Una tarde de domingo el viejo tren del oeste lo trajo de vuelta al pueblo. Las mismas tardecitas tibias que solían inundar las calles polvorosas con aroma de azahares. Octubre lo esperaba. Pero lo esperaba de un modo diferente. Membrillares de terciopelo, manzanos en flor, durazneros perfumados, ya no estaban para darle la bienvenida.
El tren se alejó pitando. Serpenteaba sobre las vías oxidadas de tanto soportar años. Obedecía al sendero de hierro mientras un humo oscuro y denso se elevaba hasta el cielo dibujando redondeces.
Creyó oír la risa fresca, ingenua, lúdica, un trino, casi gorjeo. Era la risa de Benjamín. El niño que había completado su felicidad.
Aniceto Rivero quedó solo en la estación. Único pasajero que descendió en esa parada. El resto del pasaje lo miró extrañado, pensando en qué disparatadas razones, qué trágicas nostalgias lo habían invitado a bajar en ese ojo seco del mundo. En ese lugar no había nada, apenas un par de casas viejas con viñas centenarias; los troncos se hincaban por el peso del tiempo como pidiendo clemencia. Sus vástagos se retorcían hostigando al alambrado en inútil protesta ante las obstinadas sequías. Los racimos de uva se anunciaban en primitiva hinchazón de inflorescencia madura. ¿Cómo no iba a venir? Aniceto tenía dos tumbas que visitar, pedazos de su corazón amputado. Él tuvo que sepultar a su amada Rosa Cuello y a su pequeño Benjamín en aquellos páramos que los vieron nacer. Ahora esa misma tierra gris y memoriosa lo saludaba con su propio idioma. Un remolino tardío de agosto se elevó en caprichosa espiral y le bailó desafiante rodeándolo con su falda de polvo leve. No ha cambiado nada, pensó. Y se demoró en el andén, ensimismado, como si escarbara en su memoria buscando el camino a seguir.
Con su vieja maleta en la mano el hombre del andén emprendió la subida de una calle que se ofrecía sedienta de peregrino. Hacia un lado y otro sólo ruinas lo saludaban. Vestigios de lo que había sido un pueblo fértil, con sus casas sonoras de vida, risas, llantos, niños, padres, abuelos, perros, gallinas. ¿Dónde quedó todo aquello? ¿Adónde se van nuestros sueños cuando ya no se sueña más?
Rosa Cuello pertenecía a esa evocación. Rosa Cuello era de ahí. Aniceto caminó largo sosteniendo su paso resignado y triste. Un rancho lo frenó de repente. Era su hogar. Como una antigua película en sepia las imágenes de su vida empezaron a desfilar por su memoria. Poco quedó de su casa, una tapera, el techo inclinado listo para caer, una ventana torcida, la piecera de la cama oficiaba de puerta en la entrada de lo que había sido un jardín; un zapato viejo, la rueda de un triciclo, una jarra enlozada cubierta de abolladuras, la manija herrumbrosa de una bomba para sacar agua. Ruinas. Un rayito de sol cubierto de flores fucsia reptaba sobre el suelo gris. Su amada Rosa solía cultivarlos en macetas colgantes para que las flores cayeran en cascada. En ese rancho nació Benjamín, su único hijo. Aniceto se adentró unos pasos, temeroso de nostalgias. El olor del pasado lo abrazó. Creyó oír la risa fresca, ingenua, lúdica, un trino, casi gorjeo. Era la risa de Benjamín. El niño que había completado su felicidad. Aniceto supo que su añoranza lo estaba perturbando. Benjamín era hijo de esos pagos, igual que Rosa Cuello, por eso los pagos se los quedaron; los guardaron en su seno. Lástima que prematuramente. Si no hubiera sido por ese barranco… Lo atraía sin remedio desde su vientre henchido de cabras y ese verdor agitado del río que memorizaba su cauce a lo largo de la quebrada. ¿Cómo prever la travesura de un niño? ¿Cómo medir el impulso de su naturaleza indómita? Tan rebelde como la del arroyo. Le divertía arrojar cascotes desde arriba. El desafío era probar puntería con alguna roca, el salto de agua, alguna cabrilla rezagada, un perro extraviado. Lanzar al vacío un guijarro ya le otorgaba esa inagotable sensación de supremacía. Los otros niños lo acompañaban, pero hasta cierto límite por temor a las alturas. De ahí, sólo Benjamín acortaba con sus pasos seguros el sendero hasta el borde del precipicio. Ese pedazo de suelo le pertenecía a su audacia, a su coraje. Ese último trecho sólo reconocía sus huellas.
Las lluvias de febrero fueron mellando el terreno hasta que la tierra aflojó. Un grito largo atravesó los cerros y quedó sepulto en sus entrañas. Ni los ecos lo devolvieron. Los ecos murieron con él.
Don Aniceto movió la cabeza como haciendo a un lado esa dolorosa remembranza que le apuñalaba el corazón. Se dejó guiar por sus pasos; al asomarse a la puerta de lo que había sido la cocina, un aroma a pan casero, recién amasado y luego horneado por Rosa Cuello, endulzó la nostalgia; trenzas negras, falda con volados, blusa blanca de crujiente almidón, primoroso delantal con pechera, labios jugosos de mulata concebida en el pecado, sonrisa de amapola. Esa sonrisa iluminó el universo solitario de Aniceto y se apoderó de su destino. Justo de él, el ser más prohibido de la tierra. Justo de él, el cuñado de Rosa. Justo de él, el hermano de Lídoro Rivero. Rosa y Lídoro eran marido y mujer. El amor no entiende de reglas, códigos ni formas. Límites, fronteras, no hallan asidero en ese reino sagrado. Por esta mujer se enfrentaron los hermanos y corrió la sangre como un río. La misma sangre que los unía se volvió agua por una mujer. El duelo fue en las cercanías del barranco, en un cálido ocaso. El cuerpo de Lídoro quedó tendido sobre el pasto húmedo de rocío. Un cuervo graznó a lo lejos en luctuosa proclama. Aniceto miró el cielo crucificado de nubes ígneas; el facón chorreaba sangre desde su mano asesina. Unos pocos segundos transcurrieron hasta que el hombre cayó de rodillas junto al cuerpo inmóvil de Lídoro. Y lo lloró sin pudor. Sus brazos culpables recogieron el pesado bulto sangrante, fraterno, y lo arrullaron en apretado abrazo.
Hay accidentes geográficos que se ensañan con el cristiano —decía la curandera de aquellos pagos que había perdido un nieto arrastrado por la creciente. A don Aniceto Rivero el barranco le quitó un hijo y un hermano.
El pueblo los repudió. Estigmatizados por el pecado Rosa y Aniceto se convirtieron en blanco de toda clase de afrentas. Les apedrearon su casa, enlodaron sus paredes, escribieron leyendas denigrantes, procaces, injuriosas. No había un lugar al que la pareja pudiera concurrir sin ser despreciada. Ni en la iglesia hallaron cobijo para su desamparo. Al mismo cura le temblaba la mano para darles la comunión mientras la gente se alejaba de ellos como si fueran la misma peste. Humillados, eligieron el exilio y desaparecieron de la urbanidad.
Aniceto y Rosa continuaron unidos por ese amor apasionado que no tenía frontera y al que intentaron, denodadamente, rescatarlo de las sombras.
Las culpas acechaban.
El fantasma de Lídoro vagaba en las inmediaciones.
¿Cómo no amar a esa mujer si era tan grande su adentro? ¿Cómo olvidar su aliento, su luz, su devenir? ¿Dónde hallar un soplo de sus delicias?
Cierto día, desde la galería poblada de geranios y jazmines, mientras Rosa y Aniceto tomaban mate acompañados por sus dos soledades, divisaron a lo lejos la figura del padre Andrés. Venía a visitarlos. La negra sotana se batía entre sus piernas ante su paso aligerado. El misal y el rosario se dibujaron en sus manos religiosas. Presagios de redención les alegraron la tarde.
Y la vida misma.
Rosa Cuello floreció como un gladiolo, su belleza se multiplicó. Se le encendieron las mejillas, su piel se alisó, sus cabellos relucieron, la mirada se le hizo honda como el cielo que la cobijaba desde un prístino azul. Aleteos de mariposas en las entrañas. Palomas de lumbre en la garganta. En su vientre habitaba un retoño. El hijo tan deseado nació.
Las manos de Rosa Cuello olían a canela, nuez moscada y levadura, igual que sus noches de amor olían a tomillo, romero y laurel. Aniceto se embriagaba en el cuenco de aquellas manos laboriosas. ¿Cómo no amar a esa mujer si era tan grande su adentro? ¿Cómo olvidar su aliento, su luz, su devenir? ¿Dónde hallar un soplo de sus delicias? En ningún lugar de la tierra. Por eso estaba solo.
Aniceto acarició el aire dibujando las caderas cimbreantes de la mujer de sus sueños, vano intento de capturarlas. Los recuerdos se le fueron amontonando sin piedad hasta que una lágrima estalló en su pupila. Le brotó como brota sangre de una herida. Pero no quería ceder. Pasó el dorso de la mano por su mejilla de pergamino y la borró. Arrastrando los pasos se alejó lentamente, como resistiendo la partida.
Ya no había nada para él.
La noche se adentraba con su cielo pletórico de diafanidad. Aniceto miró allá, arriba. Un estrellerío intimidante lo iluminó. Surcaba todo el firmamento hasta perderse en el horizonte. Parecía brotar del suelo. Era un escándalo de luz. El mismo cielo de antaño; el mismo que cobijó aquel amor prohibido. Mudo testigo, cómplice de una pasión.
El camino lo fue llevando. Camino, pretenciosa palabra para esa senda que quedó. Un perro enteco se cruzó por delante, asustado y sarnoso, con la cola entre las patas. ¿Presagio de iniquidad? Aniceto, en su tránsito de peregrino errante continuó obedeciendo el sendero que llevaba hasta el alto del pueblo. Sendero bordeado de soledad y abandono. Sus gentes se fueron yendo resignadas, despacito, como con temor a despertar otros albores. La sequía diezmó sus quintas, secó la leche de las ubres, apagó el rumor del agua en la cascada, borró la senda verdosa que abría el vientre del barranco. Si hasta el barranco había perdido altura. “Igual que la gente”, pensó Aniceto, “cuando va para vieja también se achica, se gasta. Yo mismo supe ser un paisano de metro ochenta. Ahora sólo llego al metro setenta y dos”.
Don Aniceto apretó el paso acortando distancias; se detuvo frente al cementerio del pueblo, o lo que quedaba de él.
Dos tumbas lo estaban esperando. La de Rosa Cuello no tenía ni una flor. Un promontorio apenas visible se elevaba desde el suelo negándose a desaparecer. En ese vientre yacía Rosa, el amor de su vida, la mujer por la que fue capaz de matar. La mujer que amó hasta el dolor.
Ella le tendía su mano, invitándolo. Aniceto, deslumbrado ante la imagen celestial, se emocionó hasta el llanto.
Al lado de Rosa Cuello, otra tumba más pequeña, semejante a un amontonamiento de polvo que el viento juntó, guardaba en su seno al pequeño Benjamín. Una flor desconocida del campo serpenteaba pegada a su ramita, tímida de olvido, sobre el sepulcro del niño.
Dos cruces; torcidas, resecas, mudos testigos del tiempo, de la soledad, del destino.
Aniceto Rivero se arrodilló y se santiguó. Con pulso tembloroso, cercano al párkinson, dibujó la señal de la cruz en los surcos de su frente y en su pecho contrito. Balbuceó algún rezo incompleto, mutilado por el olvido mientras murmuraba palabras de amor.
De pronto sucedió lo insospechable. Rosa estaba ahí, frente a él, mirándolo con el mismo amor de antes. De siempre. Un aura etérea, luminosa la rodeaba. Parecía suspendida en el aire. Ella le tendía su mano, invitándolo. Aniceto, deslumbrado ante la imagen celestial, se emocionó hasta el llanto. Lentamente fue poniéndose de pie e intentó alcanzarla. Caminó hacia ella que lo atraía con la dulce fuerza del amor. Tomó su mano y se dejó llevar.
Al día siguiente, el sepulturero se perfiló en la tenue luz del amanecer. Caminó las sendas del viejo cementerio hasta que, sorpresivamente, la tumba de Rosa Cuello lo detuvo. Desconcertado, no supo hallar una explicación ante la escena: el cuerpo sin vida de un forastero yacía tendido sobre la sepultura.
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