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Una historia en el esfero

jueves 5 de diciembre de 2019
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No iba a perderlo. Se lo había traído su sobrino de Guayaquil. De la madera salía la punta fina que prometía historias, sucesos, palabras y palabras. Sobre el pequeño tronco que guardaba la mina aparecía el nombre “Ecuador”. La parte superior del lapicero imitaba una guacamaya, o algo así, creía.

Fabricio escribía cuentos, al menos lo intentaba porque no había logrado terminar ninguno. Sin embargo, tenía la certeza de que con este bolígrafo, cuya mina se escondía en la madera traída de lejos, se hallaban sus mejores historias, sólo que debía conservarlo. Uno de los mayores problemas en la vida de Fabricio era que olvidaba dónde dejaba sus lápices y bolígrafos. Él, aunque no era supersticioso, estaba seguro de que al perder uno de ellos, perdía no sólo un objeto, sino sus mejores historias. Precisamente por eso no había logrado convertirse en el gran escritor que llegaría a ser algún día y así, de paso, superar todas sus dificultades económicas y conquistar una chica que cubriera y rebosara el déficit de amor y de sexo que había acumulado durante años. Como se ve, al escribir una buena historia Fabricio superaría de una vez por todas los demás problemas.

Hasta allí ha dejado la historia Fabricio. Había en ella, por supuesto, otros personajes. El bolígrafo se ha perdido.

Ya terminando la universidad, recuerda, una antigua novia le había traído un esfero de Portugal. Apenas lo vio imaginó la historia de los amigos que muchos años después se encuentran en un bar. Han decidido la reunión para recordar viejos tiempos y contar sus últimas aventuras. Vladimir ha ingresado al ejército y se dedica a combatir facinerosos en el monte. A más de uno le ha disparado y los ha visto, desde lejos, caer. Claro que él también ha estado a punto de ser abatido. Pero antes tendrá que llevarse a más de uno por delante. Esteban lo mira y cuenta su trabajo como locutor de una emisora en un viejo pueblo abandonado al lado del río San Jorge. Vladimir desconoce que el periodista insignificante que se encarga de dar noticias locales e internacionales sin opinar en torno a ellas, lidera un grupo de milicianos contra los que combate. Ahora sonríen, se abrazan y cuentan anécdotas de su vida como estudiantes. Se ponen también al día con los acontecimientos que posteriormente han ocurrido.

Hasta allí ha dejado la historia Fabricio. Había en ella, por supuesto, otros personajes. El bolígrafo se ha perdido. La noche anterior estuvo de farra con varios amigos escritores. Comenzaron el desorden en el estanco del alcahueta de Javier y han terminado en un sitio sucio y repleto de putas llamado El Túnel, el cual nada tenía que ver con Ernesto Sábato. Allí se ha desfogado con unos cuantos pesos y, debió ser al desnudarse, ha perdido el bolígrafo y con él la historia. Se han desvanecido de un tajo Esteban y Vladimir, y también Belinda y Mario que ni siquiera alcanzaron a aparecer en una de las líneas escritas. La noche debía terminar con dos escenas simultáneas: de un lado una balacera entre los antiguos amigos y del otro las caricias y besos que durante años habían contenido Belinda y Mario. Pero todo se ha perdido. Por un momento Fabricio consideró necesario ir al burdel a buscar el esfero. Luego lo pensó. La escena se presentaba ridícula: restos de cigarro, sillas en desorden, olor a sudor, alcohol y putas dormidas, y en la puerta, el futuro gran escritor preguntándole a un vigilante corpulento por un bolígrafo. Al fin que se fueran al carajo los personajes de la historia. Por ir tras de ella hasta podría terminar violado por el fortachón. Ni pensarlo. De igual forma la escena erótica entre Belinda y Mario no valía la pena y, por otro lado, había escuchado la noche anterior una canción en la que dos militares se encontraban en un bar y tras compartir mesa y trago se reconocían como enemigos. Por supuesto, todo acaba entre disparos y muertos. No valía la pena volver sobre la historia. Siempre es una desventaja para un escritor competir contra los músicos, por muy malos que sean.

Meses después, ya sin novia que le trajera bolígrafos de Portugal, se le ocurriría la historia de Gonzalo. Había que ubicar al personaje en una ciudad. Sin embargo, quedaba claro que había nacido en un pueblo lejano. Por qué había llegado a vivir en la metrópolis habría que explicarlo más tarde. Tal vez por razones de violencia o necesidad de estudiar. De todas formas, tras vivir unos veinte años en la gran urbe, decide visitar su pueblo de origen, el cual de seguro habría cambiado mucho. Desde que lo dejó no lo ha visitado y los pocos familiares que viven allá han cortado cualquier comunicación con él. No recuerda a sus amigos en el pueblo debido a que lo trajeron muy pequeño (habrá que decirlo al principio del cuento, no al final porque no sería creíble, parecería sacado de la manga en el último instante). Se embarca una madrugada en el tren rumbo a… ¿Cómo se llamará el pueblo? Habrá que inventarse algo. Además, ¿por qué un tren si por acá escasean? Quizá porque le gusta mucho la canción de Los Prisioneros de Chile, “siete y media en la mañana / mi asiento toca la ventana / estación central segundo carro / del ferrocarril que me llevará al sur”. La historia tendrá un final impactante. Ha madurado la idea y decide ir a la papelería del centro a comprar el esfero con el cual la escribirá. Ya cuenta con un computador, pero le gusta escribir las historias a mano, sentirlas, palparlas; hacerlo le permite acariciar las líneas y a través de ellas a los personajes; ser verdadero testigo de los acontecimientos. Allí está el bolígrafo, barato, pero preparado para una excelente historia. Se lo ha vendido una muchacha muy bella. Si supiera su nombre la mencionaría en el cuento. Luego se lo mostraría y hasta podría conquistarla. Quizá le gusten los escritores.

Se ha ido la luz y el cuentista en penumbras ha tomado el camino de regreso. Seguirá el cuento mañana.

Fabricio ha llegado al apartamento y se ha dispuesto a escribir. Comenzó desaforadamente y luego se fue calmando. Decide descansar un poco y salir a la tienda de la esquina. Está seguro de que la brisa que recorre el barrio a las ocho de la noche le caerá bien. Sale y no hay brisa alguna, pero la calle, está convencido, le dará ideas. Toma con lentitud una cerveza mientras se imagina a Gonzalo llegar a la estación y al bajarse sólo ver volquetas, excavadoras y trabajadores en lo que fue un pueblo llamado San… lo que sea. Aturdido se acerca a alguien y pregunta por el pueblo. De ninguna manera, allí nunca ha habido pueblo con tal nombre; no existe, aunque excavando han encontrado restos de lo que debió ser una ciudad sepultada hace muchos años por un volcán o una avalancha. No lo saben bien. De vez en cuando se tropiezan con antiguos tejados, objetos como balones de fútbol, viejas máquinas de escribir y libros que ya no se pueden leer. Le han mostrado una ventana y piensa en todo lo que se pudo apreciar a través de ella: la procesión del patrono del pueblo, las jovencitas recién bañadas, las lluvias de abril. Su pensamiento le exige de pronto un giro. Quizá quien mirara desde la ventana no fuera un hombre sino una mujer que viera a los mozos pasar frente a la ventana con toda su belleza y vigor. Quizá frente a ella alguien cantaría y declamaría versos de amor. También pudo mirar desde allí una pareja de ancianos. En las mañanas verían pasar a los niños con su uniforme rumbo a la escuela. Más temprano habían contemplado sobre sus mulas y burros a los campesinos. Y así todo el día: estudiantes, comerciantes, agricultores, hombres ordinarios y apuestos; mujeres bellas y feas. La ventana traería, así como la luz, la lluvia, la sombra y el polvo, y los ataúdes con sus cortejos. De vuelta a la realidad y desolado, Gonzalo confirma en el mapa que su pueblo no existe; tampoco allí aparece. Mira nuevamente y sólo ve hombres y máquinas robándole a la tierra todo lo que en ella encuentran, incluidos sus recuerdos. Entonces, ¿dónde están las calles, los soles que vio amanecer, las lunas que lo perseguían en las noches de infancia, las historias que sus padres, antes de morir, le contaron y dijeron haber vivido allí? Ellos guardaban unas fotos de San…. como sea. ¿Dónde las habrán tomado? En esas estaba Gonzalo cuando se ha ido la luz y el cuentista en penumbras ha tomado el camino de regreso. Seguirá el cuento mañana. Se ha acostado en medio de la noche oscura y calurosa. Si la historia es buena no se perderá, piensa.

Al día siguiente, ya en la tarde, tras volver de la oficina, se propone reiniciar el cuento, pero no encuentra el esfero. Otra vez se ha perdido. Se enfurece, maldice. La rabia le impide probar bocado. Hace años vive solo en el apartamento con el fin de poder concentrarse en su trabajo de escritura. Le vendría bien en momentos como el que pasa contar con su madre o una amiga que lo consolara y de paso le preparara algo de comida. Sabiéndose solo, duerme en medio de la furia y la impotencia. Sin embargo, cuando regresa el amanecer se dice que al fin y al cabo la historia no valía la pena. Además, quién la iba a creer. Si el pueblo había desaparecido Gonzalo tenía que haberse enterado por los medios. De otro lado, si bien a Gonzalo lo trajeron de niño y tenía pocos recuerdos, sus padres de seguro aún tenían contacto con gente del pueblo. Habría también que preguntarse (y responderse): ¿a qué edad murieron los padres de Gonzalo?, ¿por qué nunca regresaron de paseo o visitaron a un paisano que también viviera en la ciudad? No parecía creíble que fueran los únicos de San… como sea, que vivieran en la gran urbe. Había muchas cosas en el cuento que era necesario cuadrar. Pensó en buscar el bolígrafo. Algo en su interior le dijo que no, si se había perdido significaba que la historia no valía la pena.

Allí se quedaron los relatos, pero Fabricio insiste una y otra vez. La última idea que le vino en mente fue la de un hombre que pierde un libro. Un amigo se lo había enviado de cierto sitio lejano. Se trata de una novela. El protagonista, del cuento, no de la novela, ha comenzado a leerla y queda enganchado. Lastimosamente la pérdida le impide conocer el final de la historia que se relata. Comenzó a escribirla una mañana de domingo. La historia pintaba bien. Se detuvo un momento para preparar su desayuno y leer algo de la prensa matutina. Luego lo llamó un amigo y quedaron de encontrarse para almorzar y tomar unas cervezas. Regresó a su apartamento en la noche y se derrumbó sobre la cama. Al día siguiente el dolor de cabeza no lo dejó en paz hasta pasadas las diez de la mañana. Ya por la tarde intentó regresar al cuento. Por mucho que buscó el bolígrafo no apareció por ningún lado. Concluyó entonces que la historia tampoco valía la pena. De igual forma quedaba claro que si al protagonista se le había perdido el libro sólo tenía que buscarlo por Internet, comprarlo en una librería virtual y en unos cuantos días lo recibiría. Así, sabría de una el final de la novela. No valía la pena que el protagonista de la historia armara tanto alboroto por la pérdida y que Fabricio insistiera en el relato.

Sólo falta esperar que surja la idea. Y espera la idea pacientemente. Ojalá no demore mucho.

Habrá que esperar otra idea. Quizá se aparezca mañana, en un mes, en un año. Fabricio ha comprado un nuevo lapicero, negro y fino, listo para empezar la historia que lo convertirá en el gran cuentista del país, de toda la lengua española. Por fin podrá renunciar a su monótona oficina y vivir entre viajes, hoteles, conferencias, entrevistas, ferias y lanzamiento de libros. Admirado por todos, no tendría problema en escoger una o varias mujeres con las que desfogarse de vez en cuando. Sólo falta esperar que surja la idea. Y espera la idea pacientemente. Ojalá no demore mucho, no vaya a ser que cuando aparezca la tinta que guarda el esfero se haya secado y sea imposible iniciar el relato. Tiembla.

Roberto Núñez Pérez
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