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de Editorial Letralia
Cagua, Venezuela
Jorge Gómez Jiménez
Editor

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Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 103
3 de noviembre de 2003
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Artículos y reportajes
Guayana,
secreta tierra de la gracia
y la contradicción
Crónica de viaje

Dixon Moya

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"¿Un río de dos colores? Quizás esto sea factible en esta calurosa tierra".

A Érika y Rafael, auxiliares en la vida

La voz dulzona de la azafata, con el típico acento venezolano, anuncia el arribo al Aeropuerto Internacional "Manuel Carlos Piar" de Ciudad Guayana. En ese momento, el pasajero que haya prestado atención al anuncio podría pensar que equivocó su destino o tomó otro avión, ya que en Caracas compró boletos para trasladarse a Puerto Ordaz, segunda ciudad del estado Bolívar, al suroriente del país. Luego, con algo de tiempo y conocimiento despejará su duda al saber que se trata del mismo sitio. Digo, si ha prestado atención, porque es factible que el pasajero (en masculino) se haya distraído con la belleza de las auxiliares de vuelo, que lucen de manera coqueta y elegante unas cortas faldas de cuadros azules, atuendo no muy frecuente en otras aerolíneas del mundo, pero estamos en Venezuela. También es posible que los viajeros (esta vez sin distinción de género) ubicados a la izquierda estuvieran observando un río de color azul grisáceo que para los espectadores del lado derecho es una corriente de tono marrón. ¿Un río de dos colores? Quizás esto sea factible en esta calurosa tierra, cuya oleada térmica recibe a los visitantes que comienzan a bajar por la endeble escalinata.

El aeropuerto internacional no parece serlo, se trata de una corta pista, con un terminal compuesto por dos salas, llegadas y salidas. Mientras la primera se congestiona con los forasteros y quienes regresan a casa, que esperan pacientes su equipaje en la pequeña correa transportadora, en la segunda quienes se marchan compran el afamado y cremoso queso guayanés, para llevarlo a otros lugares del mundo. Después de la terrible espera, al salir, los taxistas (como en cualquier parte) abordan a los viajeros, especialmente a los turistas extranjeros. Usualmente son taxis recién envejecidos marca Malibú que no poseen taxímetro, así que la tarifa debe negociarse con el conductor. Ese tipo de cosas, y otras, se van aclarando por el camino.

Esta ciudad, como insinué al comienzo, siempre ha tenido problemas de identificación. Primero se llamó Santo Tomé de Guayana, cuando los conquistadores españoles se lanzaban desde los fríos Andes esparciéndose por selvas y llanos en búsqueda de El Dorado, hombres como Diego de Ordaz o Antonio de Berrío, quien realizó el viaje varias veces desde Santa Fe de Bogotá, cuando la futura provincia de Guayana aún le pertenecía al Virreinato de la Nueva Granada, pero el nombre y su importancia no perduraron mucho, en parte por los ataques piratas de Sir Walter Raleigh. Así que la población se trasladó cien kilómetros al occidente a la parte más angosta del río Orinoco, fundándose Angostura, la ciudad histórica que ahora parece un museo habitado, cuna y génesis de algo llamado la Gran Colombia, que los historiadores están en mora de reconocer como el primer Estado multinacional moderno, gracias a la visión de Simón Bolívar. Pero, volviendo a la urbe que visitamos, a pesar del traslado, estaba destinada a recuperar su importancia, reuniendo diferentes poblaciones y asentamientos que otros pioneros recogieron en un solo apelativo, Ciudad Guayana.

La ciudad, que el taxi de color esmeralda brillante atraviesa por las vías amplias y asfaltadas, está enclavada en el Macizo Guayanés, la formación geológica más antigua del planeta según recientes estudios (paradoja temporal) en la confluencia de los ríos Orinoco y Caroní, cada uno con una naturaleza, importancia y apariencia diferentes. Estos dos ríos deciden al final viajar juntos hacia el Delta Amacuro, desahogándose en el Mar Caribe, al frente de Trinidad y Tobago, en el mismo sitio donde Cristóbal Colón, sin necesidad de conocer los hallazgos científicos, describió como las puertas del paraíso, bautizando para siempre su visión como "Tierra de Gracia".

En el viaje corto por automóvil, se descubre que no es una ciudad hecha para transeúntes, en parte por la inclemencia del clima, los autos abundan, bien sea los grandes modelos norteamericanos que lentamente se convierten en chatarras móviles, como recuerdo rodante de la época dorada del petróleo y los subsidios en Venezuela, así como los nuevos carros de origen europeo o asiático. Un lugar común es el ruido, el venezolano normalmente es amante de la buena vida, como dicen ellos mismos es "bonchón", rumbero, bebedor, extrovertido; para un bogotano típico, es decir, andino, algo tímido y frío, puede ser chocante al comienzo la manera de ser, el hablar fuerte y franco, la risa estridente, pero luego comprende que es la naturaleza propia de alguien con vocación caribe.

Puerto Ordaz es el sector moderno de Ciudad Guayana, lo que en su comienzo fueron campamentos de las primeras empresas exploradoras de los infinitos recursos naturales, origen de un gigante llamado CVG (Corporación Venezolana de Guayana), el emporio destinado al desarrollo integral del suroriente del país. En un instante feliz de iluminación, los gobernantes decidieron buscar alternativas económicas a la dependencia, para algunos nociva, del monopolio del petróleo, fijándose en esta inmensa y deshabitada parte, colindante con Brasil y Guyana, que guardaba entre la manigua un montón de riquezas. Así surgieron las empresas explotadoras del hierro, bauxita, oro, diamantes, energía eléctrica proveniente del Caroní en múltiples represas, conformando la CVG, y, con base en los diseños de unos estudiantes de Harvard, construyeron una ciudad que, en compañía de Brasilia, representan dos raros ejemplos en América Latina de urbes planificadas y modernas, que escapan al tradicional diseño europeo colonial, dos retos de concreto en medio de la selva.

Pero las ciudades son los hombres y esta urbe, con cerca de un millón de habitantes, tiene una forma de ser cosmopolita por el origen múltiple de sus pobladores. Los otrora campamentos de trabajadores atrajeron a ingenieros y obreros, no sólo venezolanos. En sucesivas olas migratorias arribaron desde noruegos hasta libaneses. En la actualidad las colonias extranjeras más fuertes son aparte de la colombiana, la italiana, portuguesa, española, peruana, chilena, mexicana, brasileña, guyanesa, árabe en su diversidad, algunos reductos nórdicos, norteamericanos y del lejano oriente. La muestra de esa diversidad nacional se observa paseando por Alta Vista, el sector elegante de Puerto Ordaz, en los establecimientos comerciales, en las banderas de más de diez consulados (entre oficiales y honorarios), en la belleza de las mujeres que mezclan de manera justa los rasgos finos en los rostros y los duros en los cuerpos, especialmente en las exuberantes caderas, origen, a mi parecer, de un buen porcentaje del alto índice de accidentes en esta ciudad. Semanalmente hay un preocupante número de muertos y heridos por la velocidad, imprudencia, licor y comprensible distracción de los conductores, ocasionada, como ya dije, por el continuo y cadencioso desfile en los andenes adyacentes a las rápidas autopistas, de las guayanesas. Otro síntoma del espíritu internacional de Puerto Ordaz es su división administrativa en villas y calles bautizadas con referentes geográficos (Villa Africana, Villa Brasil, Villa Colombia, Chilemex, Avenida Atlántico, Calle Turín). Los grandes clubes sociales son el Ítalo Venezolano, el Portugués, mientras la colonia colombiana construye a paso firme el Club Aracataca, evocación del sitio de nacimiento de Gabriel García Márquez. Un detalle curioso, no hay muchas iglesias católicas en la ciudad; se proyecta, eso sí, una catedral en el sitio que fue visitado hace años por el Papa Juan Pablo II.

Ciudad Guayana es una moneda de dos caras, hemos hablado de Puerto Ordaz, mientras atravesamos sus amplias vías, pero si tomamos la imponente avenida Sucre Figarella, en pocos minutos nos internaremos en las inmediaciones de San Félix. Los primeros comentarios que recibe un extranjero sobre San Félix se refieren a su inseguridad. El taxista recomendará no visitar a San Félix de noche y hacerlo con cuidado de día, por el número de robos y atracos. En realidad, San Félix es la típica población de clima caliente que se puede encontrar en cualquier país del tercer mundo, desordenada y caótica por la gran cantidad de buhoneros (vendedores ambulantes). Sin embargo, allí están situadas la mayoría de las entidades oficiales, la Alcaldía, algunos de los cuerpos policiales que existen y la Prefectura, una institución heredera de la tradición francesa. El prefecto es una combinación de registrador civil (él levanta las actas de nacimiento) e inspector de policía, también ordena operativos de seguridad y detenciones.

San Félix es sinónimo de comercio, excesivo ruido y calor, los negocios formales e informales llaman la atención con sus anuncios vistosos y los equipos de sonido a todo volumen, que transmiten música bailable, especialmente vallenato colombiano y merengue dominicano, aunque si fuera diciembre seguramente escucharíamos las llamadas "gaitas", un tipo de música de origen zuliano (concretamente de Maracaibo) que durante la época navideña se baila en todo el territorio venezolano. Llegamos al parque central que retoma el nombre que se repite como eco en el país, la "Plaza Bolívar", con un bello monumento al Libertador, un pabellón de banderas de los países bolivarianos y dos muros metálicos con frases célebres del prócer americano. Como en todas las plazas públicas, sus pobladores son los ciudadanos que la atraviesan de afán sin mirar a su alrededor, vendedores de alimentos, un par de fotógrafos callejeros, un lustrabotas y el demente consuetudinario. Bajando por una explanada se halla el malecón que resguarda y adorna al río Orinoco.

Al tomar la vía de regreso, pasamos frente a la plaza construida en homenaje a Manuel Carlos Piar, héroe local de origen caribeño quien contribuyó a la independencia de la Provincia de Guayana, en la célebre Batalla de San Félix, y quien luego fue acusado de rebelarse contra Bolívar, lo cual originó un rápido Consejo de Guerra que decretó su fusilamiento. Este trágico suceso generó una extraña relación de los guayaneses con Bolívar, mezcla de amor-rencor, que no es apreciable en otra región venezolana, en donde la admiración por el Libertador alcanza niveles idolátricos. Esto sonaría paradójico en el estado llamado precisamente Bolívar, cuya capital es Ciudad Bolívar, pero Guayana es tierra contradictoria.

El desarrollo meteórico de Ciudad Guayana y su corta edad han contribuido al desconocimiento nacional e internacional sobre su existencia. Cuando se habla de Puerto Ordaz, muchos caraqueños piensan que es un pequeño pueblo perdido en medio del calor y la selva. Evidentemente hay selva y calor ("monte y culebra", dirán). Sin embargo, el polo de desarrollo se mudó aquí, desplazando a la capital del estado como centro de la actividad económica, eso se constata al visitar Ciudad Bolívar. El taxista me ha caído bien, a pesar de nuestras diferencias; yo callado, introvertido, un poco solapado e hipócrita, contrastando con su naturaleza bulliciosa, expresiva, de hablar duro y confianzudo. En mi caso me cuesta tratarlo con familiaridad, él en cambio me tuteó desde el primer momento, me dice a cada rato "cónchale, vale", además identificó enseguida mi acento neutro y sentenció: "del hermano país". En efecto, este pasajero bogotano, solitario y frío como los Andes, le pide al conductor, antiguo pescador de una playa del estado Anzoátegui, que lo lleve a Ciudad Bolívar por un precio módico, pero que disminuya el volumen de la música, por favor.

Negociado el precio, que ida y vuelta puede acercarse a Bs. 30.000 (unos cincuenta dólares), luego de una travesía de cien kilómetros y cuarenta minutos más tarde, llegamos a la antigua Angostura. No puedo dejar de experimentar una profunda alegría al conocer la cuna de la Gran Colombia, esa creación multinacional que sólo resistió diez años (quizás los mejores años de nuestra historia compartida), pero anticipo y antecedente directo de los grupos regionales de la globalización actual. Sin embargo, constato con tristeza el abandono de la ciudad, en todo sentido, ya que pareciera un poblado solitario y triste, de habitantes viejos que apenas cruzan sus calles y basuras acumuladas al lado de la avenida. Pasados unos minutos, llegamos al casco histórico, sin duda lo más bello de la ciudad, me recuerda el barrio de la Candelaria en mi lejana Bogotá, casas coloniales, calles estrechas empedradas, la catedral en donde, en uno de sus costados, siguen intactas las huellas de los proyectiles que cegaron la vida de Piar mientras Bolívar lloraba al otro lado de la plaza, en donde hoy funciona la Gobernación. Al frente, una casa rosada y esquinera, la Casa del Congreso de Angostura. Mientras el chofer se toma un "palito" (cerveza) para refrescarse del inclemente calor, paso y repaso la historia de esta vieja mansión restaurada, en cuyos salones nació la Patria, en mayúscula y unida.

Luego del recorrido por el pasado, de retorno a la realidad transitamos al lado del malecón, en donde a un lado corre la gente entre vendedores ambulantes y desorden, mientras al otro extremo transcurre el Orinoco con un horizonte en donde el sol anaranjado se lanza desde el famoso puente de Angostura, en salto mortal. El regreso es más rápido, o eso me parece, el taxi se come la carretera con el paisaje inamovible, el suelo a ratos de tono amarillo que se convierte en rojizo, por su origen ferroso.

Al llegar de nuevo a Ciudad Guayana, pasamos cerca de la planta fabril que desafía todas las noches con sus cientos de bombillos y destellos las veinticuatro horas del día. El taxista me deja en la puerta del Hotel Inter, hay que decir que a pesar de las posibilidades turísticas de la zona no hay muchos hoteles de primer orden, aunque existen varios para todos los bolsillos. Así que luego de probar en la cena un laulau ahumado, otro pescado local de excelente sabor, descanso en la habitación con vista al parque Cachamay. Al otro día, como estaba previsto, salgo de nuevo con el taxista de apellido Gutiérrez, quien es sorprendentemente puntual (la puntualidad no es precisamente la cualidad de los guayaneses), a quien pido el favor de llevarme a los sitios turísticos de la ciudad.

Si existe un elemento que podría identificar a esta región del suroriente venezolano es el agua. No en vano es el único servicio público gratuito, lo que ha provocado su uso desmedido, hasta el punto del derroche, ya que en época de carnaval, durante el mes de febrero, es frecuente que los niños y jóvenes se diviertan lanzando bombas de agua.

El líquido adquiere diversas manifestaciones, aparece como saltos, cascadas, ríos, pero también en forma de energía, gracias a las hidroeléctricas, y se materializa en los parques. En el entorno urbano de Puerto Ordaz, los sitios turísticos por excelencia son los parques naturales Cachamay y La Llovizna, así como la represa Macagua. Los dos primeros reflejan lo que guarda y reserva la geografía muchos kilómetros hacia el sur, nombres sonoros forrados de verde, la Gran Sabana, el Salto Ángel, los tepuyes y una palabra que evoca leyenda y literatura, Canaima. La fuente de la energía eléctrica tiene nombre propio y se llama Caroní, este río de belleza sobrecogedora, mezcla de tonos azules y grises, integra cuatro represas, y hay otras tantas proyectadas hacia el futuro. La energía, igual que su fuente hídrica, parece desbordarse, incluso de las fronteras venezolanas, ya que por convenios internacionales aporta electricidad para algunas regiones de países vecinos. Sin embargo, el servicio eléctrico de la ciudad es pésimo, por cuenta de la empresa local. Lo dicho, es tierra paradójica.

Podría seguir hablando de la exuberancia del paisaje guayanés, contemplado en aquellos sitios, extendiéndome hasta la fatiga, pero no deseo cansar al lector. Es mejor invitarlo a realizar este viaje que desde mi punto de vista vale la pena. La travesía llega a su fin, el tiempo es implacable y el recorrido, que pudo durar dos días o dos años, para quien esto escribe, resultó una experiencia pedagógica única, la posibilidad de encontrar y conocer una región que como todas, mezcla elementos comunes, vistos en otras partes, pero con un toque absolutamente particular. Otro día, quizás hablemos del Salto Ángel, la eterna lágrima de un kilómetro de recorrido, de los extraños tepuyes o "retoños de piedra", como fueron bautizados por los indígenas pemones en su simplicidad y sabiduría. De igual forma, mencionaremos a Guri, la que en su momento fue la mayor represa del mundo, o los castillos de Guayana, pequeñas fortalezas amuralladas que resistieron el embate de los corsarios y otros sitios cercanos de indudable interés. Sólo espero, en la presente crónica de viaje, haber resaltado una ciudad, llena de gracia y contradicción. Es hora de partir y así se lo hago saber al señor Gutiérrez.


       


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