Hay personas a las que todos los árboles les hieden. Y no porque tengan la nariz del personaje de El perfume o como la pirámide de Egipto. Ni porque los árboles en sí apesten. Muy pocos y por puro amor, como la alfara negra, amancebada con sus moscas en breves y culpables semanas de floración, o el cedro amargo cuando la lluvia lo abraza y él le corresponde con su fragancia a huevos refritos.
En el edificio son dos principales a los que les produce piquiña lo verde.
Pero existen. Son almas de cántaro que le declaran la guerra a cualquier acacia, mango, apamate, en las plazas, en el barrio, en el mismo patio de la familia. Con suerte, bajo la mediación de algún ambientalista que intente inclinar la balanza hacia menos ángeles que lloren, menos árboles que mueran, menos estrellas que se apaguen.
En el edificio son dos principales a los que les produce piquiña lo verde.
Uno es el propietario de uno de los locales en la planta baja, donde deposita pacas de harina Pan, gaveras con maltas, carne congelada para las empanadas que comercia, y el soplete con el que ablanda los trozos de chicharrón.
Es tal su alergia por todo lo que asoma de la Madre Tierra, que una noche sin luna quemó una colmena con más de cuatro décadas de inocente vaivén, y cada tanto, sueña con cementar la grama que tiene en el frente, donde crecen tenaces una uña de danta, una palma real y dos buganvilias en permanente escándalo naranja y violeta.
El otro hipersensible es un Don jubilado que no encuentra otra pasión, en sus años postreros, que detectar graves peligros en cada mata sembrada en los terrenos comunes.
Nada de ocuparse de cuestiones más acordes: ponerse al día con los chismes perdidos durante las cuatro décadas que estuvo sentado en un despacho, atisbar detrás de las cortinas del balcón a las chicas correteando en paños menores o descubrir entretenimientos en Internet.
A él le molesta el aguacate y los cincuenta kilos de frutos que entrega al año, porque por sus ramas puede escalar algún alacrán aficionado al balconing y saltar los veinte metros que le separan de su piso; le amarga el seto siempre florido de cayenas y celestinas, porque sería guarida propicia para un ladrón; le fastidia el matapalo centenario, porque ahí se reúnen las guacharacas todas promiscuas a armar escándalo, y lo más reciente, sospecha que entre las bromelias anidan ratas. Vegetarianas, casi seguro.
Sin embargo, hoy es uno de los pocos que hoy reciben, desde su atalaya de propietario, a la funcionaria del ministerio que vino a inspeccionar:
—Muy buenas tardes, ciudadanos, ¿cuál es el problema?
—E-e-el problema, ingeniera, es este pino, que va a caer sobre los carros del estacionamiento…
Nueve metros de inocente verde mirando al cielo azul, cundidos de cristofués, azulejos y paraulatas.
—Ajá. Pino araucaria, joven, sano. Díganme, ¿cuando sopla el viento, se inclina así?
La cabeza mechuda de la ingeniera se ladea en un ángulo de unos 15 grados…
—¿O así? —en un ángulo de unos 35 grados…
—No-o… —el coro—, casi nada.
—Les informo, primero caemos todos nosotros.
—Pero reventó un tubo de hierro galvanizado, ingeniera…
—A ver, mi señor. Tráigame un pico, un tobo, y me abre el hueco donde reventó esa conexión.
Propuesta obviada.
Clasificado el reclamo como futileza, sólo comparable, según la mujer, a un caso en el que le solicitaran autorización para talar un samán de treinta metros de altura porque debajo se escondían unos a fumarse los porros, y ya con la paciencia tembleca recomienda una poda leve, quitar las ramas secas y mantener la copa un metro por debajo de su altura actual.
—¿Alguna otra cosa?
El Don, ya rechinante, en medio de la brisita que refresca a los pro-natura presentes:
—La palma, ingeniera, la palma…
—¿Qué pasa con esta palma?
—Que su tronco no me deja ver. Ni a mí ni a mi señora. Yo vivo aquí en el dos.
—¿Qué-no-ve? ¿Su carro?
El hombre se las arregló para mandar a cortar la palma a otro vecino, nonagenario, sordo y, por ende, inimputable penalmente.
—No, no. Que no me deja ver quién entra y sale por el portón de las residencias.
—¡Caramba…! Dígame ya mismo los lugares donde sembrará los ocho árboles que exige la ley a cambio, y de cuáles especies, no plantitas ornamentales: ár-bo-les-que-den o-xí-ge-no, y le firmo ahorita el permiso.
Modo preinfarto, alaridos y espuma por la boca:
—¿Y por qué tengo yo que sembrarte ocho árboles? ¡No me da la gana chica, no-me-da-la-ga-na! ¡La talo y ya!
En medio del bochorno, suena un discurso denso acerca de la importancia de cada ser vivo, de cómo el mundo entero va a estar chillando cuando falte el líquido vital; que todos los aquí reunidos, una vergüenza, no bajan de la tercera edad… en especial usted, Don, con hijos y nietos a los que está dejando sin planeta donde vivir; más una amenaza final, escapada del rango oficial, escuchada por cada oreja escondida detrás de cada balcón: ¡Y atrévase nomás! ¡Que al día siguiente lo mando a poner preso!
Pero todo fue lanzar perlas a la única especie depredadora que habita desde el Ártico hasta la Patagonia. A la semana, el hombre se las arregló para mandar a cortar la palma a otro vecino, nonagenario, sordo y, por ende, inimputable penalmente. Y al mes, en un horario conveniente, el abuelito dirigió muy satisfecho la tala severa de la araucaria, echando al suelo sin contemplaciones familias enteras de cristofués.
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