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Condominio

sábado 17 de junio de 2017
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A veces te lo imaginas allí al fondo, sobre la cornisa aquella en el vértice del grandioso patio interior, detrás de la esquina saliente. Donde no se le ve. El grito tiene que provenir de la parte más glotal de la laringe del animal. No. Siringe se llama. Y glotis no tiene. Pero la cuestión es saber por qué la agudeza del sonido corta las fachadas lo mismo que el requesón. Yo me imagino que influye mucho el eco del patio, acrecido por los múltiples chirridos de polea oxidada de los tendederos. Aunque es quizá más determinante su planta triangular, así como en punto de fuga, también la posición de nuestro piso a un tercio de la hipotenusa. Me acuerdo mucho de la batalla de san Romano. La misma claustrofóbica perspectiva, como mentirosa, incipiente, empantanada en una oscuridad de pensamiento más que material. No es una coincidencia que el pintor se llame Uccello. Por supuesto. El animal y esta proyección isométrica flotan los dos siempre en una primera alba del mundo, mirar el patio es escapar hacia los inicios. El cielo sin nubes. Las ventanas sin inquilinos.

El animal ha aprovechado el momento de máxima absurdez: todos callados o hablando en voz baja, contra el viento, para no entorpecer la llamada que ya tenía que haberse producido mucho antes.

Otras veces sabes que ha tenido que cruzar el espacio hasta otra cornisa como si nadara por sobre un lago sereno. Es una estinfálide, pongamos por caso. La oyes que desde el lado opuesto dispara un canto trunco que es un lamento, largo y declinante. Crees que va a decir alguna cosa porque el chillido arranca lánguido desde un punto en la moldura de las fachadas y uno se compenetra enseguida mediante el vértigo imaginario con la ausencia de vértigo de ese ser casi ingrávido que señorea las alturas del recinto.

He pensado en esta polivalencia sinestésica quizá porque me quiero creer ornitólogo. Hace unos 8 o puede que 14 meses, tal vez 30, hasta una veintena de vecinos nos pusimos de acuerdo para que algún organismo del ayuntamiento tomara medidas y se cazase al ave. Y se la llevaran al general Prim o al infierno.

Siento mucho hablar de esta manera. Ahora me parece una hazaña la reunión en la azotea del edificio 4, el que cae siete más allá del nuestro, y en el que se posaba y se posa con mayor frecuencia. El suelo, cubierto de baldosas, es penosamente desigual, como una alfombra rojiza que esconde bultos, y la masa de vecinos parecíamos un mar revuelto, inclinados hacia un lado, con cuidado de no caernos saltando el muro patio abajo. El pájaro ha graznado una vez solamente, cuando todos estábamos expectantes, a media sesión, porque Guerau respondía a la esperadísima llamada de un funcionario de la Agència de Salut Pública de Barcelona. El animal ha aprovechado el momento de máxima absurdez: todos callados o hablando en voz baja, contra el viento, para no entorpecer la llamada que ya tenía que haberse producido mucho antes. Nos ha venido a decir que son las instancias escritas, bien instruidas, y la muda eficiencia lo que resuelve estos problemas. Cuando me he querido dar cuenta quedábamos sólo tres. Evidentemente no me acuerdo de la cara de ninguno de los veintipico ni de la de ese tal Guerau.

Cada uno por su cuenta, y nosotros sin duda por la nuestra, hemos ido contemporizando con el asunto. Sinceramente, yo no sé los demás, pero desde aquí no ha habido forma de avistarlo al vuelo. Sólo la voz. Para avanzar en mis búsquedas por internet no me hace falta, me lo imagino con agobiante claridad y si no lo pienso mucho lo cierto es que podría dar por hecho que lo he observado decenas de veces cruzar mayestático y silente, o torpe y aleteante, de una parte a otra. En vídeos por la red lo tengo más que estudiado, aunque sean grabaciones de otros vecindarios del todo ajenos al conflicto, de otros pájaros, especies, fenómenos.

Decir que se trata sólo de un silbido de reclamo es insuficiente. Ese monosílabo doliente que dura varios segundos está modulado con una arsis media entre dos tesis. Pero el arsis contiene tres tiempos. A veces el sonido varía y esta descripción ya no sería válida. La primera nota arranca neutra, pero la segunda y principal asciende una octava y contiene un plañido hondo, desangelado. La última nota, en barrena, no permite diluir esta impresión, sino que la cristaliza, la vuelve puro aullido.

Mi mujer, Frasca, me ha prohibido que abra las ventanas buena parte del año. Son ventanas de madera vieja, que cierran mal que bien, con persianas que se enganchan si no se bajan con cuidado. Claro, ella se figura un ave de vasta envergadura que de pronto se posa inmensa, picuda y revoloteante en la mesita de nuestro salón y se nos lleva a uno de los niños o se le come los ojos a ella como huevos a la copa de nácar, mientras duerme la siesta en el sofá. En los veranos bochornosos y dilatados se pone más nerviosa. Todo este terror desaforado lo provocó que en semana santa llovieran aquellas plumas, de un metro las más largas, de colores tropicales. El presidente de escalera y yo pensamos que quizá estaba afectado por un picaje milagrosamente autófago que explicaría también las plumas menores y los pedazos de carne anejos, ennegrecidos. Con estos indicios se acababa lo de pensar en cacatúas de las molucas y otras avecillas de tamaño medio. Tenían que ser loros de vete a saber qué lugar de la Patagonia o de la madre que los parió. Mientras andábamos perplejos porque la voz de esa especie no se correspondía mucho, entonces sí que vino un biólogo, esta vez de la misma Generalitat, que nos dijo con mucha calma que las plumas estaban fabricadas. La policía descubrió al autor, del undécimo, y prácticamente sentimos que se nos había dejado en ridículo.

Las otras aves que vuelan entre las fachadas no tienen ninguna relación con ella. Yo creo que ni se ven, que unas y otra viven en ámbitos o tiempos distintos. Mi suegro, al que pagamos el alquiler porque es el propietario, insiste mucho en que son esos pájaros y me suelta que barrunto otras cosas porque no madrugo cada día. Eso lo dice porque gano menos que su hija, pero sabe de sobras que trabajo en casa el ochenta por ciento de mi jornada. Aquí, mirando afuera desde la mesita del escritorio, me absorbe el ángulo del patio como una aspillera. Debería comprarme una ballesta, aunque esto es una soberana tontería. Antes tendría que columbrarlo por lo menos una vez. Tampoco tengo claro si es un pájaro o es un ave, que taxonómicamente es casi lo mismo, pero ontológicamente no.

Supongo, por supuesto, que los golpes sordos ya no se los atribuiría mi suegro tan alegremente a picas vulgares o palomas. Yo no estoy del todo seguro de si se oían ya al principio. Le he preguntado a Frasquita y me ha dicho que está tan desorientada como yo. A los niños queremos mantenerlos al margen, gracias al menos a que sus habitaciones caen al otro lado de la casa. Evidentemente fui yo el primero en darme cuenta. Un tintineo rítmico, cadencioso, a base de sacudidas secas contra nuestra pared interior. Durante un buen tiempo creí que podía ser meramente vecinal y proceder del piso de arriba. Quizá la pata de la cama les cojeaba. Son edificios antiguos, en cuyos lavabos el bajante general deja manchas amarillentas, repelentes, y se oye casi todo. Empezaba a estar tan convencido que subí incluso una nochebuena, a las tantas, a llamar al vecino sin más contemplaciones. Pero me desengañaron con facilidad. El martilleo se escondía sutilmente.

Comencé a advertir que los golpes tenían que provenir de una habitación que rompe el rectángulo de nuestro piso y está situada al lado de mi estudio, de cara al patio. También es contigua con el dormitorio, aunque hasta que yo no los noté por mi cuenta no empezaron a molestarnos en la cama. Justo entonces, los gritos del animal que se oían en lontananza fueron combinándose poco a poco con los mazazos. Mis miradas ya no buscaban el vértice del patio, que estaba en silencio. De ningún modo venían de allí los graznidos quejicosos. Me lo imaginé sobre la cornisa última de nuestro bloque, justo encima, siete pisos más arriba. Mi incomodidad en la misma casa se inicia ahí. Desarrollé una hiperactividad que no me dejaba reposar. Si bien requerí una reunión inmediata del bloque, el presidente de escalera me dijo que había cesado y se esperaba en breve una inminente convocatoria de vecinos para la elección del sustituto. Pero ésta no se produjo. Al cabo de varios meses perseguí por varios pisos la puerta del nuevo presidente y me hallé por último en el entresuelo con un figurín bonito de cara, jersey a rayas y bufanda lila, pasados los cuarenta.

Me creí sus modales. Me invitó a entrar en su piso, envidiablemente reformado, con puertas y marcos nuevecitos, en madera noble y aluminio, y muebles de última línea, bien al contrario del piso en que yo malvivo. Me pregunté si tendría mancha amarillenta. En cuanto al problema, opinaba como mi suegro. Desde su ventana, reclinándonos hacia atrás como nadadores a punto de saltar a la piscina de espaldas, se veían, en efecto, esa especie de cotorras que chillaban como locas. Me negó los golpes. O me los ubicó dos bloques más allá, pero de ningún modo los relacionó con la escandalera de los animales. Yo le hablaba en singular sobre el ave, que llamé cotorra por súbita convención, mientras él seguía con un plural ilógico, incongruencia que por más que se alargaba mi visita no conseguíamos reajustar. Y a mí me molestaba, porque me hacía pensar que el lechuguino me estaba dando largas.

Trabajar bajo la presión de ambas interferencias resulta, cuando menos, turbador. Quiero decir que Frasquita estaba empezando a desentenderse de mis alteraciones. Como el episodio de las plumas artificiales se quedó en nada, dejó de fabular con depredadores alados del pleistoceno y aprendió a acostumbrarse al sonido de las que ella también llamaba cotorras, en plural, que de ningún modo asociaba a los golpecitos. Éstos, por otra parte, como trabajaba fuera, volvía cansada, y a partir de las 22 ya no molestaban en el dormitorio y casi nada en el resto de la casa, aparte de mi estudio, los dio por descontados e insignificantes y me abandonó a mi suerte sin piedad. Además el patio entero parece que se sintió aliviado del vuelo aciago del ave, que ya sólo se posaba sobre alguna ventana perpendicular a mi despacho. Los vecinos dejaron a un lado la angustia de una vez y hablaban, en cualquier caso, con cierto jolgorio de los dichosos loros o lo que buenamente fueran.

Pensé que debía cambiar yo también de planteamiento, achacar las percusiones al vecino del otro bloque, aceptar que su piso no confinaba con el nuestro, y que los graznidos ominosos eran cosa de la naturaleza, casualmente entreverada en el tejido urbano de nuestro patio. Tanto que habíamos avanzado en la identificación de la anomalía para esto. Así que continué con mis ventas ante el ordenador procurando no distraerme con nada. Soy online retailer (antes he sido otras cosas) y las cuotas de autónomos, más hacienda, se me comen. Menos mal que el alquiler que le pago a mi suegro son solo 400 euritos: será por ello por lo que Frasca me dice, cuando la enfado con este asunto, que acaso lo único que he acertado a hacer en la vida ha sido casarme con ella.

Me asomaba a veces por la ventana de mi estudio. Por más que me empeñara no podía desligar ambos fenómenos. Los graznidos, sin ninguna duda, salían de un solo sistema fónico y además se armonizaban muy bien con los golpes. Clavaba la vista en la esquina de la izquierda, donde se encontraba el bloque colindante, y más allá el otro bloque. Amas de casa que tendían ropa, indiferentes. Alguna ventana abierta. Miraba arriba y no veía pájaros de ningún tipo. Cuando volvía a entrar ambas molestias se acompasaban a la perfección. Concluí, sin más ambages, que la cosa provenía justo de la habitación de al lado. El ave había engañado a todos a la postre, pero no podía burlarme a mí, por una razón banal, que en nada me halagaba: tenía su nido justo a menos de dos metros.

Ya me siento lo bastante fuerte para aceptar que los chillidos están aquí y que su nido es inmediato.

Por increíble que parezca, nuestro querido presidente de escalera no conoce, ni tiene obligación de conocer, ni la cámara de la propiedad se lo va a requerir, cuál es la puerta del edificio ni del piso que nos ha caído a nosotros pared por medio. Porque, como ya he dicho, se trata de otro bloque. Asimismo, y curiosamente, nuestro gigantesco patio, que este genio recorre como sus dominios, es tierra vedada, de ensueño, para los inquilinos: sólo tenemos una única perspectiva, unidimensional, carcelaria, desde nuestros pisos respectivos. Me costaría mucho meterme en los pisos de la fachada de la izquierda, desde donde podría obtener una vista acaso inmejorable de la guarida de la alimaña. Miro desde mi casa las ventanas de los bloques más allá de esta esquina del patio, que nos cae a la izquierda, con verdadero anhelo. Repaso las fachadas con delirio. Ellos tienen que ver, advertir, y no dicen nada. Deben de estar estupefactos. O asustados. O paralizados y empujados a una cotidianidad de vasallos. No puedo explicármelo.

Esta esquina, donde está precisamente ese piso, es como un codo, como un punto de la espalda adonde no alcanzamos, como el vacío existencial que el berkeylista intenta sorprender sin éxito tras de sí, girándose rápido, como he leído en Tolstoi o en Gramsci, qué sé yo. Pero, no obstante, mis progresos son notables. Quiero decir que ya me siento lo bastante fuerte para aceptar que los chillidos están aquí y que su nido es inmediato. Que probablemente sigue campando por sus respetos de un lado al otro del condominio, se agarra a los filos con sus garras grises y plateadas, bate con las alas los tejados, nos vigila a todos, pero ha decidido venirse a reposar a la habitación de uno de los pisos y solo grazna en esta madriguera. No creo que sea exactamente por cautela, sino por mero cambio en su modo de vida. Lo que me desasosiega hasta extremos inefables es pensar en la fórmula como se ha podido adueñar de ese cuarto. Imagino que Frasca tenía toda la razón, aunque ahora ella misma se desdiga. El animal penetró por la ventana cuando estaba abierta. Es difícil que la rompiera como un proyectil, pero no imposible. Luego limpió de inquilinos la casa, ahora ya un cubil dantesco, que probablemente guarda los esqueletos de los cadáveres roídos por él mismo.

Todo esto son conjeturas, de acuerdo, que no se compadecen con la ausencia de otros datos necesarios: olor a putrefacción, ruidos más alarmantes, reacción de los vecinos. Pero la cadena de indicios anteriores sólo me puede conducir a conclusiones tan contundentes como esta. No hay que ser tampoco ingenuo. Yo para nada comunico esto con los críos o siquiera con Frasquita. Podría apoyarme en mi suegro sobre todo porque no quedará más remedio que escapar del piso. De hecho él me perdona algunos meses de alquiler a condición de que no le venga a su hija con la matraca del pajarito. En todo caso, habrá que arrendarlo engañando a algunos pobres mientras alquilamos otro y ahorramos para otra compra. Lo que pasa es que mi mujer me dijo que no estaba muy en mis cabales si quería cambiar de casa por unas cotorras o por unos rumorcillos en los pisos de alrededor. No quise especificarle las causas por lo que ya he dicho y me di cuenta de que era inútil insistir. Lo cierto es que más o menos desde que advertí que el ave se había convertido en nuestra vecina sólo hablamos cuando me deja unas horas a los chicos. Hasta tal punto tengo al animal metido entre las sienes que casi me gano una orden de alejamiento. En cualquier caso, debía ganar tiempo. Si me quitaba este problema de encima, pagaría el piso y recobraría a los míos. Sin embargo, como una argolla al cuello me sujetaba a la cama muchas horas del día, hundido en un agotamiento invencible, asfixiante, a menudo con las persianas bajadas.

Los gritos eran agudos. No cabía ninguna duda. Por otra parte nunca había visto al pájaro. Además no había habido movimientos extraños en el piso de al lado. Ni tampoco los vecinos que vivían oblicuamente reaccionaban de modo proporcionado, si a otra cosa no, al menos a la singular circunstancia de encontrarse la ventana de una habitación siempre abierta o rota, en el interior la casa en perpetua inmovilidad y desaparecidos sus inquilinos. A mis solas, bajo la batería de chillidos y golpes, fui calibrando todas las posibilidades. Como entre tules de una fina seda, la ilusión de una voz materna se abría camino. A veces incluso la voz de un hombre que hablaba alto, seguramente por teléfono. Esto quería decir que acaso el pájaro había entrado a vivir con toda normalidad en un piso humano del condominio. Es cierto que tal como estaban las cosas yo no podía atar ningún cabo. Pero tampoco iba a mantenerme fijo en la visión apocalíptica. Parecía claro que había una convivencia.

Y era una convivencia con amor. Es decir, que las voces del hombre y la mujer venían a entretener, incluso a arrullar al autor de esos sonidos. El pájaro habría seguido así un itinerario gracioso. De aterrarnos a todos en el vecindario con sus vuelos había pasado a conseguir hospedaje en el cuarto de una casa donde se le trataba con cariño. Como a un hijo. De hecho los malditos graznidos tienen algo de voz infantil. Todos veníamos de conjeturar posibles escenarios del todo racionales pero ahora mis observaciones no podían ir desencaminadas. Por otra parte eran mías y tenía derecho a conducirlas como quisiera, ya que no me respaldaba nadie. Pero el caso es que tomaban otros derroteros. Un ave acaso de rapiña que de pronto era un pichón en una casa o incluso un muchacho.

Me preguntaba si estaría tumbado en la cama. De imaginar una habitación sin muebles o arrumbados, una guarida predatoria, pasé a pensar en un cuartito infantil, ordenadito, con colorines en las paredes. Todo aquello se me estaba desmadrando. No guardaba ya la menor lógica. Pero lo cierto es que nunca se dijo que el animal fuera adulto o no. El que dejara las cornisas para habitar entre cuatro paredes, y convivir con una familia, podía explicarse porque el pobrecillo fuera en el fondo una cría extraviada que necesitaba un hogar y esas cosas. Parecía naíf, pero era una explicación. Una familia menos desaprensiva que el resto. Al final esta gente siempre tiene la razón.

Estos pensamientos de todos modos no me daban tranquilidad. Sacudida tras sacudida sobre la pared desde las 10 de la mañana hasta las 9 de la noche, junto con plañidos alternados, me iba a sacar de quicio. Muy bien, un ave exótica que pasa a ser mi vecina. Y luego yo me tenía que jorobar. Si esa era la idea no podía conformarme de ningún modo. Me estrujé la sesera para comprender cómo un ave aún pequeña podía dar además aquellos golpecitos. Empecé a pensar que buena parte de su constitución debía de ser humanoide. La modulación de algunos de sus gritos correspondía más a una laringe. Si había participación humana en ese ser el asunto tomaba otro cariz. Sin duda había volado por el patio durante meses, pero ahora estaba arraigando. Y metamorfoseándose como en un mito.

Fuera como fuese, a un metro y medio o dos me tocaba lidiar con una especie de niño-pájaro, todavía muy estridente, que batía nuestra propiedad. El pobre monstruo tendría que administrar su tamaño con la ayuda de sus progenitores y por lo tanto, acaso con las propias alas o con las piernas, antes de la trasformación completa, desahogaba en la pared o en el armario la desazón de su estado. En ocasiones, me hubiera explicado mejor los sonidos si hubiese tenido la certeza de que lo bañaban en una bañera clásica de hierro fundido, que reposara sobre cuatro soportes en el centro del cuarto, bajo una tormenta de cándidas plumillas desprendidas de las alas. Acaso eso explicaba el aumento de humedad y hongos en las paredes, que aún me dificultan la respiración.

Llegados a este punto, aunque sería algo incómodo e impactante para los servicios sociales, parecía que no había razón para que no se ocuparan de él. Pero me encontré con el mismo dichoso problema. Me dijeron que si no sabía la puerta servicios sociales ni se desplazaban. Que llamara a la policía municipal. No obstante, a la comisaría que nos correspondía ya la habíamos cansado bastante mientras intentábamos cazarlo por el patio. Nuestro crédito era mínimo.

Consideré que si este híbrido ser ahora era más inofensivo quizá con mucha suerte podría dañarle. Era evidente que en algún momento tendría que tomar el fresco, asomar la cabeza, lo cual me llenaba de curiosidad y de zozobra a la vez, o al menos una ala. Si yo pudiera alcanzarle de algún modo a lo mejor solucionaba el asunto con gran facilidad. Me compré un palo largo, a manera de pértiga, y lo metí detrás del armario de mi despacho, a la espera del momento propicio en que pudiera descargarle un golpe certero desde mi ventana. Sin embargo, toda acechanza fue en vano. El niño-pájaro y sus padres se guardaban bien entre sus paredes. Hubo entonces una inopinada tercera manifestación. A la par que las dos anteriores, podía oírse una especie de gruñido muy gutural. Era tan distinto que prácticamente me pareció que algunas mañanas otro ser teratológico acompañaba al ave y era bañado junto a ella en otra bañera. Por fin, acepté que los gruñidos eran del mismo individuo.

Pero esto me llevó a una conclusión que subvertía toda la larga serie de observaciones llevadas hasta el presente. Son las lecturas de Frasquita las que me han venido bien durante estos meses. A la sombra de ellas, que ciertamente no son mías, arrastro menos mal mi proyecto de vida, que ha sido siempre un afán inane, baldío, sin objeto, pero no menos extenuante y tenaz. Trabajos intermitentes, mal remunerados, competencias laborales que no hacen sentido, una antigua hipoteca fallida, una familia rota, hijos que ya no veo, edad. Cayó en mis manos un tal Sacks, que decía en un libro suyo que los sonidos producidos por los internos de un sanatorio a veces parecían los de un zoo. Me di cuenta de que quizá aquel vecino ya no era (o quizá nunca lo fue) un pájaro o un animal, sino, simple y llanamente, un deficiente mental acaso adulto, no por fuerza un niño. Me convencí de que como mucho su Ba, su espíritu aviar, se había evaporado y ya no nos molestaría más en el vecindario. Pero quedaba él, como he dicho muchas veces, especialmente empeñado en destruirme, en echarnos uno a uno de esta casa, que se me estaba ya cayendo encima.

La observación del neurólogo mostraba que en el sistema nervioso del ser humano se guardan estadios evolutivos previos o incluso paralelos, no tan lejos de nuestra conciencia, hasta el punto de poder hablar de un magno fondo común. El deficiente emulaba, en rigor vivía otras naturalezas. Ahora había absorbido o dejado escapar la del pájaro, pero la reproducía a diario con sus voces, que marcaban el ritmo de mi degeneración.

No me levantaba apenas de la cama en todo el día. Acechaba sus ruidos paralizado. A veces ponía la oreja en la pared y oía al padre hablando alto durante interminables llamadas telefónicas. Era un habla de hombre rudo, maleducado, zafio, insustancial. Se me ocurrió como brillante solución intentar llamarle desde mi ventana y obligarle a asomarse para tratar del asunto. El remedio podría estar al alcance de mi mano, en una mañana. Al día siguiente a las 10, cuando iba llegando a uno de sus puntos álgidos, lo probé pero solo conseguí acallar o amortiguar el escándalo. Así continué media semana, sin resultado.

O como único resultado el mitigamiento del fenómeno. Me di cuenta de que el padre no reaccionaba a nada. El tipo andaba en otra parte del piso. Quien lograba moderar al minusválido era la madre, que se conducía con gran discreción. Lo más seguro es que no se atreviera a salir a la ventana porque temía las quejas de un vecino desaprensivo e insensible al estado de su hijo. No me pude contener. Pensé que era la ocasión para establecer contacto. Sin ayuda de las autoridades, debía yo dar un paso adelante. Me busqué un espejo, breve, abarcable con la mano, en un chino. Luego precisé un palo de selfi y me lo fui a comprar, el más largo que encontré, a las escaleras de plaza de España, porque creí que tendría un influjo beneficioso.

Sus dos hipóstasis, la de niño-pájaro y la de pájaro, habían venido a destruir el mayor logro de mi vida penada, desorientada, banal, la familia formada con Frasquita.

Tardé 41 horas en decidirme. Mi idea era llamar la atención de la madre, violentando, sí, su intimidad, pero arrancándola de ese modo de su disimulo. Así saldría por fin ella o el marido y hablaríamos del problema como personas civilizadas. Cómo no voy a reconocer que quería precipitarme en un abismo desconocido a través de nuestras ventanas, cazar valientemente al pájaro, al niño-pájaro, al incapacitado en su escondrijo como se acorrala a una víbora para poder despellejarla o para morir de su mordisco. Por fin una madrugada mientras alboreaba lo hice por los niños, por Francisca y nuestro amor, hasta por mi suegro. Las primeras imágenes reflejadas eran cortinas blancas, espesas, luego un cabezal con tres palos, un cuadro, una cómoda. En el lecho yacía un hombre huesudo bajo las sábanas verduzcas. La mata de pelo me ha parecido un cojín suplementario. Busqué el rostro pero no fui capaz de encontrarlo y lo supuse girado. Me iba a bastar esta primera incursión. La repetiría a media mañana. Sin embargo, lo cierto es que la cara estaba a unos centímetros a la derecha, inadvertida. Los ojos me miraban al parecer conscientes de lo que veían.

No había pájaro ni niño. No había horror. Yo estaba sereno. En el espejo el semblante del hombre expresaba comprensión: él entendía quién era yo, sin que yo mismo me diera mucha cuenta. El vecino se manifestaba en la desnudez de su existencia, postrada, inútil, muda, irrealizada. Irrealizada para toda la eternidad. A trasmano de él, quedaban infancia, madurez, adquisición y disfrute de bienes, medro personal y laboral, viajes, experiencias, relaciones. A su lado, la nada. Una oportunidad de vida sobre el planeta desperdiciada, con una consciencia escasa de ella. Una muerte redoblada a diario. Ahora lo miraba otro ser, interesado. El hombre se espejaba en mí, y gracias a ella comprendía la crudeza vivencial de su estado.

Yo, balanceado vertiginosamente por la intensidad de esas pupilas, también reflejaba en él mis desaciertos, que me parecieron de pronto truncas convulsiones para salir de la misma cama. Creo que el hombre, perspicaz, ha advertido mi tambaleo, y se ha alegrado codiciosamente de metérseme por las cuencas de los ojos a través del espejito. Es como si pudiera capturar por fin, después de varias décadas, un ser humano expedito, libre, activo, autónomo, y obligarlo a penetrar en su mundo. Lo que él no pudo sospechar entonces es que a mí me pareció de pronto mucho mejor, más auténtico su estado que el mío. Fue sacrílego, si se quiere. Fue irremediable. Sus dos hipóstasis, la de niño-pájaro y la de pájaro, habían venido a destruir el mayor logro de mi vida penada, desorientada, banal, la familia formada con Frasquita. Logro artificial, incompatible conmigo. Y por ello mismo dicha destrucción había sido una hermosa liberación. Y esto se explica lógicamente: esas dos hipóstasis me reclamaban a la natural inexistencia, que nunca debí abandonar.

El ave vuela ya de modo bien manifiesto, si no para todos, sí para mí. Hace unos círculos enrevesados entre el balcón del quinto y el del segundo, de fachadas opuestas. Pasea por las cornisas. Grazna mucho. Alardea ante la ventana del comedor. Yo lo veo tranquilamente desde el sofá, horas y horas. No estoy postrado, pero no me da ninguna gana de levantarme. El pájaro vela y a menudo mi suegro me envía una asistente, que me constriñe al aseo. Frasca y los críos vienen muy de higos a brevas. Los golpes ya no molestan. Al contrario, al lado la voz bien articulada de un hombre de mediana edad, enérgico, desenvuelto, locuaz, ocupado, de presencia intermitente, casi ajeno ya a la casa, se combina con las del padre descomedido y la madre exquisita. Se asomen o no por la ventana, estoy seguro de que el pájaro no se les muestra nunca. Es más, probablemente lo confundan con cotorras, con loros, con los chirridos de los tendederos.

Daniel Buzón

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