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La niñera

viernes 27 de diciembre de 2019
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Aquel viernes de mayo me pareció más largo y tedioso que otros. La ruta atosigada de coches con la misma premura por llegar y el mal humor de los conductores dibujado en sus rostros caóticos. Por suerte la lluvia había cesado. Luego de sortear algunos obstáculos casi rutinarios, me deslicé cómodamente por la autopista hasta llegar a casa. “Hogar, dulce hogar”, suspiré aliviado. Siempre repito la misma frase cuando logro sobrevivir a la paranoia de la calle. Tomé la gabardina del asiento vecino, el portafolio, la notebook. Me limpié los zapatos en el felpudo del porche y entré. Verónica vino a mi encuentro.

—¡Hola, amor! ¡Qué día, por Dios! —trinó ella colgándose de mi cuello en efusivo abrazo.

—Querida, ¿cómo estás?

La niñera atrapaba algún chico y procedía a tocarle la carita, estudiando sus facciones, sus orejas, la nariz, los labios; luego recorría el cuerpo con manos habilidosas.

—Tratando de poner la casa en orden. Ya sabés, los chicos son tan traviesos. Los tuve adentro por la lluvia, además los viernes vienen sus amiguitos de costumbre. Hace un rato dejó de llover y los mandé afuera. Están con la niñera nueva que llegó esta mañana.

—¿Quién te la recomendó? Mirá que vos tenés la costumbre de meter a cualquiera en casa. Es decir, cualquiera que tenga cara de necesidad. Y en los tiempos que corren…

—Gustavo, por favor… me la recomendó Eve, la mamá de Felipe. La veo todos los días en el colegio mientras esperamos a los niños. Me habló de esta chica porque trabajó en la casa de su suegra. Por lo menos no le robó nada.

—Entonces, ¿por qué se fue? O, tal vez la despidieron.

—No sé. Creo que no les agradaba su trabajo como cocinera. Pero como yo la quiero para que cuide a los chicos, no importa lo demás —respondió Verónica alegremente mientras sacudía mi gabardina y la colgaba en el perchero.

—Bueno, bueno. Preparame un trago y vení, acompañame que tuve un día negro.

 

Me aflojé el nudo de la corbata, me saqué los zapatos y me desplomé en mi sillón favorito de tres cuerpos, relleno con plumas y situado frente al parque. De pronto vi aparecer, a través del vidrio, lo que sería un trencito humano. A la cabeza, la tal niñera seguida por mis tres hijos más otros tres amiguitos, todos ellos encadenados por sus manos en las cinturas. Luego hicieron una ronda y la niñera brincaba en el centro. Después ella se tapó los ojos con un pañuelo para oficiar de gallito ciego. No lo podía creer, pensaba que ya no se usaba este juego de la época de María Antonieta. Siempre tuve mi opinión respecto a este entretenimiento. Le solía decir a Verónica que los reyes y sus mujeres lo usaban como pretexto para manosearse. En el afán de descubrirse metían mano a lo loco en los escotes desbordantes de pechugas, o agarraban con júbilo algún trasero copioso. Mi mujer me decía que yo era un retorcido mental, porque pensaba con el pito y no con la cabeza. Lo cierto es que, a medida que observo el juego, más me convenzo de mi postura —salvando las distancias. La niñera atrapaba algún chico y procedía a tocarle la carita, estudiando sus facciones, sus orejas, la nariz, los labios; luego recorría el cuerpo con manos habilidosas, sus hombros, suave, la cintura, suave, las caderas, suave, palpaba sus colitas cariñosamente y, por último, decía su nombre. No se equivocaba: Rocío era Rocío, Rodrigo era Rodrigo, Leandro era Leandro. Como si leyera con las manos. Recién llegaba a casa y ya sabía quién era quién. La observaba y tenía la dinámica apropiada para ser niñera, porque se necesita cierta destreza e ingenio para entretener a estos diablillos. Ella los tenía.

 

—¡Juliana, traé a los chicos! ¡Hay que bañarlos para la cena! —gritó Verónica entre ademanes, derramando medio cuerpo por la ventana de la cocina. Así es ella, expresiva y excesiva. Una tromba de niños se abalanzó por la puerta de la sala. Me levanté, con mi vaso de martini casi lleno, para dirigirme a la cocina junto al arrebato infantil, cuando me di de frente con la niñera que venía correteando a unos de los más pequeños. Chocamos nuestros cuerpos desprevenidos y su nariz impactó con mi mandíbula. Al instante empezó a sangrar. En el impacto le había vaciado el martini sobre el uniforme.

—¡Cuidado! ¡Oh, perdone! —dije cuando vi la sangre—. ¿Por qué corren de esa manera? Me extraña, señorita —la recriminé mientras sacaba mi pañuelo para ofrecérselo—. Tenga, tenga esto, sujételo fuerte.

Me sentí como un tonto. Quería ayudarla y no encontraba el modo. Me puse nervioso al ver su delantal mojado cuya tela se le adhería a los pechos dibujando dos aureolas oscuras. No llevaba sostén, ni ropa alguna. Ella supo que yo se los vi. Hubo brasa y hielo en sus ojos cuando me miró con indescifrable intención, y sólo dijo:

—Perdone, señor. No se volverá a repetir.

Se retiró a su cuarto. Al cabo de unos minutos apareció en la cocina con ropa limpia y su nariz compuesta. Luego se hizo cargo de los niños con gran diligencia.

A partir de ese momento no dejó de rondar por mi cabeza la duda de haberla conocido antes. La observaba disimuladamente y sus facciones no me eran ajenas, su andar, sus gestos. Ahora que la veía más de cerca, más convencido estaba de conocerla. Pero no, por más que me esforcé, no pude recordar dónde.

Aún persistía cierta inquietud ante el recuerdo de su vestido mojado sobre la piel. Tal vez no se equivoca Verónica cuando dice que los hombres tenemos el sexo en la cabeza. Me sorprendí del efecto que pueden tener ciertas escenas involuntarias y accidentales. Tanto que esa noche mi sueño fue intranquilo y voluptuoso, porque vi imágenes sin rostro fornicando en el pasillo de un tren, luego en un ascensor, luego en la cornisa de un rascacielos al borde del precipicio, cercano al éxtasis. Esos mismos cuerpos se consumían uno al otro en rítmicos movimientos. De pronto, uno de ellos empezó a desaparecer a expensas del otro que se lo devoraba, lo absorbía, lo succionaba, hasta esfumarse completamente. Como el agua que se embebe en un algodón. Como una vacuola envuelve su alimento, sin morderlo, sin lastimarlo. El cuerpo quedó trémulo, desnudo y satisfecho sobre la hierba. Ya no estaba en la cornisa sino en un prado remoto. Nunca tuvo rostro. Me desperté agitado y me incorporé de un tirón. La noche con su espada, el insomnio, sólo sirvió para decorar pesadillas hasta el amanecer.

 

Así es Verónica, la mujer que elegí para compartir mi vida, y jamás me arrepentí. La disfruto minuto a minuto y soslayo los excesos de su conducta.

A la mañana siguiente bajé a desayunar con el sabor amargo de una larga vigilia. Verónica ya estaba envuelta en su robe preparando el café con tostadas, canturreando y silbando. Algún resto de maquillaje tipo ojera, algunos rulos desordenados que le dan un aspecto cómico y le sientan bastante bien, forman parte de su simpatía y su belleza matutina, muy peculiar, por cierto. En ese preciso instante apareció Juliana con su rostro fresco, radiante como un sol, y puso manos a la obra. Tendió la mesa para un buen desayuno familiar. Los niños ya bajaban para ir al colegio.

—¿Estás segura de que Leandro se lavó los dientes?

—Sí, señora. Yo me quedé a su lado observándolo.

—No te olvides de controlar a Rocío porque se come la pasta dental. ¡Ah! Esto es importante: cuando Rodrigo haga caca me tenés que avisar. Tiene serios problemas de constipación.

Así es Verónica, se pasa la vida cuidando del hogar y de todos nosotros. Somos su rebaño y nos custodia con verdadero celo. Llena la casa con su presencia, es ubicua, competente, hacendosa. Amasa el pan para que sus hijos guarden en su memoria olfativa, el olor cálido del horneado con levadura. Ella dice que debemos trabajar para el buen recuerdo. Y los olores forman parte de ellos.

Así es Verónica, la mujer que elegí para compartir mi vida, y jamás me arrepentí. La disfruto minuto a minuto y soslayo los excesos de su conducta. Le profeso un minucioso amor; amo los defectos de sus bondades como amo, también, las bondades de sus defectos. Si faltara alguno de ellos, no sería mi Verónica porque el conjunto, el equilibrio, está macerado con imperfecciones y virtudes.

 

Ese sábado decidí relajarme. El día era prometedor, sol radiante, brisa suave, temperatura agradable. Perfecto para tirarme en una reposera a leer el diario en mi pulcro jardín. Los títulos de La Nación bailoteaban delante de mis ojos que, trabajosamente, intentaban acostumbrarse a la claridad matinal. Repasé las noticias más sobresalientes, nada bueno, por cierto. Caos, catástrofes, inundaciones, violaciones, coimas, fraudes y asaltos, coronaban el matutino. Mientras tanto, no dejó de merodear en mi obstinada cabeza el pensamiento de Juliana. De pronto, la figura de la niñera empezó a emerger —ahí, sobre la página del diario, producto de los resabios de mi memoria— de un atuendo breve, minúsculo y provocativo, con una cofia en la cabeza, algo así como las conejitas de Playboy. ¡Zas!, la tengo. Es de ahí. Es de ahí de donde la conozco. ¡No de Playboy, no! Aquella noche con mis amigos en el cabaret, sí. ¡En el Regina! Ella vendía cigarros… ¡Claro, que estúpido! ¡Cómo no me di cuenta antes! Lógico, ahora en el marco de hogar que le da mi familia, y bajo el delantal de niñera, no fue fácil descubrirla. Además, con aquel maquillaje rutilante y la peluca azabache, ¿quién la iba a reconocer? Conque era ella… sí… la recuerdo, ¡qué mina! Ahora que lo pienso, ¿qué hace ella aquí? Nada menos que de niñera. ¡No!, es demasiado, esto colma mi paciencia. Mis hijos en sus manos. ¡En manos de una copera, una prostituta! Y ahora, ¿qué hago? Me paré como si me hubieran puesto un petardo en el culo y empecé a dar vueltas y vueltas por el jardín. No hallaba una salida inmediata. No quería que ella permaneciera ni un minuto más en casa. ¿La estaba discriminando? Tal vez, pero soy dueño de no tener en casa a quien no me gusta. O me gusta demasiado. Pero no para los niños. ¿Cómo le digo a mi mujer que la eche? Parece quererla de verdad. Además, Juliana no le da el más mínimo motivo para regañarla. Todo parece perfecto. Tengo que pensarlo tranquilo, no puedo meter la pata. Aquella noche, cuando la conocí, le había mentido a Verónica que iba a jugar al póker y me fui con los muchachos de joda por ahí. No sé cómo terminamos en aquel agujero. Pero yo, con ella no me acosté. Si no me equivoco es la que se levantó Pancho. ¿Y si me reconociera? No, no creo. Con tantos clientes que circulan por noche, se necesitaría una memoria de elefante para acordarse de mí. Tengo que encontrar la manera de deshacerme de ella sin ponerme en evidencia.

 

A partir de ese momento me dediqué a observarla meticulosamente con el propósito de descubrirle cualquier error para sacarla de casa. Cuanto más la investigaba, más crecían los puntos a su favor. Nada que objetarle. Si es por la limpieza, no conocí un ser más limpio que ella, educada, correcta, cariñosa y paciente con los niños, quienes la quisieron desde el primer día. A medida que la observaba, la exaltación de mi instinto masculino me venía comiendo el seso.

 

Una noche cualquiera descubrí otra faceta de su vida misteriosa. Misteriosa porque desde el tiempo que llevaba en casa parecía no tener otra vida que la circunscripta a mi familia. Pero esa noche sonó el timbre justo a la hora de la cena. Ella servía la mesa como de costumbre.

—Voy a atender —dijo interrumpiendo la tarea.

Los minutos pasaban y Juliana no volvía. Fue fácil imaginar que era a ella a quien buscaban. No pude con mi curiosidad. Me levanté y me dirigí a mi escritorio. Sin encender la luz, me puse a espiar por la ventana, detrás de los visillos.

Tenía la mano inquieta el fulano, traviesa, su palma se ahuecó sobre el seno pulposo de la niñera. Cuando le besó el cuello y los pechos, ella se contrajo.

—¿Qué hacés aquí en la oscuridad? ¡No lo puedo creer! ¡Estás espiando! —chilló, a mis espaldas, Verónica.

—Shhh… callate. Mirá, mirá. La mosca muerta tiene novio. ¿No te lo dije yo, que ocultaba algo? Era cuestión de esperar nomás —mascullé en voz muy baja sin sacar el ojo del visillo. Juliana se estaba besando con un hombre que la tenía apretada contra su cuerpo.

—¡No seás ridículo, Gustavo! ¿Acaso no puede tener novio la pobre? Vení, dejá de hacer papelones. Vamos a la mesa —dijo Verónica dejándome solo.

Yo no me iba a perder la escena. El tipo le sacó el broche del cabello soltándolo sobre su espalda; empezó a acariciarlo lentamente, enredando sus dedos, jugueteando con las ondas. Agarró un mechón y se lo pasó por su cara oliéndolo, respirándolo. Como si se quisiera hundir en la espesura rubia. Parecía que lo excitaba la melena de la niñera. Luego empezó a toquetearla, la acariciaba y la apretaba junto a él. Una media luna se dibujó en la cintura de ella bajo la presión del brazo del tipo. Un brazo como tronco de árbol, fibroso, venoso. Un derroche de músculos, alcanzaban para estrangular una boa. Seguro que trabaja en el puerto como estibador, pensé. O tal vez era hachero, debía de derribar quebrachos de un solo golpe. O quizás hombreaba bolsas de sal en una barraca. Qué sé yo, lo cierto es que todo su físico despertaba envidia. Me miré el brazo, brazo de oficinista, igual que una tripa. Tenía la mano inquieta el fulano, traviesa, su palma se ahuecó sobre el seno pulposo de la niñera. Cuando le besó el cuello y los pechos, ella se contrajo, como mezquinándose, pero no estoy muy seguro porque parecía corresponderle en todo. Hasta que el tipo, bastante caliente ya, puso las manazas en su culo redondito y Juliana se las sacó de encima, delicada pero firmemente. Se mostró medio ofendida y él trató, en apariencia, de disculparse. No podía oír nada, pero podía suponer, por la expresión de su rostro y sus manos, las del tipo, lo que le estaba diciendo. Ella hacía ademanes elocuentes respecto a su decencia mientras gesticulaba pudorosa. No lo podía creer, se estaba mezquinando. Ella, la copera del Regina, se le estaba mezquinando al tipo, al novio, al cliente, lo que fuera.

Mientras tanto, ¿qué pasaba conmigo? Estaba como loco. Me había agarrado una calentura de puta madre. No lograba olvidar sus pechos bajo la tela mojada. Los había visto y quedaron pegados a mi memoria. Ahora, el sujeto ese era el que los tenía en sus manos. Lo odié. Sentí que me estaba robando. A partir de ese momento Juliana se convirtió en mi obsesión.

 

Una lucha interna y secreta de deseo y desprecio me arrastraba hacia ella. Quería tenerla, poseerla, y también quería agredirla, abofetearla, patearla. Me estaba convirtiendo en una bestia visceral. Mi sangre, mi instinto, controlaban mi voluntad debilitada. Promovía, a propósito, el encuentro con ella. Al cruzarla en el pasillo que conduce a los cuartos, la rozaba con mi pecho, con mi brazo. O pretendía ganar la puerta al mismo tiempo que ella apretándola contra el marco. Cada roce con su cuerpo era un detonante, una descarga eléctrica que me encendía. Lo cierto es que mi vida se volvió imposible. Imposible regresar a la cordura. No podía dormir, en el trabajo era un ente estúpido que no lograba razonar, poner los pies sobre la tierra, coordinar lo más elemental.

Cuanto más comparecía a los encuentros con su efusivo novio, que la visitaba tres veces por semana, más idiota y retorcido me ponía yo. No soportaba las manos del tipo sobre su cuerpo, su boca inquieta sobre su piel. Lo cierto es que el macho sanguíneo que llevo adentro me estaba desquiciando. No podía mirar a Verónica a los ojos por miedo a que viera en mí al pecador. Ya me consideraba un pecador sin siquiera haber puesto una mano sobre el cuerpo que me conturbaba. Pero en mi mente ya había cometido perjurio. Ese era mi temor, que Verónica me leyera el pensamiento. Me conoce tanto que no necesitamos hablar para saber que algo extraño nos ocurre. Lo percibió, por supuesto que sí. Mas no vinculó mi vulnerabilidad con Juliana. Le armé una historia fantástica sobre problemas laborales, como corresponde a cualquier esposo en apuros. Es notable lo fácil que resulta engañar a una esposa dispuesta a creer. Como ella tiene la cabeza comprometida con la cotidianeidad hogareña, dio por aprobada mi alocución cuanto antes; le urgía consultarme sobre el aumento de sueldo de la cocinera, exhortarme a concurrir a la próxima reunión de padres del colegio, y comunicarme que había contratado al plastificador de pisos que le mandó su hermana. Todo eso antes de caer vencida por el sueño.

 

Yo cumplía como marido amante pero no podía evitar que mi pensamiento permaneciera enredado a la otra mujer. Esto me ponía mal, muy mal. Hacerle el amor a mi mujer y tener la cabeza metida entre las piernas de otra es de patán. Definitivamente, soy un gran hijo de puta.

Preso de mis fantasmas libidinosos, y abandonado por el necesario sueño, me dirigí a la cocina en busca de un vaso de whisky que calmara mis ansiedades.

Hasta que un día, un compañero de trabajo, Tony Rubio, médico legista y amigo personal, además de tartamudo, me interceptó en mi despacho y me preguntó sobre mi notable e innegable desequilibrio. Luchó con la catarata de sílabas atoradas en su garganta por explicarse bien, mientras se ayudaba con el índice señalándome, como si en él estuviera contenida la otra parte de su lenguaje mutilado. Me costó sincerarme, pero lo hice. Sentí gran alivio luego de confiarle mi tormento. Si después de cada conversación, mi pobre amigo suele quedar exhausto por el esfuerzo que le demanda vencer su trastorno, al finalizar mi relato Tony perdió virtualmente el habla: estaba empantanado en la tartamudez. Cuando pudo recuperarse, su reacción fue tan inesperada como atinada, supongo, aunque poco ortodoxa. Acomodó las gafas que derrapaban por su nariz y me clavó una mirada de juez. Me dijo que padecía de una gran, gran calentura, y que sólo me iba a curar si me la tiraba a la tal Juliana un par de veces y a otra historia. ¿Prescripción médica?

A pesar de todo, sigo siendo un hombre de honor. Guardo respeto a mi hogar y a mi familia. Por eso es que aún no me he metido en la cama de la niñera. Pero el macho sanguíneo del que hablé antes me trastorna la mente, exacerba mi imaginación y me viene comiendo la cordura con rigor de marabunta. Confieso, temo que sea más fuerte que yo y logre vencerme.

 

El tiempo pasa y yo sigo fantaseando con mi utópica realidad. Las palabras de Tony vuelven a reproducirse una y mil veces en mi cabeza como un eco incesante. Las siento como un permiso, una tregua. A pesar de mis intentos por atrapar la atención de Juliana, a menudo comportándome como un pavo real presumido, vanidoso, ella no me registra. Es atenta, no quiero confundirme. Es suave y cariñosa, pero me hace sentir el límite. Mil veces me pregunté si realmente es la chica del cabaret. Sólo por temor a ponerme en evidencia no lo hago.

 

Esa noche, preso de mis fantasmas libidinosos, y abandonado por el necesario sueño, me dirigí a la cocina en busca de un vaso de whisky que calmara mis ansiedades. Verónica dormía con esa placidez propia de los niños —o de las conciencias tranquilas, no como la mía— sin enterarse de que yo, desvelado como estaba, me había salido de su lado. Ahí en la penumbra, con sólo un charco de luna derramándose sobre la mesada del office, me serví tres medidas de whisky —para empezar, porque después perdí la cuenta—, y me instalé a beber mi desasosiego acodado sobre el mármol frío. Bebí, bebí, bebí. El alcohol me prestó su consuelo.

De pronto, tal como ocurre en las películas, apareció Juliana metida en un brevísimo camisón transparente y se dirigió al armario donde guardan los remedios. Encendió su pequeña linterna, la que usa para controlar a los niños mientras duermen y, alumbrada por su pequeño haz de luz, inició la búsqueda. Yo, quietito, invisible en la oscuridad, la miraba, no, qué digo, la devoraba. Su cuerpo se dibujó, sensual, curvilíneo, palpitante, bajo esa maldita tela translúcida que me obligaba a mirarle todo. Todo. Acercó el banquito y se subió. Quería alcanzar el último estante pero no llegaba. Levantó una pierna y se trepó sobre la mesada. Yo miré por debajo del diminuto camisón y sus muslos nacarados brillaron al destello de la luz. Sus nalgas, blancas, tiernas, se ofrecieron a mis ojos como una enorme magnolia. El hilo de la tanga que se hundía en la ranura me erotizó. La tuve casi desnuda delante de mí. Yo, paralizado como una varilla de acero, no lograba reaccionar. Ella removía entre las cajas de remedios buscando algo, y se demoraba, y se demoraba. Con los reflejos de la luna logré robarle algo de ella a la oscuridad y regocijarme en su índole de hembra lujuriosa. Y tengo derecho a pensar en la lujuria porque ella estaba semidesnuda, yo algo borracho, y porque en esos momentos no era niñera, ni mucama, ni empleada, ni tenía condición alguna que la diferenciara de la más primitiva: hembra. Rogué para que algún milagro la pusiera en mis brazos. Y ocurrió: un frasco de Novalgina rodó de sus manos y, por sujetarlo, trastabilló perdiendo pisada. Al momento de caer desde aquella altura, y anticipándome a los hechos, di un brinco y me puse a su alcance para recibirla. Literalmente, cayó en mis brazos y, juntos, caímos sentados en el banquito. La estreché contra mi pecho mientras todo su glamoroso cuerpo yacía apoyado en el mío. El minúsculo espacio de tiempo que duró nuestro contacto, y que para mí fue la mismísima eternidad, bastó para que yo me incendiara. Todo lo que hay en mí de hombre, se elevó a la máxima expresión. Al notarlo, ella intentó incorporarse rápidamente. Pero yo la tenía ceñida a mi cuerpo, aprisionados sus pechos entre mis manos, la gloriosa magnolia entre mis piernas. Juliana forcejeaba por liberarse. Pero yo permanecía aferrado a ella, enquistado en ella, arracimado con ella. Yo no era yo. Ni siquiera sé cómo puse mis manos en sus tetas, pero allí estaban, deslizándose por su piel, adivinando el camino, leyendo su sexo. El macho primitivo anuló al hombre de familia. Me olvidé de Verónica, de los niños y del deber. Juliana era mi presente, la culminación de una eterna espera: mi deseada presa. No la iba a soltar. El alcohol liberó al salvaje encubierto cuando hundí mis manos en sus caderas y la apreté contra mi pelvis insurrecta. Forcejeamos, ella por huir, yo por poseerla. Su camisón desgarrado me ofreció el cuerpo desnudo, trémulo, excitante, de la mujer que me enloquecía. Curiosamente, ella no gritaba, se debatía en silencio. O eso supuse yo en mi confusión. Cuando creí que por fin la tenía, se arrancó de mí con toda su furia y me abofeteó en pleno rostro.

—¡¡Verónica!! ¿¡Sos vos!?

Gladys Liliana Abilar
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