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On the road

jueves 28 de abril de 2016
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…And I want you to obey the goddamn rules of the road!
Fifty-fuckin’ thousand people were killed on the highways last year ‘cause of fuckin’ assholes like you!
Tell me you’re gonna get a manual!
(David Lynch: Lost Highway)

IPOD on. Pearl Jam. Canción: Animal. Cuerdas de guitarras que cruzan el aire como virulentos latigazos. Sientes náuseas. Crees que vas a vomitar. Asomas un poco la cabeza para que tus pulmones reciban una sobredosis de brisa nocturna. Vuelves tus ojos a la carretera y pisas con violencia el acelerador hacia la noche abismal. Entonces recuerdas los ojos en espiral de Kim Novak en los créditos iniciales de Vértigo, una de tus películas favoritas desde los años de juventud. No tienes idea de cuánto has podido avanzar ni de dónde te encuentras en este momento. Las rayas blancas se repiten incansablemente bajo las luces del vehículo que conduces, se funden, rasgan el asfalto, diseccionan su vientre. ¿Cuánto tiempo tardarán en encontrarte? Alzas los ojos hasta el retrovisor para chequear que nadie te esté siguiendo, pero de lo que te percatas es de la trayectoria recorrida por una gota de sangre que empaña el espejo; entretanto, debajo, sobre la alfombra, se ha acumulado un charco que, aunque amorfo y diminuto, aún es visible. Recuerdas que con el primer disparo él comenzó a sangrar como un cerdo perforado por un taladro, y supones que al tratar de salir del carro debió de posar allí la mano empapada del líquido con el que se vaciaba; el segundo disparo rasgó la piel que cubría el cráneo con el sonido con el que se abre una lata de bebida gaseosa. ¿Un tercer o cuarto disparo? Ahora no lo recuerdas. Si se combinan, el miedo y la rabia son estímulos eficaces para producir amnesia parcial o total. No te detendrás. Arrojas tu chaqueta sobre la sangre todavía húmeda y caliente. Por suerte, aún no se ha desbordado su pestilencia.

El acelerador ya se ha convertido en una extensión de tu pie, en tu prótesis vehicular, en uno de esos injertos mecánicos del cine de ciencia-ficción.

Canción: Alive. Piensas que en este momento los títulos de las canciones de Pearl Jam se parecen a un viejo comercial del canal TNT. Imaginas una voz masculina en off anunciando “pasa en la vida, pasa con Pearl Jam”, mientras que como una tormenta eléctrica en la pantalla se suceden imágenes asociadas con las letras de sus canciones. Vuelves a concentrarte en la carretera. Debes dejar esta zona de inmediato, pues te sabes vulnerable, frágil, nada. Sabes que no eres más que un minúsculo insecto amenazando a la araña con su propio tejido, tratando inútilmente de estrangularla con él. Puedes oler el peligro en el aire que empujan las olas del mar que se abre a un costado de la carretera, esa alfombra húmeda que viste la tierra ardiente de la costa. En la distancia logras reconocer el lugar al que venías cuando estudiabas bachillerato. Allí surfeabas con tus amigos. Fue en aquellos días cuando conociste a Mariana. Siempre supiste que las cosas entre ustedes terminarían abruptamente. Ahh ohhh I’m still alive. Avanzas con una velocidad demencial. ¿Ya lo habrán descubierto? Seguramente a esta hora la policía estará al tanto de todo lo ocurrido. Presumes que debe haber una persecución enorme al estilo de Thelma y Louise. Pero tú no te lanzarías por un precipicio, sino que penetrarías las entrañas del mar, te abrirías paso entre el vaivén frenético de las olas, entre esa danza erótica, más bien obscena del mar con la arena, el old in-out, little brothers.

Canción: Do the evolution. El grito inicial de Eddie Vedder, un filoso aullido, amenaza con agrietar los vidrios del parabrisas. El acelerador ya se ha convertido en una extensión de tu pie, en tu prótesis vehicular, en uno de esos injertos mecánicos del cine de ciencia-ficción. Eres un transformer = It’s evolution, baby. Te ríes de tu idiotez idiosincrática. Te preguntas a quién carajos se le ocurrió decir que reírse de las situaciones trágicas era una de las virtudes del venezolano. A ti te parece que es como si te felicitaran porque portas una maldición ancestral, un redundar en lo patético, la celebración eufórica de un autogol. It’s bad behavior. No parece que la línea del mar se borrará nunca. Vuelves a mirar por el retrovisor, pero solo dejas un velo oscuro a tus espaldas, una mancha absorbente e insondable.

Canción: Even flow. Piensas en Vedder colgando de unos andamios en la mitad de un concierto en alguna ciudad del mundo y concluyes que tal vez siempre ha sido un suicida reprimido. Suicidarse cuando gozamos de dicha, reflexionas, es el mayor acto subversivo que podamos realizar, mientras que acabar con tu vida cuando eres infeliz no es más que la prolongación de tu pena, solo una acentuación de tu tristeza, la certificación de tu derrota. Suicidarse, en cambio, es recibir la noticia de que has obtenido las mejores notas de la clase para luego lanzarte desde lo alto del edificio de la universidad hasta que tu cuerpo se descoyunte en cientos de pedazos. Suicidarse es clavarte el cuchillo en el cuello mientras te cantan la típica canción de cumpleaños ay qué noche tan preciosa. Te reprochas que la cercanía del peligro te haga pensar güevonadas. Ahora atraviesas un terreno de tierra áspera donde descuellan unos firmes peñascos que te obligan a disminuir la velocidad. Mientas la madre (bis) (bis) (bis) (bis). Logras escuchar la fuerza de la ola serruchando la superficie de las piedras. Nuevamente ganas velocidad. ¿Cuánto tiempo tardarán en atraparte? ¿Qué harán cuando encuentren el cadáver del policía que llevas en la maleta? Vuelves a desafiar a la carretera con ímpetu. Ella trata de vencerte, de humillarte, con sus rayas ejerce un poder hipnótico sobre tus ojos fatigados. Sientes que deliras.

Titubeas en salir del vehículo, pero entiendes que no puedes dejar rastros de tu presencia.

Canción: Spin the black circle. Luces se aproximan en la distancia. Si giras en U, puedes provocar sospechas. Caes en cuenta de que quienes te persiguen deberían venir en dirección contraria, a tu espalda, quizá en caravana. Terio gris. Cornetas que vomitan un reggaetón de moda mételo, papi, mételo. Voces de mujeres de silicón hambriento. Ahora se alejan hasta que la distancia convierte el carro en una réplica de juguete de guardería. Debes recortar velocidad para dejarte llevar por las curvas que se te imponen al frente. El zigzagueo te devuelve las ganas de vaciar la bilis de tu estómago. Tu boca expulsa un olor rancio, mortecino. Colocas tu boca abierta fuera de la ventana. Esta vez bajas todo el vidrio y regresas a la posición que ocupabas. Repentinamente, de la nada de aquella geografía estéril, una figura se atraviesa en la carretera. Spin, Spin, Spin the black, spin the black.

Canción final: Last kiss (cover). No hay tiempo para pisar el freno. Embistes con fuerza bruta aquel cuerpo inoportuno. Has distinguido a una figura humana. Titubeas en salir del vehículo, pero entiendes que no puedes dejar rastros de tu presencia, nada que delate tu evidente tránsito por aquella carretera perdida. No te equivocas. Allí se encuentra el cuerpo, sucio, pestilente, roto, desmembrado como una marioneta clavada entre los colmillos de un perro rabioso. No puedes dejarlo abandonado allí. Abres la maleta. Arrastras el cuerpo y lo colocas como las verduras que el vendedor ordena sobre un mostrador. Sientes lástima. Le pides perdón a ese cuerpo que acabas de demoler. Lloras ante él. Sabes que es solo una víctima más. Luego diriges tu mirada al cuerpo que se encuentra a su lado. A ese lo maldices, te mofas de él, deseas defecarlo. Escupes su insignia de hombre de ley, su uniforme. Ríes de que no haya calculado que a pesar de tu ropa de color pastel, de tu fragancia dulzona, de tu voz impostada y de tus ademanes teatrales, sigues siendo un hombre, por error, pero un hombre. Si no hubiese querido penetrar tu cuerpo a la fuerza, abusar de su autoridad, tú hubieses vaciado tu vejiga a la orilla de la carretera y ahora viajarías de regreso a casa. “Los papeles de este vehículo no están en regla, señorita. ¿Cómo hacemos?”. Palideces. Tiemblas. Tratas de poner tus pensamientos en orden. Ves a lo lejos los primeros rayos del sol que se cuelan entre las pastosas montañas que cercan tu ciudad. Maldices tu puta suerte. Maldices que hoy es un día de esos, un maldito día de esos.

Maikel Ramírez
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