la mayoría de los casos, los datos pertinentes se pierden en la multiplicidad de detalles que surgen naturalmente en una sesión del trabajo, y uno se olvida rápidamente. Y para eso ayuda tener mala memoria. Quizás años después uno puede leer otra vez sobre eso en un artículo de arqueología y si uno tiene mala memoria no va a reconocer ni el nombre del lugar, ni las coordenadas. Qué alivio. A eso ayuda que esos nombres se suelen alterar según el idioma en que se escribe el artículo, la nacionalidad de los arqueólogos descubridores, simples errores ortográficos o tipográficos, y así, según las diferentes versiones en el Google. Lo que es bastante mejor, porque así se tapan posibilidades insospechadas, aterradoras y a la postre se contribuye a salvaguardar la estabilidad emocional y mental de los ex participantes.

Abelardo decía que al hacer el trabajo con libros esas cosas se creaban, empezaban a existir, pero tenían una historia retrospectiva, a lo mejor de milenios.

Siempre dentro de la óptica del trabajo con libros, por supuesto y eso está de más decirlo, uno tenía que abandonar la mentalidad oficial, la formación que tuvo uno, incluso lo que se llamaba en esa época el materialismo dialéctico, y que es a la postre lo que hizo llegara aquí. O se puede adoptar una especie de mentalidad compartimentada, un poco esquizofrénica si se quiere, donde ambos campos existen en una por así decir coexistencia pacífica, claro que no exenta de sus roces. Yo por supuesto niego todas las cosas que me han colgado, en que dicen que participé o en que estuve metido, especialmente esa supuesta relación con un grupo de extrema izquierda que no voy a nombrar y que logró cierta oscura notoriedad porque asesinaron —ellos dirían, ajusticiaron— a un personero de un gobierno anterior al de la época en que pasaba lo que estoy contando, gobierno que fue, como se sabe, derrocado por un golpe militar. Pero a lo que iba. Por ejemplo se abría al azar el diccionario y aparecía —o apareció una vez— el nombre Milla, que era la cocotte o amante eurasiática asesinada por celos, de un prócer o semiprócer de algún país latinoamericano. Entonces hacíamos girar a ojos cerrados ese globo terrestre, enorme, cubierto con una pátina que le habían dado décadas, que estorbaba nuestro desplazamiento en ese pequeño cuarto y que era una herencia del abuelo militar de Abelardo. Uno ponía el dedo al azar en unas coordenadas, deteniendo las evoluciones de ese globo terráqueo que habíamos hecho girar, y después investigábamos esas coordenadas en enciclopedias, diccionarios, etc., y entonces veíamos que se habían descubierto a una milla de profundidad unas cuevas subterráneas, como en la teoría de la tierra hueca de Edward Bulwer-Lytton. Por eso es que no se trataba de que uno fuera “a adivinar” la existencia de las cuevas y las ruinas. Abelardo decía que al hacer el trabajo con libros esas cosas se creaban, empezaban a existir, pero tenían una historia retrospectiva, a lo mejor de milenios. Al menos eso pensaba él, cuando estaba medio volado, no con hierba, claro, que por ese entonces circulaba mucho. A él le habían prohibido hasta el café, y por otra parte su tesis, lo que farfullaba con los ojos salidos, moviendo las manos, no se podía comprobar, y ante mis reiteradas peticiones de claridad levantaba la voz y empezaba a hablar a gritos haciendo que todos nos miraran en el bar o la cafetería de la Facultad. Yo era más o menos escéptico y parece que los otros dos se daban un poco cuenta, además de que, más o menos oficialmente, yo andaba cerca de uno de los partidos de la izquierda revolucionaria. Por ahora puedo decir (y no soy el único) que en los sesenta en la Facultad había de todo, cabía todo y yo le daba vueltas al asunto del trabajo, sobre todo cuando no me podía dormir. Ya por ese entonces estaba empezando a tener problemas de insomio.

Pero no estoy completamente afuera, a pesar de todos estos años y de vivir en otro país. Aún el miedo me asalta a veces, ahora que me estoy acordando, cuando escribo cualquier cosa relacionada con el trabajo. O pienso en él. Antes, en esa época, yo me las daba un poco de poeta y Olguita me había venido a ver por eso, para que le firmara un folleto que me había autopublicado a mimeógrafo en una imprenta clandesta del partido, donde no miraban con muy buenos ojos mi poesía y por supuesto no sabían nada del trabajo con libros. Cuando traté de explicárselo, ella se reía de otra de mis ocurrencias, para ella acaso las más deschavetadas que me había escuchado. Porque esa vez, en mi departamento donde ella se apersonó de manera imprevista y con una botella de tinto, empezó primero a hablarme del reiki y de lo bien que le había hecho, ya no tenía que tomar pastillas, además de que eso, está comprobado, favorece a la industria farmacéutica que cuenta con investigadores pagados, publicaciones y publicistas de primer orden y que ensayan sus productos en el tercer mundo con la complicidad de los regímenes dictatoriales, todo eso me lo decía con ademanes desenvueltos y una mini que se empeñaba en trepársele por los muslos. En general, luego de esos primeros encuentros, o a continuación del primero, los protagonistas cuentan a los interlocutores de que se trate el resumen de su vida y los hacen partícipes de sus más recónditos secretos. No pude terminar de la manera natural, entiéndanme, porque ella venía en realidad a hablarme del reiki y no venía preparada y yo no tenía implementos de seguridad sexual adecuados en mi cuarto de estudiante pobre y flaco, así es que recuerdo que a las finales tuvimos que recurrir al sexo oral mutuo para evitar riesgos. Aunque todavía no se extendía por el mundo el fantasma del sida, la gonorrea era la cosa de la época en esos años. Pero el sexo oral no estaba nada de mal tampoco. Esa niña no era muy atractiva de cara, pero tenía —a lo mejor tiene, no tiene por qué haberse muerto, aunque nunca se sabe— un cuerpo, unas piernas con las que no era mezquina, siempre andaba con minifalda, aunque las condiciones climáticas no lo aconsejaran. Pero quizás no volvió más a visitarme porque yo a lo mejor me había ido de lengua, estaba bastante entusiasmado, ya que había aceptado una proposición bastante informal de A. de juntarme con él y G. para una práctica bastante borrosa, que tenía que ver un poco con lo que se llama paranormal y el día anterior habíamos tenido una sesión, para mí la primera. Yo ya me había interesado bastante en ese campo, por inclinaciones personales y por antecedentes relativos a cierta gente de mi familia; mi abuelo era o había sido masón y yo había leído los libros de la Blavatksy y Gurdieff a hurtadillas de mi abuela que era muy católica, libros de la biblioteca de mi abuelo, detalles en los que no creo oportuno abundar, cosas que a su vez había abandonado, ya que además yo suponía que a las finales el trabajo espiritual debiera repercutir en la duración física, lo que había quedado desmentido por las biografías de algunos de los maestros. Hay alguna otra gente que cree eso, de que si no se llega a la inmortalidad así, a secas, física, entonces para qué darse la molestia. O yo lo creía en esos años de mi primera juventud. O lo quería. Aunque a veces se las dé de espiritual, la juventud desea sobre todo vivir. O a lo mejor estoy extrapolando. Por otro lado se dice o se escribe que algunos mesías, maestros, profetas, etc., no mueren, o que son arrebatados o perviven como Bálsamo y Cagliostro, el conde de Saint Germain, o Ahasverus, el judío errante. Quizás en la raíz de lo espiritual haya un deseo de sobrevivir, aunque sea de alguna manera. Pero, como digo, mis muy lejanos devaneos con organizaciones iniciáticas, ocultistas, o como se llamen, o personales, terminaron cuando caí en la cuenta de que me interesaba la inmortalidad literal y los poderes extraordinarios concretos. Un poco fáustico, demoníaco y a lo mejor un poco troglo. Entonces la proposición de integrarme a ese trabajo tan suelto y aventurero, que era una especie de descubrimiento y parecía ofrecer resultados concretos, me había caído del cielo. Y como digo, Olguita fue la primera persona que veía desde esa reunión del día anterior, y más encima habíamos hecho el amor, y como digo, cuando terminé de contarle se vistió y salió y evitaba encontrarse conmigo en la Facultad. No había dormido bien y me quedé en la cama y me fumé un cigarrillo sin filtro, que era de los que fumaba entonces. Y no es que eso fuera una cosa fuera de lo habitual en esos tiempos que corrían, que amenazaban una borrasca que se insinuaba multiforme en el cielo entrevisto de la historia. Eran tiempos en que, por lo menos en la Facultad, vulgo Pedagógico, se entrecruzaban personas, grupos o tendencias, a saber y a vuelo de pájaro, no voy a mencionar ni agrupaciones ni partidos ni nombres, porque muchos están por ahí y no sé si lo aprobarían, y estoy nada más mostrando el estado de cosas en su momento, mis tendencias políticas de ese entonces, mis lecturas y formación materialista me hacen enfocar el Trabajo con Libros dentro de un contexto, lo que quizás sea un exorcismo. “¿Ven?, no tenía nada de raro. Cosas más descabelladas se daban en ese entonces, en esos tiempos, acordémonos del mayo francés, etc., etc., etc.”. Eso pienso quizás, al inscribir esta instancia concreta y vivida en ese marco social e ideológico correspondiente a una época fuera de lo común y que, además de ser un poco remota, ya va asumiendo cada vez más caracteres de leyenda. Todo podía pasar, y ahora, madurones, en las antípodas del mundo, podemos entregarnos a la nostalgia de esos tiempos, de la dorada juventud, y en una de estas, dormir tranquilos, con un libro normal entre las manos.

Jorge Etcheverry
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