Un pájaro hospedero hace el nido con virutas, pelillas de barro, hilos, trocitos de tela, sin más soporte que un amarre frágil a la rama de un árbol, o al borde de una cornisa. Como casi todas las aves.
Cualquier día vuela tras unas lombrices y otro pájaro invade el lugar, le arroja los huevos al vacío, y coloca los suyos.
El hospedero, al regresar, no recibe señales de transacción, ni siquiera una desventajosa solicitud para dar su nido en alquiler. Continuará empollando, luego criando, hasta que esas criaturas de padres desconocidos, superiores a él en apetito y volumen, decidan largarse a volar.
Porque está clarísimo que no solamente existen las santas. También, a veces, uno de ellos cae del cielo.
Y así, su Gólgota irá desplumándolo poco a poco. Hasta la crucifixión final. Sin tener ni una pírrica idea de las verdaderas carreras armamentistas con las que otras aves, según zoólogos de Cambridge, defienden sus nidadas de cucos, tordos y afines, al marcarlas como si fueran billetes, para impedir su falsificación.
Pájaro cucarachero, le decían los abuelos a un hombre que criaba hijos ajenos. Quizá porque observaban a los currucuchúes poner sus huevos en nidos abandonados, sin importarles acoger de vez en cuando algún pichón reciclado o compartir crianza en sana cooperación con otros papás y mamás.
Según la Satir, la familia del futuro. Algo muy distinto. Tema para otra historia.
José Gregorio tenía nombre de santo y, en efecto, era un pan.
Porque está clarísimo que no solamente existen las santas. También, a veces, uno de ellos cae del cielo.
Era hijo de conuqueros de Los Teques, de esos que aún compraban alpargatas de suela en El Cabotaje, lugar hasta donde sus abuelos, hace un siglo, también arreaban sus recuas de mulas cargadas con los sacos del café, y apostaban, echando cocos en la Semana Mayor.
Gente con tradición campesina.
En la azul montaña sanpedreña donde se crio sin agua caliente, gas ni Internet, su familia llevaba asentada trescientos años o más. Las primas con los primos, conectando redes de patio en patio. De fogón en fogón, las cuñadas tóxicas en conspiración perpetua. Los viejos entregando su aliento final, y desde siempre, todos sembrando de todo, y criando gallinas, morrocoyes, pavos, cochinos, tortolitas, gatos, perros, niños y un loro sin edad que sabía los nombres de genealogías olvidadas, y alborotaba más de lo normal cuando amarraban cachapas de hoja, para que no dejaran de lanzarle su mazorca.
Le monté su casa en Pan de Azúcar, ya no un barrio de los peores. Cocina en cerámica; nevera de hielitos, lavadora de las buenas.
Con este perfil curricular, José Gregorio se fue a la ciudad y se hizo albañil, porque del conuco ya no se podía vivir como antes. Ya en la ciudad, en sus aguas turbulentas, José Gregorio descubrió el amor. No el de las primas, de mirada vacuna y sin sorpresa alguna, sino el de la Yadira, una china peruana que trabajaba en una fábrica de tornillos en la zona industrial de El Tambor, se hacía las uñas y se peluqueaba donde Peter, usaba unos jeans que lograban sacarle trasero, y cobraba todos los viernes una semana que le alcanzaba para todo esto, para el mercado, el alquiler y para mandarle su remesita a Cajamarca a sus papás.
Aquellos tiempos…
Aquellos tiempos cuando José Gregorio se sintió volar al lado de esa mujer que le juraba amor eterno, haciendo con él su real gana.
Me le ponía a sus pies. Lo que me pidiera. ¿Comer afuera los fines de semana? ¡Vamos, mi china! Le encantaba ir al McDonald’s de La Cascada, hamburguesas, helados… La mataba el arroz chino con camarones y después una tortica marquesa. Cero cocina, porque siempre estaba cansada. Después, a chupar vitrinas, viendo zapatos y artefactos modernos por todo el centro comercial. Entrábamos al cine. Felices. Así, cuatro años. Todo su sueldo de ella. Y el mío también. No voy a ocultarlo. Le monté su casa en Pan de Azúcar, ya no un barrio de los peores. Cocina en cerámica; nevera de hielitos, lavadora de las buenas, no de esas desechables que por ahí alquilan. Su juego de recibo y el de comedor, de Magdaleno. Porque así le gustaban. Tallado en madera de samán, ya muy escasa. El juego de dormitorio, modelo cisne con flor. La flor repujada en el copete como una margarita de cuentos, de esas del me quiere, no me quiere, junto al pájaro entre las vetas de la madera. Bien bonito. Hasta Güigüe fuimos a escogerlo un fin de semana y se lo traje en el 350 de un amigo. Él ni cobró mucho. Sólo pensar en echarse ese viaje hasta más allá de Maracay, por esa vía de Palo Negro, viendo pasar las vallas desteñidas con avisos de carne de avestruz… ¡Ah negocio pa’ raro! ¿Por doscientos bolívares? Yo ¡ni de vaina! Después la Yadi quiso otra lavadora. La morochita. Con secadora. La tuvo. La aparté en la Miquilén, casa de Salvatore, amigo de mi abuela en los tiempos de catapún. En la mirada del tendero, postrado en su mecedora, la vi a ella, quien desde donde se encontrara, me allanó el crédito. ¡Más sola que la una, hijo, cuando tu abuelo se le perdía por meses tras un joropo mirandino! Y al ritorno, escúchame, come un grande regalo, un saco con tres gallinas… Se la fui pagando poco a poco, ya nadie vende fiao. Entonces la Yadira también quiso cambiar el televisor. Por uno de esos modernos, planos. Decía que cuando veía la telenovela en uno así, hasta se notaba si la protagonista se depilaba bien las cejas o no… ¡Coñoo! ¡Las mujeres creen que el bolsillo de uno es un saco sin fondo! Le dije, china, cuesta demasiado, y está pendiente el baño para el cuarto de las niñas. Torció la jeta, pero ella sabe que no soy millonario. Mi trabajo en las residencias es de mantenimiento, jardinería, plomería, las goteras en un sifón, la canilla de una poceta, menudencias. Mis hermanos sí aprendieron con el tío, yo ayudaba. Hago chapuzas como instalar lámparas, botar escombros. Que esa gente prefiera pagar por montar un bombillo, es algo muy bueno, pero los billetes no los regalan. Y no éramos Yadira y yo solamente. Estaban las niñas. Yuleisi y Yésica. Como si fueran mis hijas. A la Yesiquita la crie desde los pañales. La de noches con los cólicos y la pobre Yadira llegando muy tarde de sus horas extras, y yo midiendo con mis patas el corredor de aquí para allá y de allá para acá. ¡Dale con las gotas, con el anís estrellado, la pelusa en la frente! Las dos me dicen papá. Cuando viene Navidad, o les dan la lista de los útiles, me esperan a la entrada de la calle donde me mudé. Ellas se me quedaron dos cuadras más abajo. Ahí las consigo con los brazos cruzados como un par de doñitas. Reúno un dinerito y les compro los estrenos, o los uniformes para la escuela o los dos morrales de la Sirenita, prometo. Y les saco una sonrisa. Algunas veces la Yadira me entrega las convocatorias a reuniones en la escuela. ¡¿Cómo negarme?! Asisto. Las maestras me conocen como el papá de las hermanitas Parra. Ellas salen al recreo, corren y se me cuelgan. En esa escuela son muy delicados con eso de quién va a las reuniones de los muchachos y quién es el representante. Es porque es privada. Eso me dice la Yadira. Anotan el nombre de uno en la ficha de inscripción del alumno y el número de teléfono. Así debe ser. Uno lo ve cuando la directora me dice Señor Blanco, recuerde traer el plan de vacunación, o, Mejor un sánguche que una galleta, señor Blanco, por lo de la lonchera. Son muy cuidadosos… Me pegó duro esa separación. Lo reconozco. Quedé todo jodío. Eran como mi familia. No como mi familia. Mi familia. Pero las mujeres, ya se sabe. Cuando algo se les mete en la cabeza… A la Yadira la quería. ¿Para qué negarlo? Cuando la conocí, esa china estaba muy mal. El tipo la dejó preñada y con la Yuleisi de tres añitos. Le dije ¡Cuente conmigo pa’ lo que salga! Y así fue. Hacíamos un equipo. Los dos le echamos pichón y la casita la pusimos bien bonita. Pero yo lo entiendo, aunque suene muy… y yo no. El amor no es eterno, como ella me dijo. Se vuelve rutina. La rutina es la muerte para algunas personas. Yadira me parece una de esas. Comenzó a ponerse arrecha por cualquier tontería. A inventar vainas. Que si de paseo con unas amigas. Y poco a poco el tiempito que pasábamos juntos los cuatro, sólo yo y las niñas, los tres a la mesa, comiendo lo que les cocinaba, casi sin vernos la cara. Yo con mis pensamientos y ellas como si supieran que algo se nos venía encima. En esas, más de un año. Qué amigas ni amigas. Había otro hombre ¡y yo… el propio venao! Todo el mundo lo sabía, menos el susodicho. Al principio me derrumbé. Me la pasaba bebiendo. Después, poco a poco. Lo que se acaba se acaba. ¡Mujeres sobran! Cuando supo lo de Leonor conmigo, volvió. Le recordé que no fui yo, y ella… que las amigas le metieron al tipo y le machacaban y le machacaban lo de la auto-es-ti-ma… No me atreví a preguntarle qué vaina era esa. Envidia pura, dijo. Acabaron con lo nuestro, con nuestra felicidad. No se atrevía a echarme culpas así nomás de entrada, como lo hacen ellas, para luego terminar entre gritos y amenazas. Y El Malo, este servidor. Los dos sabíamos que no había sido la primera vez. Antes yo le rogaba, no lo niego. Todos pasamos por ahí. Pero pa’ tras ¡ni pa’ cogé impulso! Ahora tengo a Leonor. Es la recepcionista de un abogado de la avenida Independencia. Una muchachita. Hija única. Sus padres, de una iglesia cristiana. ¡Muy bien criada! De su casa al trabajo, del trabajo a su casa. Los domingos al culto. Graduada de bachiller, perdón, de bachillera, como hay que decir ¿no? Y estudiando el T-S-U. Pero fíjese, la desgracia, llegó el primo y, bueno, abusó de la confianza que le dio la familia. Después se desapareció. ¡Si te he visto…! Así son muchos, unos irresponsables. Y la Leonor… Ya va para los tres meses con esa barriga. El papá y la mamá me aprecian mucho. ¡Imagínese! Cuando ella sale con una de sus malcriadeces ¡la regañan delante de mí! ¡Es gente muy buena! La broma es que de un tiempo para acá, ando reventado, mamao de verdad. Me tuve que ir de las residencias. Allí estaba cómodo, pero el dinero no alcanzaba. Y no puedo desentenderme de las niñas de la Yadira. ¡Así ella ande con otro! Lo de Leonor… Mi hermano me dice que si me voy a echar otra vez ese cacho de agua. ¡No es eso! Ella no tiene la culpa de su mala suerte. Y yo la quiero. La broma es la suegra, pide todo por derechas. Boda con invitados. La niña con la frente en alto delante de los hermanos, de su familia, como debe ser. Y yo la entiendo. Por eso tomé la decisión de dejar los edificios. Los propietarios no querían que me fuera, tampoco me hablaron de un aumento de sueldo. Me fui con una subcontratista de la Pepsi. El tipo es exigente. ¡Para él no hay Ley del Trabajo! Le da de lunes a lunes. Miento, tenemos un día libre a la semana. Sacas unos tres salarios al mes, más las horitas extras… ¡Pero uno queda remamao! Es una vaina muy brava, de construcción, mantenimiento industrial. ¡Lo que salga! Estas dos últimas semanas no solté el taladro. Estuvimos resolviendo un bote de aguas blancas en unas calles. Casi doce horas seguidas, sin contar la media del almuerzo. Pero esta vida es así, puro echar pa’lante. ¡No queda otra! ¿Cierto…?
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