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Testimonial de polvo

sábado 29 de enero de 2022
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Jamás se nos ocurrió que no fueran a permitirnos la toma de las muestras. La sola idea de exponer negocios como generadores de contaminantes, de sustancias prohibidas, era impensable; quizá los tipos pensaron ser descubiertos en algo ilegal, pero no era el objetivo de nuestra investigación.

“Con el polvo acumulado en el envés de las hojas vamos a medir la concentración de los contaminantes, lo que nos permitirá saber el estado actual de la ciudad”, había dicho el doctor Bautista cuando comenzamos la planeación del proyecto. Nos interesaban los grandes árboles de las avenidas, por pocos que pudieran parecer entre tanto pavimento. De qué sirve recordarlo, de qué puede servirme acá en la prisión, sentenciado por la desaparición de dos estudiantes y el asesinato de la universitaria que nos sirvió de guía para los puntos de muestreo.

Nuestro objetivo eran los árboles frondosos y representativos. Queríamos suficiente área de recepción del polvo. Queríamos las partículas asociadas al envés de sus hojas, recogerlas en bolsas plásticas y analizarlas (por cromatografía: los compuestos orgánicos, y mediante absorción atómica: los inorgánicos potencialmente tóxicos). Mientras más pequeñas las partículas mayor superficie disponible para los contaminantes; las partículas menores a 2,5 micrómetros respirables nos interesaban por el potencial daño a la salud humana. No pudimos realizar el estudio. La prensa y las redes sociales, expertas en crear lodazales de desinformación, hundieron mi nombre y mi rostro para siempre: Amaranta fue asesinada brutalmente por su pareja del momento, detenido en las inmediaciones donde hallaron el cadáver.

Escribo dentro de esta celda de dos metros cuadrados, con sus literas metálicas, su apestoso inodoro, una vez que ha sido dictada la condena a sesenta años de prisión.

Al principio, para nuestras familias no sólo se trataba de Amaranta sino de la angustia de semanas por saber el paradero de los cuatro: Anaeli, Ricardo, Amaranta y yo; luego sentí la verdadera soledad. Lo que, para nosotros, incluso el doctor Bautista, era una actividad académica, se había vuelto para la prensa sensacionalista, las redes sociales y la fiscalía general de justicia, una cita doble donde uno de los novios (yo) había asesinado a una estudiante de edafología de la universidad, mientras que la otra pareja de científicos se encontraba desaparecida.

Escribo dentro de esta celda de dos metros cuadrados, con sus literas metálicas, su apestoso inodoro, una vez que ha sido dictada la condena a sesenta años de prisión. Con la voz del juez golpeándome el rostro miré mi vida a través de la ira. Ahora intento concentrarme en mi infancia y juventud, pero no logro sacar las imágenes de los últimos meses, la oscuridad, los gritos, el dolor y la sangre; creí que la memoria sería el sitio ideal para escapar de esta prisión, pero sólo logro reconstruir lo sucedido.

Lo siento tanto por la familia de la chica, por mi madre que tanto sacrificio hizo por mi educación. Hace apenas dos años celebraba mi título de maestro en ciencias, y me embargaba la felicidad por haber ingresado al programa de doctorado en geografía en el campus de Morelia de la Universidad Nacional. Ahora todo parece una gran farsa.

“Fuimos secuestrados por un grupo que venía en una camioneta van de color dorado”. Fue mi defensa desde mi detención (que al principio creí se trataba de mi rescate). ¿Qué importancia? No tuvimos oportunidad siquiera de defendernos.

Amaranta nos esperó en una calle de la calzada Chivatito, cercana a la avenida Reforma. Nos condujo hacia los árboles más vetustos de la zona. Cruzaríamos luego a Chapultepec, cerca de un café en la avenida Grutas donde fuimos interceptados y levantados. Apenas nos lanzaron a la camioneta se apoderaron de nuestros móviles, nos cubrieron las cabezas con una bolsa de tela, nos maniataron y estuvimos tirados boca abajo en la camioneta durante varios minutos en los que todo fue gritos de: ¡Ya les cargó…! ¡Cállense o a las viejas se las lleva la…! Todo en cámara rápida. Un ruido constante permaneció en mis oídos hasta que en algún momento de aquel derrotero nos obligaron a tragar pastillas amargas, empujándolas por nuestra garganta, sin dejar en ningún momento que pudiéramos evitarlo, incluso nos taparon la nariz para obligarnos. Por supuesto que perdí el conocimiento.

Por eso no entendía cuando me presentaron las fotografías en las que nos mirábamos desnudos los cuatro. Los agentes pusieron frente a mis ojos fotos de Amaranta asesinada y llena de sangre. De cómo fueron sacadas las imágenes no tengo memoria, no pude verlas sino hasta que en la fiscalía me las enseñaron, y no recuerdo las escenas, cuando quiero esforzarme en recordar me vuelve ese dolor de cabeza.

Tal vez Anaeli y Ricardo no corrieron con la misma suerte, era mi esperanza, pues no supe más de ellos. Cuando el juez dictó sentencia nadie sabía aún su paradero. La justicia espera que no haya impunidad conmigo, es necesario separar el heno de la paja. Terminé siendo la paja. ¿Y qué podría argüir? Las fotografías ahí están, nuestras ropas, el alcohol y las drogas en mi sangre, en mis heces y orina son prueba, tanto como los mensajes de Amaranta a su familia por el móvil: “Estoy con los chicos de Morelia, terminamos el muestreo y vamos a ir por unas cervezas”. Fueron de las pruebas periciales más contundentes. Luego silencio, desesperación, búsqueda sin descanso hasta dar con nosotros gracias a la señal del móvil de Amaranta que localizaron en el mismo cuarto donde me capturaron (yo creí que me rescataban y hasta sonreí con esperanza), luego descubrieron aquel cuerpo lleno de sangre.

“Todo ha sido creado por ellos. ¿Cómo no lo entienden? ¡Ellos lo planearon!”. Ni siquiera recuerdo haber intercambiado grandes diálogos con aquella pobre chica. Todo sucedió tan rápido aquella mañana.

Quizá debí darme cuenta de algo sospechoso desde el primer momento.

Llegamos de noche a CDMX, cenamos y nos fuimos a dormir. Anaeli tuvo una habitación para ella sola, mientras que Ricardo y yo compartimos cuarto. Era Anaeli quien tenía el contacto con Amaranta; así que temprano, a eso de las seis de la mañana, ya estábamos despiertos y emocionados porque daba inicio nuestro primer muestreo del polvo en las hojas de los árboles de la Ciudad de México, que no sólo serviría para mi tesis doctoral y la tesis de maestría de Anaeli, sino que el doctor Bautista nos había ofrecido presentar nuestros resultados en un congreso de geografía ambiental que tendría lugar en Brasil el siguiente año. Ricardo era asistente de laboratorio, iba a cargo del muestreo por la institución.

Vimos a Amaranta tal como estaba previsto. Abordó la camioneta atrás con Anaeli. Ricardo manejaba y yo iba de copiloto.

—¿Descansaron? ¿Tuvieron algún problema para dar con el hotel?

—Todo muy bien. Vamos directo al primer punto.

—Sí. Es todo derecho.                     

El día comenzaba bien.

Quizá debí darme cuenta de algo sospechoso desde el primer momento.

Nos bajamos con el equipo, la cámara, el gps, las bolsas receptoras de la muestra. Y sí, debimos llamar la atención del personal que estaba construyendo un edificio enfrente a donde se encontraba el camellón que tenía cinco hermosas jacarandas floreando, y tres fresnos. Era larga la avenida, pero ver la recompensa que significaban esos ejemplares de árboles nos hacía esbozar sonrisas e irradiar felicidad.

—¡No pueden estar acá! —dijo alguien a espaldas de Ricardo.

El hombre vestía un traje gris ceniza. Era alto, quizá cercano a los cuarenta años. Se veía limpio, pulcro, al parecer había bajado de un Mercedes rojo que aparcó detrás de nosotros, en la calle, o más bien a media calle, cercano a donde los trabajadores de la construcción seguían trabajando sin inmutarse junto a aquel edificio de alrededor de veinte pisos.

—Sólo vamos a recoger unas muestras de polvo de las hojas de estos árboles. Terminamos y con gusto nos retiramos.

—¿Tienen algún permiso?

—Para coger polvo no se necesita permiso. No estamos muestreando partes de la planta, sólo nos llevaremos el polvo —y Ricardo levantó, frente a los ojos de aquel tipo, una bolsita de ziploc con el polvo que había barrido con una pequeña brocha de las hojas compuestas de una de las jacarandas.

—¿Crees que soy estúpido? —dijo el hombre, manoteando la bolsa—. Te estoy pidiendo que te retires. No puedes estar acá. Si no tienes permiso, y no se me ha avisado de tu presencia, te tienes que largar.

Fue cuando Amaranta se acercó:

—¿Por qué? Estamos en la calle, y sólo hacemos un muestreo. La limpieza de las hojas de estos árboles no es de su incumbencia. Sólo vamos a ver qué contaminantes hay.

—¿Harán análisis de ese polvo?

—¡Exacto! —agregó Ricardo entusiasmado. Yo los miraba dos pasos atrás. Tal vez era el único que continuaba con la labor de conseguir las muestras; el hombre se alejó y cogió el teléfono acercándoselo al oído. Conferenció con alguien por unos segundos, y luego retornó hacia mis compañeros. Algunos trabajadores de aquel hombre los habían rodeado.

—No. No puede estar acá. Y me van a entregar las bolsas que han recogido —el tipo quiso despojar a Anaeli, por encontrarse más cerca de él, pero ella no se lo permitió y forcejearon, por lo que los gritos y empujones comenzaron.

—Pero ¿por qué? ¿Qué pasa? Ustedes están trabajando en aquel edificio. Ni el camellón ni los árboles les pertenecen.

Ricardo se adelantó a las chicas. Yo me guardé las bolsas que tenía en los pantalones (quizá ese fue el más grande error), y caminé aprisa hacia la camioneta; metí lo que pude de nuestro material en la guantera (de qué pudo servirme). ¡Vámonos! grité a los chicos, pero ya los habían rodeado. Sobre todo, a Ricardo. Amaranta también intentaba contener a un trabajador. Y Anaeli gritaba alterada.

—¡Sólo quiero las bolsas! Recojan sus cosas y váyanse.

No habíamos ni parqueado cerca de Chapultepec cuando nos cerró el paso la camioneta van dorada.

Un hombre se acercó al tipo del traje y le dijo algo al oído. Me percaté de que le hablaba de mí. Me bajé de la camioneta. El hombre del traje sólo me lanzó una mirada huraña, que yo evité pues seguía llamando a mis compañeros sin prestarle mayor atención:

—¡Entréguenles todo y vámonos!

Volví a ocupar mi lugar de copiloto. Ellos entregaron las bolsas que tenían en las manos y vinieron hacia mí.

Se subieron. Ricardo encendió el motor de la camioneta y salimos de ahí.

—¡Pero qué locura!

—¡Bienvenidos a la Ciudad de México! —ironizó Amaranta.

—Habrá que informarle al doctor Bautista

—¿Por unas bolsas de polvo? Voto porque quitemos este punto del muestreo. Además, sólo era el primer sitio. Vayamos al siguiente, y empecemos de nuevo la cuenta —nos apuró Ricardo.

—Está bien. Dirígete hacia Chapultepec.

—Tampoco tenemos permiso para muestrear ahí. Pero les juro que es porque no es necesario. ¿Acaso están todos locos acá en la Ciudad?

—Tal vez los contaminantes ya los están afectando.

—Bueno, para eso será el estudio. ¿No? —remató Anaeli ya más calmada, intentando bromear. Para ese instante quisimos tomarlo solamente como una mala experiencia y continuar.

No habíamos ni parqueado cerca de Chapultepec cuando nos cerró el paso la camioneta van dorada, y nos subieron a la fuerza, nos cubrieron a golpes y nos taparon la cabeza con una bolsa de tela oscura.

—¿No que muy chingones? —se escuchó que gritaban. Igual pude escuchar los quejidos de Ricardo al primero al que se dedicaron a golpear. A mí, me tenían sometida la cabeza. Jamás pensé que algo así podría pasarnos.

—¡Acá están las bolsas que guardó aquel pendejo! —escuché. Habían revisado mi mochila de campo y la guantera, en donde había guardado las muestras que antes me metiera en los pantalones.

—¡Quisiste hacerte el chingón! —sentí un golpe en la quijada. Y una serie de golpes más sobre los que no podía ni siquiera agachar la cabeza. Sentí la sangre chorrearme por la nariz, la ceja, la boca rota.

Todavía no puedo entender lo que le hicieron a Amaranta. Los peritos declararon que había muerto por ahorcamiento, con rotura incluso del cuello: “La fractura por presión en el hioides, causa muerte instantánea; se requirió de violencia y de una fuerza importante, probablemente de un mecanismo de hiperextensión o de una rotación o de un giro brusco del cuello”. Por lo anterior se catalogó como feminicidio. La fiscalía, junto con la familia de Amaranta, pidieron la pena máxima: me otorgaron sesenta años. ¿Qué podría argumentar? Todo fue tan rápido, tan violento. Ella está muerta.

Anaeli y Ricardo siguen desaparecidos. Si viven, estarán amenazados y tendrán mucho miedo de asomar la cabeza, no los culpo. No volví a verlos. Ni se habló de ello durante el juicio. El doctor Bautista vino a verme. Me preguntó por mis compañeros. Yo bajé la cara avergonzado de no saber qué responderle. Los abogados de la universidad no quisieron apoyar mi defensa. Pues todo era tan confuso para ellos y a la vez tan contundente. Ahí está la evidencia: fotos, sangre, mis huellas, el cuerpo de Amaranta, mis compañeros desaparecidos.

¿Quiénes eran esos hombres? No tengo la menor idea. ¿Qué cosa estaban protegiendo que necesitaban darnos un escarmiento de esta naturaleza? No lo sé. Quizá ha sido una llamada de atención, vía redes sociales, periódicos, para que ningún otro quiera hacer este tipo de estudios. ¿Cómo responder a ello? Es tan ridículo todo; el doctor Bautista ya no tuvo más remedio que hacerse a un lado.

El caso sigue abierto, y toda esta nueva evidencia en mi contra no hará más que aumentar mi condena.

Pero por supuesto que no ha sido por los estudios de contaminantes. Se debió al territorio que pisábamos en aquel momento, y del cual no quisimos irnos cuando se nos exigió. Lo que doy por hecho es que nos persiguieron por las bolsas que decidí guardarme. En aquel polvo, en el resultado de su análisis pudiéramos tener alguna idea de lo que quisieron evitar que encontrásemos, lo que aquellos personajes querían ocultar: las pruebas de algún túnel; tal vez temían que las hojas de los árboles estuvieran impregnadas de alguna sustancia prohibida que ellos escondían, desarrollaban, o estaban empaquetando en aquellos edificios. Es en el polvo de las ciudades donde podemos encontrar una y mil historias. Lo cierto es que fui condenado por el feminicidio de Amaranta.

A los pocos meses aparecieron nuevas pruebas. Llegaron en un folder por correo a la universidad, justo a la oficina del doctor Bautista donde yo colaboraba. El remitente, por supuesto, era yo mismo.

En esas nuevas fotos se observan los cuerpos de Anaeli y Ricardo, muertos, ensangrentados, lo que sumaba evidencia en mi contra, y volvieron los interrogatorios. Yo no podía saber dónde se encontraban sus cuerpos. ¿Por qué me mandaría un folder de fotos por paquetería? ¿Están todos locos o qué? Daba igual. Ahora se sabía que tuvieron el mismo desenlace. Pero sin cuerpos siguen considerándose desaparecidos. El caso sigue abierto, y toda esta nueva evidencia en mi contra no hará más que aumentar mi condena que de por sí ya es de cadena perpetua.

Sólo me queda seguir mirando el cielo cada vez que tengo oportunidad de salir al patio. Las noches no son algo que un prisionero pueda disfrutar. No se nos deja salir de las celdas, tan sólo durante el día, por lo que me es imposible mirar las estrellas. Lo cual nos hace quedar ajenos a esa oscuridad celeste que representa el manto estelar que desde hace meses he dejado de admirar.

(Este cuento obtuvo el segundo lugar en el Premio Nacional de Cuento Gabriel Borunda 2021).

Adán Echeverría
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