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Mísera Elvira

sábado 18 de noviembre de 2017
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Eh! Lasciate che vada / Egli non merta / che di lui ci pensiati.
(¡Eh! ¡Dejad que se marche! Ese no se merece / que penséis en él).
Lorenzo da Ponte (Don Giovanni)

John Jairo agoniza si a su alrededor no revolotea un montón de mujeres como guayabas perfumadas a punto de caer a sus pies.

Las percibe en su taller de reparación y venta de férulas; en la antesala cansona de una oficina de impuestos; en un roce de manos al mercar; en el parloteo entre vecinas, amigas de las primas, comadres de las tías.

A primera vista, John Jairo nada especial tiene para justificar la posesión de semejante harén.

Basta una vieja en su territorio para que desde su cerebro se dispare el impulso de acecharla, activos todos sus sentidos, dispuesto a la cacería.

Sin más preámbulos que un soplo de feromonas, la aparición pasa enseguida a formar parte de un catálogo particular de amigas elegibles de todos los tipos, donde cada una pudiera mantener las esperanzas, siempre que le demuestre una idolatría sumisa, sexual, enamorada. Sobre todo, si mantiene cero aspiraciones a entintarle la agenda, y ni la más remota esperanza de trascender, favorita, por encima de las demás.

A primera vista, John Jairo nada especial tiene para justificar la posesión de semejante harén. Más bien enjuto, cara común, narizota, frentón, entradas en el pelo, vestir simple; obsesionado con su trabajo y las rutinas de su casa solitaria. No posee pues una guapura extraordinaria, ni montones de dinero, ni el clásico trashumar del habitué bien dispuesto, galante, acosador e irreverente, réplica de los donjuanes habidos y por haber.

Pero basta el sonar de su voz de bajo, nunca le rendiría igual si tuviera esa desgraciada voz aflautada que condena a algunos infelices, basta el musk de su natural fragancia… ¡vamos! Que a la mujer va y se le descoyunta algo muy adentro, arrebatada por la peregrina creencia de haber encontrado al de su vida.

Garantizada la fácil atracción, el araño —si respetamos la aplicación de géneros tan de moda— empieza a tejer. Danza antigua, primigenia, dirigida por John Jairo con estudiada habilidad.

A esto agrega el hacerse útil de inmediato a la de turno, ya sea para abrirle paso, invitarla a un café, sujetarle la puerta del taxi, ofrecerle un detalle, allanarle alguna gestión, aconsejarla con mucha cautela en algún lío personal, compartir sus opiniones totalmente, simpatizar con el hijo, valorarle la belleza del atuendo, la gracia de un pendiente… Al llegar a este punto, la pobre, hasta las narices del día a día, sin destrezas para gratificaciones, concluye muy convencida, neblina rosa y campanillas incluidas, que se ha ganado el gordo de la lotería.

Es el momento esperado por él para decirle con mucho sentimiento —dándole un gran susto— a ella, la jamás soñada, que no podrá responderle como obviamente se lo merece: con compromiso y dedicación absoluta. Por más que. Es su desgracia, la causa de sus fracasos anteriores: ser un hombre sumamente ocupado. Compungido muy sinceramente.

¡Tonterías! Ella se desboca igual al Caballo viejo de Simón: sin pararle al freno ni a falsas riendas, lanzada a un abismo escalofriante de éxtasis, encaramada en Un amor tan grande no puede morir así, remake personal.

Para él, ella no es más que la más reciente chica en su galería. Más nada.

Sin embargo, nada es perfecto.

Existe para John Jairo un segmento femenino donde no tiene suerte: el de esas mujeres a las que sus mamás, la experiencia de la vida, los libros… ¡quién lo sabe! les enseñaron: los hombres, con ligerísimas excepciones, para lo que sirven. Con esas se le hacen añicos sus artes de seducción. Por eso él, curtido, enfila hacia la media humanidad criada bajo ese régimen de horror denominado patriarcado.

Y así, pez en el agua, living la vida loca, se pasea por todo el norte de Suramérica dejando una estela de colombianas y venezolanas secretamente adictas, justificándole en el “pobrecito… él también sufre mucho con su manera de ser…”, aunque en los picos de la verdad, más desengañadas que comprador de baratija china.

John Jairo, más astuto que Ulises, sabe retirarse a tiempo, acusándolas, con desfachatez, de no estar a su altura, de pecar por excesivas, o por lo contrario. Cualquier excusa para poder escapar antes que reaccionen histéricas, acosadoras, asesinas, suicidas, echándole en su persecución un candelero de parientes narcos, santeros, guerrilleros, policías, enchufados, malandros, todos unidos, como no los acercaría jamás ni el más sustancioso business.

Se instala definitivamente en Caracas porque cree en esa Tierra de Gracia, no por el oro, ni el paisaje, ni el clima, sino por sus mujeres repotenciadas. Lo obnubila hallar todos los colores y formas del mundo en cada crisol y, después de unos años gozando un continuum de embriaguez sexual como no lo había vivido en otro lugar, se deja preñar.

Como cualquier adolescente.

John Jairo se dispone a enfrentar aquel embate de la vida del que no puede desentenderse con facilidad. A eso de la paternidad, no sabía las razones, él no le puede pasar por encima tan fácilmente.

Muy raro en un Don Juan pero es así.

Sin embargo, da la pelea. A él, macho corrido por siete plazas, no lo van a atrapar tan a lo tonto con semejante truco. Mucho menos una verdadera infiltrada en su catálogo de elegibles, con nada en la proa ni en la popa. Ni pompis, ni pechuga, ni rulos, ni botox, ni silicón, ni palabra, ni acción, ni dinero, ni oficio, como la de esta vez. Y comienza un duelo:

Ella: Me fallaron las anticonceptivas.

Él: ¡Bien mosquita muerta que me salió usted!

Eso de comer a salto de mata y cargar los trapos a la lavandería y enfermarse y automedicarse sin saber ni lo que agarra del botiquín… Quizá, en parte, hasta sea un buen negocio eso de casarse.

Ella: Qué pena con mis padres, se infartarán.

Él: ¡La llevo ahora mismo a una clínica de esas!

Ella: La Iglesia de la Congregación del Día del Juicio Final me lo prohíbe.

Él: ¡Mierda!

Ella: No lo es. Casémonos para que tenga un hogar donde criarlo como debe ser y… —repentinamente, a él no le disgusta la idea.

En realidad, tal como lo rumia en los últimos tiempos, ya las cosas no son como antes. Se acerca a los cincuenta, aunque aparente diez menos. Necesita de alguna estabilidad, alguien esperándolo en casa con la mesa servida y los calzoncillos doblados en las gavetas. Eso de comer a salto de mata y cargar los trapos a la lavandería y enfermarse y automedicarse sin saber ni lo que agarra del botiquín… Quizá, en parte, hasta sea un buen negocio eso de casarse. Aprovecha el momento para imponer a esta mujer unas condiciones caníbales, de usurero, ante las que ella alucina de felicidad:

Él: Mire, nos casaremos solamente luego de que nazca el niño, si es que ese asunto llega a feliz término.

Ella: Acepto.

Él: Con lo de mi negocio, el local, mis carros, mi casa, otras cosillas, quiero separación de bienes.

Ella: Acepto.

Él: Nada de trabajar en la calle, ir al culto, ni de visitas o cines, esos cursos…

Ella: Acepto.

Él: Quiero mi casa a punto, mi ropa limpia y planchada, la comida a la hora, nada de empleada, ni amigos en la casa o viejas husmeando.

Ella: Acepto.

Él: Y ni un reclamo por mis ausencias, llegadas o salidas. No aguantaré ni una sola cara larga por mis amigas.

Ella: Acepto.

Él: ¡Ah! Y se me encarga usted solita del papeleo.

Elvira acepta, encantada. Ya sueña con su nueva vida.

María Isabel Briceño Armas
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