Riana se detuvo frente al ventanal. Quería solazarse mirando a las afueras del hospital, y cómo los jardines desaparecían cincuenta metros adelante, en esa plancha pavimentada del estacionamiento que al amanecer permanecía vacío. Siguió con la vista el ulular de una ambulancia que en esos momentos corría hacia alguna emergencia. Sus ojos se prendieron del vehículo hasta perderlo en el resplandor del horizonte que se había blanqueado por el sol que caía sobre su rostro. Abrió la ventana para que la brisa y el trinar de los pajarillos golpearan las ansias que por momentos le amordazaban el deseo de seguir. Seis meses habían pasado desde la última vez que le había contestado los mensajes del móvil a Ricardo. Fue justo al momento que la médica le confirmara lo que ya esperaba. Apenas se quedó sola escribió: “Perdona el silencio”, y fue todo el mensaje.
Lo único que pudo escribirle. Y es que aquel mutismo se instaló en la garganta como una cicatriz interna. Seis meses de mensajes, llamadas, timbrazos, vibraciones intentando contactarla. ¿Cómo era posible que Ricardo no desistiera? Riana se sabía egoísta. ¿Egoísta? ¿Es en serio? ¿Yo soy la egoísta? Sólo no quería enfrentarlo. No había más que decir. ¿Somos egoístas por decidir apartarnos?
Durante la relación que tuvieron había sido Riana la que siempre tomó la iniciativa. Ricardo sabía estarse quieto, iba siempre despacio; todo con él era siempre a murmullos; su caminar pausado, era la tortuga del cuento de la liebre, pero lo era en todo lo que hacía, lo era a cada rato, y Riana era tal vez demasiado liebre y demasiado libre también, por supuesto, como para quedarse en esa pausa permanente en la que Ricardo era un experto.
No tiene caso. No era importante. Nada lo es. Nadie más que una misma. A los veinticuatro años uno se repone de cualquier cosa que pareciera el fin del mundo. Y en esa ocasión, el fin de la historia quedaría de su lado del tablero. No había más que decir, ni siquiera adiós, ni siquiera…, o tal vez era que Riana no podía con las despedidas, los fracasos, los adioses, los abandonos, las distancias, las posibilidades, las esperas o las esperanzas. No se trataba de una pausa. Todo sería diferente, y ella era consciente.
Ricardo no podría localizarla. Riana había desaparecido por decisión propia.
Ricardo había insistido con los mensajes, pero siempre a su estilo. Moderado. Sin reclamos. Ni siquiera podía saber si se trataba de alguna angustia de parte del chico. Aquel juego de: No te diré a dónde viajaré, no te contaré de dónde soy, a que habían estado jugando desde que se conocieron en la fiesta de Maricruz, resultaron el cómodo refugio para desaparecer sin lágrimas, para pedir que la olvide sin haberlo acordado, para obligarlo a voltear la página. Hay quienes nos decidimos por el silencio. Ricardo no podría localizarla. Riana había desaparecido por decisión propia.
Riana deja abierta la ventana de su cuarto de hospital y camina hacia el baño. Mientras orina vuelve a leer los mensajes, e imagina a Ricardo, ensimismado, dudando siempre dudando si era adecuado escribirle. Los mensajes habían caído de a poco: “¿Estás bien?” era el mensaje que se había repetido la mayor cantidad de veces, sobre todo cada tres días durante las primeras dos semanas. Y la primera vez que llegó la pregunta fue cuatro días después del repentino silencio de Riana.
Riana miró las dos palabras; sintió el impulso de contestar de manera inmediata. Pero no se atrevió. Borró el párrafo que ya había comenzado a teclear. Se sintió patética. ¿Qué le diré? ¿Qué le estoy diciendo? ¿Acaso debo involucrarlo en lo que ahora me ocurre, en lo que he decidido? Luego los mensajes se habían espaciado. Dos semanas después llegó un: “Sólo quisiera saber que todo está bien. Intento entender, sólo es eso. No quiero molestarte”. Y el último mensaje había caído apenas en la madrugada, seis meses después: “Tal vez lo merezco, quizá hice algo que te haya enojado. ¡Lo siento, en verdad! Por favor, contesta”. Y luego del anuncio de la médica, Riana titubeó:
—“Perdona el silencio”.
A Riana le cuesta comprender que Ricardo sea tan pusilánime. Sin embargo, sabe que no tiene nada que decirle. No hay disculpas, simplemente no tiene palabras para él. Todo lo que pudiera contarle sonaría a lástima, y para qué tenernos lástima; yo por él, él por mí, para qué construir algo semejante, sabe tan poco de mí, no puede tener siquiera idea de dónde estoy. Riana suelta la llave del inodoro. Ricardo tiene que olvidarse de mí, y lo hará. Se lava las manos en el lavabo, mira sus ojos, ¿secos?, en el espejo.
Nos divertimos durante cinco meses, y ahora no hay nada más que platicar, qué le contaría, que estoy enferma, que el tiempo es breve; ya sé, tal vez hablaríamos del dolor, de lo mucho que voy a sufrir y de las terapias que son necesarias y que aún estoy pensando si me decido a llevarlas a cabo. Cualquier cosa, cualquier futilidad.
Miraba las palabras en el móvil; Ricardo está escribiendo…, leía la fila de puntitos parpadeantes que se alargaba en la pantalla y luego desaparecía, volvía a parpadear, y a desaparecer una y otra vez, pero no se concretaba ninguna oración. Riana decidió borrar la conversación completa. Borrar los seis meses. Se había arrepentido de haber contestado. Estaba frágil. Fue abrir la puerta a quien ya no deseas que pase a la sala de tu casa. El silencio era suficiente. Seguro Ricardo estaba por hartarse y ahora le he enganchado de nuevo.
En seis meses había apenas ochenta llamadas perdidas de Ricardo. Sabe ser discreto. Ahora revisa sus redes sociales, nada raro, casi todo lo que hay en el muro de Ricardo son las fotos que ella le tomara durante aquellos cinco meses que pasaron juntos; algún dibujo que se había atrevido a hacerle, en esa divertida tarde de café, todas son imágenes en las que yo lo etiqueté. Si lo bloqueo, las fotos dejarán de aparecerle. Y estoy segura de que Ricardo ni siquiera las ha descargado. Su muro estaría vacío sin ese color que le regalé, sin nuestra historia. Lo de él son los pocos libros que comparte: El hombre unidimensional, de Herbert Marcuse, era la obra más reciente; la portada invitaba al aburrimiento, no es nada raro que tenga apenas tres likes, seguro de otros freakies como el mismo Ricardo.
De qué le sirve ser un chico tan apuesto si es tan aburrido; entre sus apenas doscientos contactos están sus compañeros del colegio, de la universidad, y sus familiares; el resto son —y es la gran mayoría— mujeres; desde luego, su físico, su porte, no suele pasar desapercibido. Pero no lo conocen. Les bastaría escucharlo hablar para aburrirse de él. Pobre chico, tan guapo y soporífero.
Aquella tarde en casa de Maricruz me lo topé cuando salí del baño, fue al atravesar la sala. Ahí estaba, revisando libros y los LP de Roberto, la pareja de Maricruz. Lo vi de espaldas, traía una botella de cerveza en la mano izquierda, mientras que con la derecha revisaba la funda de uno de aquellos discos de vinilo.
—Se oye bien.
—Perdona, no quise parecer entrometido —dijo nervioso, dejando la funda del disco en el mueble, dando un sorbo a su cerveza y esquivando mi mirada.
—No te preocupes. No es mi casa. ¿Quién toca?
—Fleetwood Mac, la canción se llama “Need Your Love So Bad” —vi que sus ojos me miraron por vez primera, y ya no quise separarme de él esa noche. Y no quise alejarme de él las siguientes cinco semanas. Los siguientes cinco meses. Hubiera deseado meterme dentro de su cuerpo, entre su ropa, habitar su armario, estar dentro de su laptop, vivir en su cabeza. No quería dejar de verlo. No podía dejar de tomarle fotos. Era tan tranquilo, tan silencioso, tan agudo para sus comentarios, cuando se atrevía. Yo me desternillaba de risa y él apenas esbozaba una sonrisa; sin embargo, sus ojos eran los que me inundaban de esa alegría con la que encantadoramente me miraba. Porque, y no sé cómo explicarlo: era un hombre que sabía mirarte. No intentaba quitarte la ropa, como tantos, ni te recorría, ni se quería meter a tus ojos e hipnotizarte. No era algo físico. Nunca lo fue. Era como si al mirarte te alegrara. Su mirada era casi una caricia a tu ser.
La misma Maricruz se acercó y cayó en el sillón frente a nosotros; yo para entonces ya tenía atrapado su brazo derecho con mis manos.
Esa noche en casa de Maricruz nos sentamos a escuchar música hasta que todos fueron abandonando la fiesta. La misma Maricruz se acercó y cayó en el sillón frente a nosotros; yo para entonces ya tenía atrapado su brazo derecho con mis manos mientras me recostaba en su hombro y le dejaba contarme de una y de otra banda de rock, mientras prestaba atención a ciertos momentos de las melodías que me iba señalando para que prestara oído; la noche pasó y ni siquiera pudimos darnos cuenta, hasta que Maricruz se sentó frente a nosotros:
—¡Estoy muerta! Ya Roberto se acostó, anda bastante bebido.
—Ya nos vamos, gracias por todo —se apuró Ricardo a ponerse de pie, apartando con tal delicadeza mi mano.
—No se vayan; no, para nada; yo voy a reposar un momento acá con esa deliciosa música —y Maricruz me lanzaba unas miradas entre extrañada y cómplice. Luego supe que Ricardo trabajaba en la misma empresa con Roberto, y que se conocían apenas hacía unos meses.
Maricruz y yo nos habíamos conocido en la galería que ella tenía montada en el centro de la ciudad. Había yo comprado unos bodegones para regalarle a mi tía, y entre plática y plática le conté que no conocía a nadie en la ciudad y comenzamos a frecuentarnos. Pasaba por ella a la galería y asistíamos al teatro, íbamos a tomar café, y esta noche apenas era la tercera vez que venía a su casa. Y ahí estaba yo tomando del brazo derecho a un chico que acababa de conocer, y del que Maricruz tampoco podría darme mucha información; reposaba la cabeza en su hombro fingiendo prestar atención a la música que me señalaba mientras intentaba aprenderme sus olores, el de su sudor, el de su cabello, el tono suave de su voz, siempre como un murmullo, el nivel de su respiración tan pausada, tan relajada. Y su mirada con la que me mecía como si se tratara de una canción de cuna y yo fuera una nena de tres años que no dejara de reírse.
Muchas veces más, durante esos cinco meses en los que me costaba tanto separarme de él, fue su mirada la que calmó tantas veces mis apuros, alguna ansiedad, un pequeño nerviosismo de los que cotidianamente sentimos a lo largo de un día cualquiera. “Así ocurre, a veces”, me decía con algún pequeño parpadeo. Y eso era todo.
Pasamos dos o tres noches juntos, pero jamás tuvimos sexo.
Ricardo solía acariciarme sobre la ropa, pero cada vez que yo intentaba abrirle el pantalón, me detenía con mucha ternura, y seguía besándome. Luego se detenía y me hablaba, me hablaba, de esa manera tan pausada, tan profunda, hasta que se hacía de día y entonces se levantaba, y entre sueños yo lo veía marcharse. ¿Qué es lo que ha pasado? Yo no me sentía frustrada ni nada por el estilo. Así era Ricardo, sumamente tierno, respetuoso, siempre con algo divertido que contarme, alguna anécdota, o se ponía profundo para hablarme de algunos temas que lo apasionaban como el senderismo, el acampar bajo las estrellas, la música y la poesía: “Ya sabes lo que dicen: ‘hay pájaros color de azufre’; así ocurre”, y se reía, o al menos su sonrisa suave era una especie de carcajada.
Alguna vez nos quedamos acostados en el jardín contiguo al edificio en donde tenía su departamento. Fue cuando alguien pasó y nos gritó: “¡Váyanse a un hotel, carajo!”. Y pude ver cómo Ricardo se puso colorado, tan apenado. “¡Ahí estará tu madre!”, le grité en respuesta a aquel pelmazo; Ricardo guardó silencio, lo miré cerrar los ojos. Luego se sentó sin mirarme, se levantó y me tendió la mano. Pensé que me pediría entrar a su habitación, pero no lo hizo; me jaló hacia él para decir:
—Lo siento tanto, así ocurre con esta sociedad, no debí exponerte al escarnio.
—¡No, no, no es tu culpa! —pero Ricardo tenía los ojos hechos de agua; dejó de mirarme y trataba de que su vista paseara por encima de mi cabeza; yo le jalé el rostro, y al no escuchar propuesta alguna de él, le pedí que nos fuéramos de ahí. Montamos en mi carro y manejé hasta mi departamento mientras él, silencioso, miraba por la ventanilla, quizá nervioso, quizá temeroso; no es que hayan rodado lágrimas ni nada por el estilo, era sólo que se moría de vergüenza y podía yo notarlo.
El silencio era intolerable, así que lo besé y lo besé en el automóvil apenas aparqué en el estacionamiento del sótano del edificio donde se encontraba mi apartamento; me estorbaba el volante, así que dejé que mi cuerpo cayera sobre Ricardo, estiré la mano hasta alcanzar la palanca que hizo que su asiento se reclinara hacia atrás; sentí que se asustó y abrió la puerta; seguí besándolo mientras caminábamos, y quise ponerme de rodillas y abrirle la bragueta cuando las puertas del elevador se cerraron con nosotros adentro, pero él no permitió que me arrodillara; me jaló hacia su cuerpo y me besó con tal ternura que creo que sentí unas ganas intensas de llorar ahí entre sus brazos. Brinqué para montarme en sus caderas, sentía sus manos que me atrapaban para que no cayera, pero la intensidad de sus besos era la misma. Entramos a mi habitación, conmigo a horcajadas de él, yo sentía en mis nalgas sus manos y su lengua estaba llenándome la boca; me depositó sobre la cama, me fue besando las mejillas, sentía sus dientes en mi quijada, en mis orejas, en mi barbilla, luego se detuvo, y se acercó a mi oreja:
—¡Riana, tengo que irme!
Quedé petrificada.
Qué podía decirle.
De inmediato cogí el móvil y le escribí: “¿Qué pasa? ¿Estás molesto por lo que nos gritaron?”. Pero no tuve respuesta de su parte.
Me dio un beso en la nariz, estuvo unos segundos sentado dándome la espalda, quizá esperando que se le pasara la erección para poder caminar sin problema; luego se volteó y salió de la habitación sin decir más. De inmediato cogí el móvil y le escribí: “¿Qué pasa? ¿Estás molesto por lo que nos gritaron?”. Pero no tuve respuesta de su parte. Tal vez fue hasta una hora después que me escribió: “Había dejado el móvil en silencio, siempre lo dejo en silencio cuando estoy a tu lado para no distraerme, disculpa. No, no estoy molesto. Pero me causa vergüenza que alguien piense que estoy abusando de tu confianza”.
—Para nada pienso eso —creí que tendríamos una charla al respecto. Me sentía extraña con lo que había pasado. Pero no tuve más mensajes de Ricardo. Tal vez él esperaba que yo le dijera algo, o que le diera pie para continuar. Y justo cuando ya me disponía a preguntarle si había algo malo conmigo recibí un mensaje de él:
—Que pases buenas noches.
No me la podía creer. En parte me dio gusto el mensaje. Estuve a punto de volverme una chica patética, y tal vez lo era, pero lo cierto es que no tuve tiempo de escribir una estupidez y que Ricardo pensara que era yo una quejosa. Su mensaje de buenas noches de alguna forma me había desarmado.
Sigo mirando sus redes sociales. Esta es la foto que le tomé por la mañana cuando salimos de casa de Maricruz, al día siguiente de haberlo conocido, trae la camisa roja que tan bien le queda. En esta estamos en un café, y él sostiene un bísquet con mantequilla en la mano derecha mientras me sonríe. Una taza humeante está en el primer plano, y tras la humareda se observa su bella sonrisa. Para qué decirle más palabras. Para qué explicarle lo que pasa ahora conmigo. Para qué contarle cualquier otra cosa si para mí sólo es cosa de esperar. No tiene caso.
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