Por aquellos tiempos desaparecieron de las farmacias caraqueñas las fórmulas contra la hipertensión, esclerosis, cáncer, diabetes, crisis psiquiátricas… Esto llevó a muchos a negociarle el alma al Diablo, casi siempre sin buenos resultados.
Se pensó que el lío lo había provocado la compra malintencionada de fármacos caducados. Pues no. Al parecer todo lo originó la presbicia: como las fechas con el vencimiento o expiración en las medicinas vienen tan chiquiticas… pues al chequear las importaciones no se las vio con claridad, provocando una verdadera tragedia entre los enfermos ajenos a los caminos verdes y al bachaqueo.
El pantalón en una gradación más oscura con el cinturón negro ajustado por encima de la cintura-panza, justo bajo las tetillas: estilo abuelero.
Recobró su brillo la curación con hierbas, y en los antiguos mercados municipales se hicieron más visibles esos rincones donde un viejito, o una señora en camisero desteñido en lugar de la bata médica, rama de ruda sobre la oreja, escuchaban con mirada abstraída al paciente haciéndole describir cada síntoma, y sin mediar palabra, matándolo del suspense, lo abandonaban en pleno limbo, girando hacia botellas oscurecidas con extraños contenidos, hurgando sobre sacos pelucones de tantas ramas secas, o pendulando en una ristra de bolsitas crujientes como el arácnido en prolongado cucuruteo sobre la mosca, hasta finalmente reaparecer musitando desde un vademécum o anda ve conmigo milenario, cuántas hojas de llantén o claveles de muerto se machacan para un ungüento; los mililitros de aguardiente en los que macerar la culebra morrona, la marihuana o el árnica; cuántas tazas beber con cola de caballo, ortiga, rosa de montaña, flor escondida, sangría, malva, cambur blanco, cogollo de mango, pateperro, o concha ‘e coco, por día, semana, mes sí o mes no, y hasta los riesgos con la pócima si se estaba embarazada, se mezclaba con lo inadecuado, o se administraba en luna mala.
Todo, posología e indicaciones, medicadas con generosidad y por un precio ínfimo en realidad, ante una consulta a la espera compuesta por personas humildes y clase media cuesta abajo, luego del nunca más petrolero del 2014.
El tren apenas arranca en la estación Alí Primera y el viejo, con un empaque sólo visto en caducados bares con damas en satén sujetando sus curvas desportilladas, cayena en la oreja, teta recostada en algún hombro, ron y rocola —todo incluido—, va sentado en un puesto del vagón azul destinado a la gente seria: tercera edad, embarazadas que una y otra vez dejan escapar la estación Maternidad y discapacitados traumatizados por la acción sistemática, violenta y apabullante de los bichos delincuentes, que todo, todo lo invade.
Lleva un sombrero borsalino a cuadros, ala muy corta. Una camisa gris abotonada hasta el pescuezo de pollo, con cada amplia manga muy bien almidonada y planchada. El pantalón en una gradación más oscura con el cinturón negro ajustado por encima de la cintura-panza, justo bajo las tetillas: estilo abuelero. Por si las dudas, tirantes. En el extremo inferior, dejándose ver quizá esa rara avis llamada amor filial, unos zapatos deportivos juveniles a dos tonos, de marca.
Como dándole power a sus ojos de loro, escanea, valorativo, su entorno inmediato netamente femenino, y enseguida, hendiendo el aire fresco, entona con sus machacadas cuerdas vocales un vals de Julio Jaramillo, acompañado por los rasgueos entrecortados y trotones de una guitarrita tapa azul, dormida hasta ese momento sobre sus rodillas:
Ódiame por piedad yo te lo pido
Ódiame sin medida ni clemencia
Odio quiero más que indiferencia
porque el rencor hiere menos que el olvidoSi tú me odias quedaré yo convencido
de que me amaste mujer con insistencia
Pero ten presente de acuerdo a la experiencia
que tan sólo se odia lo queridoQué vale más yo humilde y tú orgullosa
Qué vale más tu débil hermosura
piensa que en el fondo de la fosa
llevaremos la misma vestiduraSi tú me odias quedaré yo convencido
de que me amaste mujer con insistencia
Pero ten presente de acuerdo a la experiencia
que tan sólo se odia lo queridoPero ten presente de acuerdo a la experiencia
que tan sólo se odia… ¡lo queriiiidoooo!
Ya con el primer acorde una conmoción solapada viaja, desde las pasajeras hasta el cantante. Éste la capta al vuelo y, sin dejar hueco a la incomunicación, dice con voz sentida:
—Julio Jaramillo… Ese sí que sabía llegar al corazón de todas las mujeres.
Suspiro general y enseguida, pulsando el botón continuar:
—Yo digo, la mujer… la mujer es la máxima creación de la naturaleza.
Cada una comienza, por instinto, a anotarse en la lista, a seleccionar para sus adentros algún asunto pendiente y a prepararlo para su activación, si es que este viejito lograba amañar la obvia invitación al cotilleo. Pero cuando todas esperan el inicio de una consulta sentimental ampliada, al cantante le da por la salud física del auditorio.
Un silencio y miradas evasivas directo al paisaje exterior, justo hasta escucharse la fórmula de una receta para mantener la piel tersa, comprobadamente hidratada: nada de cremas carísimas, que ni se consiguen.
El rebaño vuelve al redil. Y ya enlazado:
—Si la mujer quiere una piel completamente rejuvenecida —así en tercera persona y condicional, con la guitarra en receso, el dedo derecho medio encorvado apuntando el techo— nada comparado a una vez por semana una mascarilla de aguacate licuado con sábila… Por supuesto, beber agua no puede faltar. No los ocho vasos esos que dicen los galenos —despectivo—. Eso es una exageración. Depende mucho de la mujer, si está en casa o anda en la calle. Cuatro, seis. Muy poca tampoco sirve, y mucha trae otros problemas muy serios… Sobre todo a las que entran a la menopausia, un asunto muy delicado.
Como un torero se acerca a territorio minado.
Las mujeres, la mayoría sencillas pero nada tontas, escuchan sin aflojar prenda. ¿Sabrá este señor..? ¿O es pura guitarrita?
A poco la más doña y veterana abre la mano, para tranquilidad de las menos atrevidas.
—Viejito, ¿qué me recomiendas para la próstata?
Pasando por alto lo de viejito —y haciéndose el loco con lo de la próstata—, más bien agradecido porque le dan entrada, instruye minucioso en el retostado y la molienda de semillas de auyama, en la preparación de un bebedizo infalible con ortigas, y en cómo administrarlo a un enfermo, de cuerpo non presente, aclaró.
—Abuelo, ¿y para la tensión?
—¿Para la tensión? Hoja de guanábana con flor escondida; también la pepa ‘e guásimo atada con un ganchito sobre el corazón…
Unas uñas acrílicas comienzan a apuntar, bolígrafo en libretita.
Ya lanzadas:
Ella supo de mí por una amiga… paciente mía también, y me llamó aquí —tocándose la camisa sobre el corazón— a mi celular.
—¿Y para la tos de charrasca de los muchachos, abuelo?
—¿Y las manchas en la cara con qué se quitan?
—¿Los uñeros?
—¿Y para el que te conté se le mantenga parado en sus trece, viejito?
Optimistas. Todas pujan.
Menos tres amigas, docentes jubiladas. Bajan a Caracas por sus prestaciones sociales. Esperanzadas con el dinero prometido, adictas a cantos de sirena. Una de ellas, inmensa, como dos asientos juntos, anota en un minuto la fórmula hidratante para enseguida volver a su grupo, dejando al yerbatero plantado en plena musa.
Éste, amoscado, convoca a la descarriada:
—Una vez tuve a una señora que vive en El Cafetal. Ella me llamó, miren, llorando. Había ido ya a tres médicos, y nadie podía con los cólicos que la tenían hinchada como una bomba. La pobre no hallaba qué hacer. Ella supo de mí por una amiga… paciente mía también, y me llamó aquí —tocándose la camisa sobre el corazón— a mi celular. Yo le dije: le tengo el remedio, pero le exige constancia, seguirlo al pie de la letra. El asunto era agarrar una piña madura. Cortarla por la mitad y esa mitad licuarla con concha y todo, en un litro de agua hervida. Hervir esa agua con sen —el sen son unas hojitas de venta en algunas farmacias y en las yerbaterías, apuntó—. Al día beberse un vaso en ayunas, otro media hora antes del almuerzo y otro media hora antes de la cena. Por diez días. Miren… ¡Ya al tercero la mujer me llamaba contándome las cosas horribles que botaba! Todo lo acumulado por dentro. ¡Cosas ho-rri-bles!
La profe pierde el habla ahí mismo, a la altura de El Matadero.
Las otras la dejan de lado, taconeando atrás de una cura para sus propios males.
Alguna, viendo el próximo arribo a la estación final, no quiere perder de vista al curandero:
—Yo vivo lejos, en Guarenas —contesta—. En la urbanización Menca de Leoni, esa que ahora se llama 27 de Febrero. Ahí vivo tranquilazo con mi hija y todas mis comodidades —fanfarronea.
—¿En la 27 de Febrero? —escucha—. ¿En cuál calle? Porque yo vivo ahí mismo, en la José Antonio Páez.
Coincidencia de esas de susto, sólo vistas en el Metro, y que a cualquier cotorro ponen en fuga como a ratón escobillado.
—Espérense un momentico. Mejor me consiguen… —remolón—. ¿Saben dónde queda el canal 8?
Y ante la barahúnda salvadora que provoca el anuncio de “¡Estación final: Las Adjuntas!” rescata veloz del bolsillo su celular. Las mujeres hacen lo propio en sus carteras y, ya de salida, graban con unción el precioso número.
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