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Hasta que esto desaparezca

jueves 7 de abril de 2022
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Digo que esta vida es llevadera
sólo porque sientes tú lo que yo siento.
Jorge Drexler, Transporte

Ella guarda en el fichero el registro de dos libros que salen en préstamo circulante: un Testut-Latarjet de Anatomía humana por los 600, biblia de los estudiantes de Fisioterapia, en alianza con El arte de amar de Erich Fromm por los 100, bicho de muy poca demanda.

Entrega un morral.

Otro día y casi se le pasa la media hora de descanso para el refrigerio.

Recuerda la barra de chocolate en su cartera y también la orden de no merendar durante el servicio.

Hay que aclarar que estas son escenas de una época pre Covid-19, sin cuarentenas ni etcéteras.

Se acomoda con dificultad en el asiento. Desde las escaleras la espía el foso oscuro por el que muy pronto, al terminar la hora, irrumpirán los estudiantes en estampida como cuando los corretea el humo de unas bombas lacrimógenas.

Los del nocturno hacen la carrera después de trabajar todo el día y afrontar todo tipo de rollos familiares. Unos cuantos vienen de otras ciudades donde pierden hasta tres horas en las colas bajo el sol o la lluvia para tomar el transporte. Y todavía llegan animosos como para sentarse en un pupitre, bromear con ella a la puerta de la biblioteca y hasta graduarse con muy buenas notas.

Hay que aclarar que estas son escenas de una época pre Covid-19, sin cuarentenas ni etcéteras, en la cual muchos dicen que eran felices y no lo sabían…

José Alberto llega despacito entre el barullo. Lapicera en el bolsillo, un pequeño crucifijo en medio de la guayabera, pantalón gris de dril.

Igualito a cuando se le acercó por primera vez. Dispuesto a prorrogarse en el servicio pidiendo una larga lista de libros como si le fuese difícil precisar cuál llevarse hasta el lunes; como si ella fuera una adolescente disponible, ansiosa de esas caricias que todas las niñas enamoradas sueñan, con los ojos pelados y la boca seca, a la hora de irse a la cama.

Él le da su portafolio. Ella un plástico con un código.

En la sala general se acerca el momento de ordenar el material en las estanterías, cerrar estadísticas, despedir a los usuarios, encender deshumificadores, apagar lámparas, correr puertas y ventanas.

El fin de semana promete al personal auxiliar cine, cotufas, cerveza. Cualquier cosa menos un libro…

Cruza los dedos para que José Alberto se marche antes de finalizar el turno, pero su carpeta de tapas negras y hojas blancas aguarda sin apuro, cual castigo desde la soledad de los tramos.

—¡Vaya curita, mi amor! —se dice cuando al entregársela se topa a su dueño buceándola, desesperado por pegar la hebra con ella, la de nariz grande, cabellera escasa y caderas atrincheradas en un look asiático de tela sintética y dibujo de globitos comprado a los buhoneros de la avenida Miquilén.

Ni siquiera el color miel de su mirada o su voz correcta y seductora disimulan en algo esta vida de empleada con un montón de años a la pata del escalafón y salario mínimo.

 

Antonio, agónico, mueve el rostro en la almohada. Los estertores perfilan su rostro anciano, mientras los dedos de ella entumecidos y de uñas demasiado recortadas aprietan el barandal de la cama clínica.

En vano aguarda ansiosa al suponerle derrotado por estas últimas semanas de cilindros de oxígeno, suero intravenoso y pañales desechables.

Antonio se resiste a la confesión. Los espasmos retuercen su cuerpo. Los hilos de saliva entretejidos por la araña de su boca le cercan el cuello de pajarraco.

Muy en lo alto, por el alto techo, sus ojos tenaces siguen un mapa de rutas mohosas desdibujado en el friso, que a cada instante lo lleva a ninguna parte.

Ella espera.

Sólo una frase, una confirmación de lo peor o un residuo de felicidad y se lo entrega a la muerte.

Mientras esto no suceda se dedica a impedirle toda fuga.

Los minutos lentos remolcan la madrugada. El ventanal despierta en el encendido del motor de un carro, en el piar de alguna niña que va a la escuela.

Entonces ella arrastra sus pasos hasta la cocina, sin arreglarse el desvelo.

Debe recibir a la asistenta.

 

La casa estaba sola y Jose se las compuso para que un montón de bizcochitos escondido en la bolsa le dieran entrada más allá de la cocina.

Aquella mañana Joselio entró por la puerta del servicio a traer el pan. Esto aún era costumbre en San Bernardino y otras urbanizaciones de Caracas.

Se lo cruzó como cada día cuando iba tras la bruma soñolienta del café con leche, ya cepillados los dientes, la trenza en su lugar, pero todavía en aquel salto de cama de piqué con encajitos, cuello alto e hilván bajo, que sólo a los muchachos de antes podía dispararles la fantasía.

El jueves era libre para la trabajadora. La casa estaba sola y Jose se las compuso para que un montón de bizcochitos escondido en la bolsa le dieran entrada más allá de la cocina, escaleras arriba, muy pendiente de la ausencia de Nilda.

 

Cuela el café y le azuzan la memoria el escondite entre el damasco de las cortinas ante la inminencia de otro beso azucarado, los gritos risueños del debate con él sobre la alfombra, los dedos del muchacho entre sus piernas, trémulos, idénticos a peces ante la fascinación de un coral y la zambullida final, mientras el mundo entero, si le daba la real gana, podía acabarse.

Hasta que en un almuerzo preguntó por qué la barriga se le hinchaba, si no se sentía enferma.

Aún sonríe con blandura y con un gesto reniega de su puerilidad.

La última vez que Antonio la miró a los ojos.

 

El camión sube lentamente las montañas. Va pesado. Lleva muebles y maletas a la casa que tienen en las afueras de Los Teques. Su mamá llora en el pedazo de batista y ella va muy triste.

Desde aquel día a la mesa no existe para nadie. Así le dijo Antonio, la mirada gélida más allá de las paredes tan blancas del comedor, como si la viera por última vez:

—Usted ya no existe más. Hágase como que está muerta.

Se siente tan raro eso de estar muerta.

Sobre todo si se tienen doce años y se ha crecido en aquella Caracas previsible y confortable.

—Y usted, Ana Zoila, escúcheme bien. Si no supo cuidar de su hija, obedezca mis órdenes sin chistar: se me van para Los Teques hasta que esto desaparezca.

—¿Esto…?

—…

 

Pasaron la plaza Guaicaipuro, con sus árboles arropados por cascadas de orquídeas y la blanca capilla a la Virgen del Carmen, aligerada por un pozo de la dicha que desde una casa contigua fascinaba a los niños.

A la izquierda, la plaza Francisco de Miranda. Banquitos afrancesados, veredas bordeadas de lirios.

Nada del pastiche actual.

Siguiendo la vía, en el más clásico hormigón armado, el puente General Cipriano Castro, la entrada a la villa Teola y a otras casas vacacionales del antiguo gomecismo.

A los pocos metros, una carretera de tierra extendida como un estambre bajo una cobija de bambúes bordeando un riachuelo con garcitas sostenidas en sus patas de alfileres. Aquí y allá dorada por los nísperos del Japón, algún bucare en un naranja gritón, o esos follajes amarillos, araguaneyes presumidos de los Altos Mirandinos.

Y miles de guacharacas alterando el mundo con sus ¡gua-cha-ra-cá!

Cuando a ella le diera por desandar el camino, el recuerdo de aquel paisaje entonces sin urbanismos sería su escasa paz. En ese momento fue como un brochazo de verdes, borrado de su cabeza aturdida al detenerse el camión Ford y madre e hija correr asustadas sobre las piedras resbaladizas por el musgo, huyéndole a un coro iniciático de cien mil bichos anónimos que hacían crujir los montes.

A la semana supo que el hastaqueestodesaparezca habitaba en su barriga aumentada de tamaño cada día tanto como el disgusto de sus padres. Y sin ella poder remediarlo. Ni dejando de respirar hasta el dolor de cabeza, ni durmiendo boca abajo, ni tomando agua hasta colmar su cuerpo y.

Estallar.

Las manos sabias de la Juanita, comadrona de Laguneta de la Montaña, despedazan su vientre entre vapores de alhucema, pasote y anís.

Las uñas de niña clavadas en las propias palmas encharcan en rojo la medalla del bautismo.

Un soliloquio turbio de alaridos inútiles implora al ave de rapiña ya rondando, acechante sobre la presa.

 

Hasta el quizá atenta a cocina, coleto, lavado y planchado en casa de extraños.

José Alberto cada noche de viernes con una tartaleta de ciruelas en las manos.

Venciéndola con un manso ¿y por qué no?

Observándola. El codo en la almohada, haciendo planes con el hijo que vendrá.

Ella apenas sonríe.

La mirada extraviada más allá de este niño que acrecienta su pesadilla y aleja más el rastro de la cría, acunada en muy breve alborozo por la partera ante el hielo madrugador de la montaña.

La mirada extraviada.

Siguiéndola.

Hasta el quizá vestida con ropita en desuso y abrigos sin botones. Hasta el quizá calzada por zapatos que sus piececitos heridos / por los guijarros todos, saben ajenos. Hasta el quizá atenta a cocina, coleto, lavado y planchado en casa de extraños.

José Alberto insiste en el abrazo.

Convulsa ella grita, muerde, pega.

La vida se torna muy fea cuando dos no pueden amarse bien.

María Isabel Briceño Armas
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