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Caldo de sardinas

sábado 18 de enero de 2020
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Hace días que los gatos no salen al camino de tierra por el que se va a las casuchas. Son tres los gatos. Mestizos, ásperos y descoloridos, mirada arisca, y grandes testículos curtidos en memorables farras por los tejados. Escondidos en el trastero se cuidan del hambre de los humanos y desde allí vigilan lo que sucede por el vecindario. Ese es muy buen lugar: nadie lo visita y todavía lo puede cruzar una lagartija desprevenida.

Pero hoy el día promete.

Se escuchan los alaridos de la nuera de Macario llamándole puertas adentro. Un cliente le trae el arranque de una Toyota. Eso hará el resuelve si pagan como para un kilo de harina de maíz: a razón de una arepa para cada uno, rellena con los frijoles aguantados al rescoldo.

En un rincón del taller está el anexo donde habitan el hijo, la nuera y el nieto. Una maqueta de kínder.

El hijo y la nuera observan. En los ojos les danza el dinero que cobrará el mecánico.

Una mujer rompe el paisaje al bajar del vehículo. Bolso a la moda, lentes de sol. La nuera la olfatea desde lejos y se acerca. A ella la callejuela le alcanza y sobra para pasear con los cabellos sin peinar, chancletas dos números más grandes y un camisón agujereado del que cuelga un niño. Con mucha educación, decibeles bajos y eses bien moduladas, le pregunta a la elegante si necesita una persona que le limpie la casa.

—Es que éste va para la escuela y hay que comprarle uniforme y útiles…

—¿Y qué más sabes hacer?

Macario, su ayudante y el cliente escuchan atentos, dejando tranquilos por un momento el arranque, los carbones, las bocinas.

—También hago uñas. Por un sistema cobro tres dólares… Lo que pasa es que mi cuñada me partió el cortacutícula y —el recuerdo le espanta el glamour— estas son horas que la muy coña no me lo ha pagado.

En un rincón del taller está el anexo donde habitan el hijo, la nuera y el nieto. Una maqueta de kínder. Un envase tetrabrik, dividido en dos niveles comunicados por una escalerita de latón claveteado y protegido por una tela sintética con dibujo de bacterias que hace las veces de puerta. El olor es inconfundible: a sartén que nunca se friega y cuerpos que igual, despiertan, comen, duermen, se juntan, comen…

Por esos lados los gatos nunca se acercan.

Pero hoy el día promete.

Una camioneta panel blanca, en la puerta el logotipo Pescadería Luis, derrapa en la tierra seca y polvorienta al estacionar a toda velocidad. De ella descienden, como ángeles caídos del cielo, dos muchachos con sus mandiles y botas pantaneras. Con destreza deslizan desde el piso del vehículo, bajándola con mucho apuro, una cesta llena de sardinas hasta los bordes.

El callejón se estremece.

Una multitud de mujeres con sus niños colgados de las batas casi transparentes de tan desgastadas —ropa de estar en casa— se asoman a las puertas, siguiendo con sus miradas, definitivamente tristes, el curso de los acontecimientos.

Todos, hasta la visitante, ven cómo la cesta de sardinas chorrea su sangre ya negruzca hasta la cocina de Macario.

Y de ahí, nadie sabrá más: la nuera le cierra la puerta en las narices a los adelantados que le preguntan a cuánto venderá el kilogramo.

Los ojos de la vecindad se clavan en el dueño.

La fragancia del caldo, con olor a bahía donde los pescadores destripan la pesca, comienza a enloquecer al vecindario.

Éste se concentra en su trabajo sin levantar más la llave de boca.

Los visitantes se marchan.

La nuera ya a solas toma el único cuchillo afilado de la cocina. Desconcha y corta pedazos de ñame, mapuey y cambures verdes, y los lanza al agua hirviente. Al rato despega con sus manos un montón de sardinas de la masa achocolatada y lo hunde poco a poco en el remolino del caldo. Finalmente sazona con sal, cilantro de monte, ajíes dulces y cabezas enteras de ajo machacado, chupando repetidas veces con gran deleite la cucharilla con la que remueve.

La fragancia del caldo, hecho de sardinas en franco estado de descomposición, pero a fin de cuentas con olor marino, con olor a bahía donde los pescadores destripan la pesca, comienza a enloquecer al vecindario. El tufillo, como en los dibujitos de los genios que salen de las lámparas, escapa por las hendijas de las ventanas y las puertas. Lánguido, sinuoso y malintencionado, penetra por otras ventanas y puertas, pega los estómagos a los espinazos y, torturante, hace recordar otros tiempos, cuando las familias en tropa se iban para La Guaira, al litoral central, a comer la cantidad de sancocho y ruedas de carite frito con patacón que se les antojara, por una modesta cantidad de bolívares que dejaba a todos muy satisfechos.

La nuera se asoma a la ventana. Los mirones ya no miran. Sólo olfatean detrás de los linderos.

En privado, porque piensa que se lo merece, y hace mucho que la boca se le hace agua, la mujer cumple alegremente con el ritual de servir para ella el primer plato rebosante. Para catar, como Fidela, la de Torquemada, pero las sopas. Sólo para catar. Luego un segundo, y un tercer plato, y otro cucharoncito más, entre chasquidos de loro, eructos y miradas a lo alto. Después se recuesta en el espaldar de la silla estirando brazos y piernas, atrapada por el hartazgo.

En la puerta tres gatos maúllan sobando el lomo por las paredes.

María Isabel Briceño Armas
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