Las guerrillas parecían tener el control, aunque por lo general estaban dispersas en las afueras de los pueblos y en las montañas. Desde el momento en que nosotros (no puedo mencionar quiénes éramos por ciertas razones) no estábamos en su contra de ninguna manera, no nos sentíamos en peligro por su causa. Así es la guerra por estos lados, tan irregular y prolongada (estoy casi citando a Trotsky) que casi forma parte del diario vivir.
Viajábamos en bus por una de las carreteras polvorientas que conectan a los pueblos de la provincia. Otra gente, por ejemplo la que habrá de leer este informe, puede que esté familiarizada con la ruta asfaltada y pareja que recorre el país de norte a sur, o viceversa, uniendo a la capital con el puerto principal y los principales centros turísticos de la costa y las montañas. Esta es la parte mejor conocida del país, al menos por los extranjeros: a pesar de que se encuentra muy lejos de las principales ciudades de occidente y de las naciones más industrializadas, esta parte del país, junto con la carretera a la que me refería antes, son fáciles de encontrar en cualquier mapa, porque proporcionan una base para la incipiente industria turística, una de las fuentes de ingreso más importantes del país, junto con la minería y la fruta.
Algunos de los guerrilleros, si no todos, eran hombres jóvenes, del campo, fuertes y naturales, que se podrían excitar ante un espectáculo de esta naturaleza.
Algunos de los rehenes del bus se notaban asustados. Otros más molestos o preocupados. Cuando se vio a un helicóptero revolotear sobre algunas colinas cercanas, los guerrilleros nos ordenaron a gritos que nos bajáramos rápido, que nos dispersáramos entre los matorrales. De alguna manera, nos arreglamos (yo y mis amigos) para permanecer juntos en la dispersión general y nos pusimos a discutir la situación, que evaluamos más o menos en los términos siguientes: estábamos relativamente fuera de peligro. No teníamos mucho dinero y no íbamos a tratar de escapar, porque si bien no estábamos de acuerdo con los métodos de las guerrillas, siempre un poco desagradables para personas civilizadas, secretamente entendíamos sus motivos y podíamos ver que su lucha era justa. Incluso, si las circunstancias así lo exigían, nos podíamos dar a conocer, por supuesto de manera discreta, ya que como siempre el episodio terminaría probablemente con la liberación de todos los pasajeros después de varias horas o un par de días de negociaciones infructuosas con la Guardia Civil o la Policía, que como siempre no iba entrar en discusiones con los así llamados terroristas. Ya que venimos de la capital, donde todo termina por saberse y repartirse, sabíamos de casos parecidos que tendían a producirse cada vez con más frecuencia. Al comienzo las guerrillas se habían contentado con parar a los buses, sobre todos los que tenían horarios fijos y transitaban por las carreteras apartadas, hacían discursos y después pedían contribuciones para su causa. Al comienzo, algunos pasajeros que, como nosotros, compartían en general las ideas de sus captores, no eran reticentes en expresárselas abierta y calurosamente, sólo para ser denunciados posteriormente por otros pasajeros, o por el conductor, y luego los detenía la policía en la primera parada del bus cuando había reiniciado su recorrido. O incluso los raptaba otra vez alguna escuadra derechista anónima cuando el asunto ya empezaba a borrárseles de la memoria.
Permanecimos callados y fumando, sentados bajo arbustos duros y secos, cubiertos con espinas y con unas florecitas rojas que despedían un intenso perfume por la noche. Alguien se paró a orinar, dibujando un arco amarillo contra el cielo. De repente, una voz nos gritó que volviéramos al bus, y pudimos ver a una mujer joven detrás de unos arbustos, que se levantaba las polleras y se bajaba los calzones de manera descuidada para satisfacer una necesidad fisiológica, demasiado preocupada como para estar guardando las apariencias. Le comenté el incidente a uno de mis compañeros: algunos de los guerrilleros, si no todos, eran hombres jóvenes, del campo, fuertes y naturales, que se podrían excitar ante un espectáculo de esta naturaleza, que no siendo común en las ciudades (por ejemplo, nunca he visto a una mujer orinando en un parque), al menos tenían lugar en cuartos cerrados, o como espectáculo. El habitante de la ciudad es bombardeado continuamente por la pornografía y está habituado a la presencia de las mujeres. Ha habido informes de cuando en cuando de casos de violación en tomas de rehenes, especialmente al comienzo. A pesar de que esos incidentes se comunican generalmente por los medios de comunicación (que en este país son todos oficiales), parece que hay algo de verdad. Los detalles son muy vívidos, muy reales.
Cuando volvimos al bus, nos dirigió la palabra un hombre de unos treinta años, obviamente de antecedentes campesinos, que nos explicó el motivo de esta acción directa, el estado socioeconómico general del país y sus implicaciones políticas, la situación de la gente, especialmente los campesinos y sobre todo los indígenas, sujetos a una campaña sistemática de exterminio. Todo esto era un poco aburrido para nosotros, y Max se tuvo que poner la mano en la boca para tapar un bostezo. Algunos, los mejor vestidos, incluso otros con trajes gastados y casi harapientos, que se notaba habían tratado de parecer respetables, no se notaban muy impresionados, se les veía el descreimiento en la cara, aunque trataban de disimular. Se veía que otros no querían ni siquiera oír, con una determinación que tenía dos explicaciones (para mí, que he hecho del estudio del ser humano el propósito principal de mi vida): una, como ya he dicho, era la suposición de que el discurso era una cadena de mentiras, como todo lo que se relacionaba con la subversión o el terrorismo. La otra era más o menos como sigue: En fin. Ya sabemos eso. Todo el mundo lo sabe. Es la carga que tienen que soportar los pobres y nada ni nadie lo va cambiar. Lo único que provocan estas acciones es más sufrimiento. Uno tiene que vivir su vida sin que lo noten, sin hacer escándalo, para evitar problemas mayores. El orador nos informó que al bus casi no le quedaba gasolina, y que había un pueblo cerca al que nos iban a escoltar y dejar para que retomáramos el curso normal de nuestras vidas. Que ellos no eran bandidos ni criminales, y que nosotros le teníamos que decir a todo el mundo lo bien que nos habían tratado, porque el gobierno, el verdadero criminal, estaba tratando de crear una mala y distorsionada imagen de ellos. Pero yo sabía que por el helicóptero sobre las colinas ya no era seguro que siguieran viajando en el bus, eran un blanco fácil desde el aire y a lo mejor lo necesitaban para otros propósitos logísticos. Como para corroborar estas asunciones, empezamos a caminar, no por la carretera, sino orillándola, a través de la vegetación, a veces bajo ella. Para algunas de las mujeres, e incluso hombres, la tarea no era muy fácil, pero la gente estaba tan aliviada que a ninguno se le ocurría protestar. Además, los primeros ruidos del poblado, bocinas, ladrido de perros, algunas campanas, nos legaban desde atrás de las colinas. La gente se empezó a relajar y hablar ocasionalmente con los guerrilleros y a intercambiar cigarrillos (una pintoresca costumbre local). Algunas de las mujeres coqueteaban.
Entre los captores que nos escoltaban por las primeras calles polvorientas del pueblo había algunos que no podían evitar mirar a su alrededor con mirada curiosa, incluso con asombro, especialmente uno muy joven, de cara redonda. Algunos de ellos nunca se habían alejado mucho de los lugares donde habían nacido, perdidos en el pliegue de una montaña, donde habrían cultivado la tierra comunal y llevado una vida relativamente apacible, hasta los eventos que los habían impulsado a unirse al Ejército Popular —por ejemplo la violación de una hermana por un soldado borracho. Pero estas son especulaciones.
Tapado por nubes de polvo (de un extraño color blancoanaranjado y que lo impregnaba todo), venía nuestro bus.
Al adentrarnos en el pueblo, casi religiosamente (no sé por qué, incluso bajamos la voz), algunos de los habitantes comenzaron cautelosamente a abrir puertas y ventanas, mirándonos con la curiosidad que despierta todo evento que altere la monotonía de la vida provincia. Me hubiera gustado tomar algunas fotos, pero no quería atraer la atención, o hacer algo que mis escoltas encontraran sospechoso. Decidí que más adelante tomaría algunas notas si es que me podía conseguir algún papel para escribir, ya que ese artículo era bastante escaso, y se había usado para otros menesteres. Cuando nos aproximábamos al centro del pueblo, lo que nos tomó más tiempo del que me imaginaba, la actitud de los habitantes, algunos de los cuales habían comenzado a caminar al lado nuestro, cambiaron de actitud, se hicieron más cautelosos y distantes. Nuestro paso atraía más y más miradas frías, de reojo, aun cuando la mayoría de los observadores parecían entregados a sus propios asuntos. Ya no había ventanas o puertas abiertas, a lo más, una que otra entreabierta. La gente del pueblo que se encontraba afuera incluso entró a sus casas y cerró ostensiblemente las puertas. A medida que avanzábamos, pudimos notar que los guerrilleros estaban más y más nerviosos y que en realidad no eran tantos como nos parecía al principio. El pueblo, sin embargo, era más grande de lo que se había anticipado. La calle por la que caminábamos se alargaba frente a nosotros, no podíamos ver su fin. Más y más vehículos comenzaron a aparecer en la distancia, los edificios parecían grandes y sólidos. Ahora caminábamos solos con nuestros guardias, los perros y niños que nos habían seguido desde los suburbios nos habían desertado, como con miedo de atravesar una línea invisible. Repentinamente, se nos ordenó que nos detuviéramos, y el mismo tipo que nos había dado el discurso nos urgió con gestos a que nos juntáramos alrededor suyo. Nos dijo que en esa ciudad íbamos a estar seguros. Habría lugares donde podríamos pasar la noche: hoteles, iglesias (abarcó el espacio vagamente con el brazo), la policía, el cuartel de bomberos. Ahora ellos tenían que dejarnos aquí, tenían que irse, y nos pedía que fuéramos honestos cuando nos preguntaran sobre el trato que les habíamos dado. Esta vez no era un discurso ideológico. Parecían estar apurados; que el lugar era más grande de lo que esperaban y se estaban empezando a sentir un poco expuestos.
De repente dieron la vuelta y se alejaron por la misma calle. Empezamos a hacerles preguntas. Una mujer le estaba pidiendo su equipaje al joven delgado, de perfectos dientes y bigotes, junto a quien había estado caminando. Pero la empujaron hacia atrás casi con violencia. Oímos el ruido lejano de un motor. Tapado por nubes de polvo (de un extraño color blancoanaranjado y que lo impregnaba todo), venía nuestro bus. Se detuvo un instante antes de desaparecer para siempre de nuestras vidas, dejando nuestro equipaje como huevos depositados en medio de la carretera. Seguramente los guerrilleros no habían sabido lo grande que este pueblo (o ciudad) era. Habitualmente van a pueblos chicos, preferentemente a los que quedan cerca de las montañas o en el borde del desierto, donde pueden ocupar la estación de policía sin mucha resistencia, a lo mejor ejecutar a uno o dos oficiales o algunos informantes. Después dejarían libres a los soldados o policías, reunirían a la gente por medio de un altavoz y darían un discurso, yéndose habitualmente en unas horas, quizás con sus filas engrosadas.
Pero aquí estábamos, abandonados en un pueblo (o ciudad) cuya ubicación no conocíamos, en medio de este grupo azaroso que ya comenzaba a disgregarse. Luego de una breve discusión con mis amigos en que tratamos de adivinar dónde nos encontraríamos, había dos cosas por hacer. La primera era buscar un hotel conveniente y la segunda pasar un par de día recorriendo el lugar. Podíamos considerar este evento como una etapa inesperada de nuestro viaje. Ya que nuestra presencia en el país era una combinación informal de turismo, investigación de ciertos hechos y familiarización con la cultura local, financiada por diferentes organizaciones en el exterior, esta visita forzosa nos podía reportar beneficios. Ambos (mis amigos) eran de esta opinión. Max era el más entusiasta al describir estas ventajas. Yo estaba embotado, un poco cansado, y lo único que quería hacer era buscar el terminal de buses y volver a la capital lo más pronto posible. Creo que el hecho de que ellos casi no podían dormir cuando viajaban en un vehículo, especialmente Max, tenía que ver con su decisión. A mí siempre me ha sido fácil dormir, incluso en aeroplanos, mientras ellos fuman y beben de manera compulsiva. Mi razonamiento es el siguiente: las estadísticas muestran que hay muchos más accidentes de vehículos motorizados carreteros que de aviones. Uno puede morirse cualquier día, al cruzar la calle fácil y descuidadamente. En un accidente aéreo, uno queda inconsciente casi inmediatamente, debido al cambio de presión, así es que no se siente nada.
El encanto de esas mujeres no me era indiferente, tan natural y saludable comparadas con las de mi propio país.
Continuando con esta discusión durante nuestro recorrido de la ciudad, nos empezamos a acalorar. Por una u otra razón, mis amigos (especialmente Max) parecían temerosos de permanecer mucho tiempo ahí. A pesar de eso, sin embargo, querían quedarse un tiempo, observando esas extrañas y (para nosotros europeos) exóticas caras, tan similares a las que se atribuyen a las personas de ascendencia asiática: rasgados, pómulos altos y una cierta inescrutabilidad, especialmente entre la gente de las clases más bajas de la sociedad en que la herencia india era más prevaleciente. A lo mejor ellos querían saber más de las características de esta parte del país: como en todos los países del Tercer Mundo, se abre un abismo entre la capital y las provincias. La miseria de algunos de los habitantes más pobres se nos hacía patente a medida que nos acostumbrábamos a su piel bronceada y pintorescos atuendos y podíamos atravesar todo ese colorido con una mirada más crítica. Cuando metíamos la mano en nuestras mochilas para sacar pescado seco, charqui, damascos secos y el ocasional trozo de chocolate (cosas baratas y fáciles de encontrar en la ciudad), nos sentíamos incómodos. Algunos de los niños e incluso algunas mujeres delgadas nos miraban con una envidia que no ocultaban, ya que a diferencia de los ciudadanos de ciertos países vecinos, la gente de allí estaba menos marcada por el orgullo que inculcaba la tradición católica y no parecía interesada en esconder sus miserias y debilidades. Esta gente no baja la cabeza cuando la miran. Reciben la mirada y la arrojan de vuelta, como en un partido de ping pong, a veces incluso con ironía. Las mujeres jóvenes no se sonrojan, sino que responden a las miradas del varón con la de ellas, de manera de dejar al descubierto su erotismo de una manera que no puedo describir con plenitud, porque no la entiendo muy bien. Porque pareciera que no pierden ni un ápice de su dignidad. Es una manera mucho más pura, en todo caso más extraña, que el flirteo frenético de las mujeres en la capital. Quizás lo único que pasa es que somos sensibles a los intercambios, que son más diferentes de los que experimentamos en nuestra vida cotidiana.
Provenimos de una cultura en que uno nunca mira a otra persona en la cara, mucho menos a los ojos, en que estas cosas se consideran una ofensa, una invasión de la privacidad. He tratado estos problemas en algunos de mis escritos anteriores. Creo tener capacidad plena para reconocer la extrañeza y falta de adecuación de un comportamiento, incluso habiendo sido formado en la misma cultura, y puedo además relacionar entre sí estos fenómenos aparentemente superficiales en una estructura completa, o “Gestalt” como la llaman los alemanes. Algunas de las mujeres eran muy atractivas y cuando vi que mis amigos apuraban el paso, más para ejercitar las piernas que para llegar a un lugar preciso, me di cuenta de que quizás la razón más poderosa que tenían para quedarse en el pueblo era la lujuria. Las mujeres eran más delgadas y estaban más bronceadas que las de la ciudad, en mejor condición física. La mezcla de razas especial que había tenido lugar en este país parecía aquí más en su casa, floreciendo mejor que en la capital, y nuestra condición de extranjeros era evidente más por nuestras tenidas que por nuestra piel o cabello. Sobre todo en mi caso. No soy alto o rubio y no calzo con el estereotipo del extranjero que tienen aquí. Ser turista era una ventaja en el país, y los ojos pardos de las niñas locales a se fijaban a menudo en mis dos compañeros, más altos y claros que yo. Traicionado hace muy poco en una relación desafortunada, lo que era una de las razones por las que me había decidido a hacer este viaje, estaba más allá del entusiasmo que estas circunstancias podrían haber despertado en mí de otra manera, pero el encanto de esas mujeres no me era indiferente, tan natural y saludable comparadas con las de mi propio país. Todavía me embargaba una profunda tristeza que me hacía ver más allá de esas cosas mundanas y hacía más fuertes mis ansias de justicia y conocimiento. Los pájaros (había básicamente dos tipos: palomas salvajes y gaviotas de tierra) levantaban el vuelto, algo que los pájaros hacen siempre para anunciar lluvias o terremotos, no importa en qué latitud del globo. Después de un breve momento de relajación en un pequeño café en que bebimos menta y café, llegamos a un acuerdo. Con las indicaciones del dueño del lugar, que también hacía de mesero, mis amigos decidieron cruzar la calle, llevando su equipaje (que era liviano, como el mío) y el equipo fotográfico a un hotel, con algunos anuncios en inglés, idioma que todos podíamos leer. Luego de pagar la cuenta, me quedé allí parado, un poco enojado por la facilidad con que mis amigos me habían dejado abandonado para entregarse a sus asuntillos. Empecé a caminar por la calle y cuando oí que gritaban mi nombre, “Franz, Franz”, me di vuelta. Estaban bastante sorprendidos cuando les hice adiós con la mano.
Cuando iba caminando me di cuenta de que ellos tenían la mayoría de los informes y la grabadora. Iba a tener que esperar que ellos volvieran a la capital para seguir trabajando. Caminé por algunas calles, acercándome al centro. Crucé el mercado, que, como todos los mercados, era realmente pintoresco: indígenas y campesinos, entre puestos y quioscos casi comunes, habían desplegado en alfombras y esteras todo tipo de coloridos artículos y alimentos, la mitad de los cuales no me eran conocidos. Uno podía ver también equipo y artefactos modernos como cámaras fotográficas, radios y máquinas de escribir, nuevas o casi en perfecto estado, y realmente baratas en comparación con los precios nuestros (ya que estaban hechos en Filipinas o Taiwán), pero caros según los estándares del país. No debiera preocuparme describiendo este fenómeno, tan bien conocido y documentado, o el contraste entre la tecnología moderna y las artesanías y productos naturales presentes en ese mercado como una hermosa metáfora de todos los países del Tercer Mundo.
A los monumentos en los parques y los lugares públicos les era en general extraña, como en la capital, la rica tradición precolombina enterrada bajo la arena o en los pantanos.
Estaba buscando el terminal de buses. De repente, al cruzar la Plaza de Armas, vi una hilera de mujeres frente a un edificio grande, moderno, gris, que podía haber sido tanto una fábrica como un colegio o un cuartel. Las mujeres actuaban con la tozuda determinación de los habitantes del país cuando adoptan una decisión. No hablaban ni escuchaban. Pareciera que sus antepasados indios se hubieran apoderado de ellos con su proverbial inescrutabilidad (este es un lugar común). Leí en un artículo de un ex agente de la CIA, que escribía el trabajo que les había costado tratar de disuadir a algunos coroneles de que dieran un golpe de Estado. Y cito: “Es imposible forzar a uno de los nacionales a que deje de hacer algo que está determinado a hacer”. En fin. A esas mujeres las enfrentaba otro grupo de mujeres que trataban de tironearlas para meterlas adentro del edificio, a través de un portón. Ellas se resistían en silencio. Había un constante tira y afloja. Una señora vieja y pequeña, vestida de negro, me dijo al pasar, ya que yo era el único curioso, “es la huelga de las lavanderas: se agrupan frente a la fábrica pero no quieren entrar”. Un oficial de la policía, de apariencia descuidada, las manos cruzadas detrás de la espalda, miraba despreocupadamente. Una huelga autorizada era algo bastante notable. Pero recordaba los rumores de que las únicas huelgas que eran reprimidas eran las que se hacían en las minas o en los ingenios algodoneros, que son la base económica del país. Incluso las guerrillas, tanto urbanas como rurales, no parecían tener mucho interés en esos eventos. Incluso menos interesada parecía la izquierda política de la capital, con la que había desarrollado algunos vínculos informales, guiada y adoctrinada por intelectuales educados en Europa, y que por lo tanto glorificaban al proletariado industrial que constituía una minoría en el país. Después de una vacilación muy entendible me acerqué al policía, a quien casi tuve que gritar para que me respondiera. “¿Me podría decir por favor dónde está el terminal de buses?”. No se buscó un mapa en el bolsillo como lo hubiera hecho un policía en mi país, sino que señaló vagamente hacia la derecha: “Tiene que estar en alguna parte en esta calle”. “¿Está seguro?”. “Mire: esta es la calle principal. Aquí están todos los edificios principales”.
Habiéndome contestado, se dirigió hacia las mujeres, una de las cuales estaba siendo forzada a hincarse en el suelo, mientras algunas de sus compañeras trataban de mantenerla en el lado de las huelguistas. Pude ver que algunas de las mujeres andaban con niños, incluso bebés que colgaban dentro de una especie de bolsas que llevaban colgadas a la espalda.
Pude ver que, en efecto, había algunos edificios antiguos y modernos, lado a lado: el Palacio de Justicia, la Bolsa de Comercio y la Catedral, un cine y la Cámara de Comercio, que junto con la Oficina de Correos y Telégrafos (construida, según me dijeron, después de la reorganización de los servicios de correo) eran casi nuevos, casi contemporáneos, con esculturas abstractas al frente que podrían haber ocasionado la envidia de un Calder. A los monumentos en los parques y los lugares públicos les era en general extraña, como en la capital, la rica tradición precolombina enterrada bajo la arena o en los pantanos. Eran en cambio abstractos (ya lo menciono arriba) o representaciones de héroes nacionales: casi sin excepción generales, pero incluyendo a algunos sacerdotes, o a una mujer (que he visto en varias ciudades y pueblos, pero cuya identidad no conozco), que parece ser una especie de representación simbólica de la madre patria. Pero ni señales del terminal de buses. No había trenes en la región. Un ingeniero topográfico de la capital, que había estudiado en Estados Unidos, me dijo una vez en un bar en el centro del sector turístico de la ciudad que en las tierras del sudoeste, llenas de pantanos, el peso de un tren hundiría los rieles. Un hombre parado frente a una tabaquería donde me detuve a comprar cigarrillos locales (los importados sólo se pueden comprar a precios altísimos, en algunos barrios de la capital) me dijo que él no era de esta ciudad, pero que tenía una destilería y unas tierras en los alrededores, pero que se había forzado a trasladarse aquí para vigilar sus campos porque había mucha inquietud social entre los campesinos (pude ver el bulto de un revólver bajo su chaqueta). Pero que habitualmente los terminales de buses en las ciudades de provincia no estaban en el centro debido a ordenanzas municipales, y que eran generalmente galpones de madera con techo de estaño, pero que en realidad no sabía porque viajaba en jeep o en auto, incluso a caballo, según las circunstancias. Le di las gracias rápidamente una vez que él hubo perdido interés en nuestra conversación y miró hacia el otro lado de la calle, dando una pitada a su cigarro. De allí venían algunos sonidos y gritos apagados como de una batalla, y quién sabe qué más. Mientras me dirigía caminando nuevamente al centro, realmente cansado y con los pies hinchados, pensé que iba a escribirle una carta a Max y le haría saber que la gira se había terminado para mí y que iba a dejar el país tan pronto como me fuera posible, para volver al mío, que, aunque burocrático, era algo conocido y con lo que uno podía contar.
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