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"¿Un río de dos colores? Quizás esto sea factible en esta calurosa tierra".
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A Érika y Rafael, auxiliares en la vida
La voz dulzona de la azafata, con el típico acento venezolano, anuncia el
arribo al Aeropuerto Internacional "Manuel Carlos Piar" de Ciudad
Guayana. En ese momento, el pasajero que haya prestado atención al anuncio
podría pensar que equivocó su destino o tomó otro avión, ya que en Caracas
compró boletos para trasladarse a Puerto Ordaz, segunda ciudad del estado
Bolívar, al suroriente del país. Luego, con algo de tiempo y conocimiento
despejará su duda al saber que se trata del mismo sitio. Digo, si ha prestado
atención, porque es factible que el pasajero (en masculino) se haya
distraído con la belleza de las auxiliares de vuelo, que lucen de manera
coqueta y elegante unas cortas faldas de cuadros azules, atuendo no muy
frecuente en otras aerolíneas del mundo, pero estamos en Venezuela. También
es posible que los viajeros (esta vez sin distinción de género) ubicados a
la izquierda estuvieran observando un río de color azul grisáceo que para
los espectadores del lado derecho es una corriente de tono marrón. ¿Un río
de dos colores? Quizás esto sea factible en esta calurosa tierra, cuya oleada
térmica recibe a los visitantes que comienzan a bajar por la endeble
escalinata.
El aeropuerto internacional no parece serlo, se trata de una corta pista,
con un terminal compuesto por dos salas, llegadas y salidas. Mientras la
primera se congestiona con los forasteros y quienes regresan a casa, que
esperan pacientes su equipaje en la pequeña correa transportadora, en la
segunda quienes se marchan compran el afamado y cremoso queso guayanés, para
llevarlo a otros lugares del mundo. Después de la terrible espera, al salir,
los taxistas (como en cualquier parte) abordan a los viajeros, especialmente a
los turistas extranjeros. Usualmente son taxis recién envejecidos marca
Malibú que no poseen taxímetro, así que la tarifa debe negociarse con el
conductor. Ese tipo de cosas, y otras, se van aclarando por el camino.
Esta ciudad, como insinué al comienzo, siempre ha tenido problemas de
identificación. Primero se llamó Santo Tomé de Guayana, cuando los
conquistadores españoles se lanzaban desde los fríos Andes esparciéndose
por selvas y llanos en búsqueda de El Dorado, hombres como Diego de Ordaz o
Antonio de Berrío, quien realizó el viaje varias veces desde Santa Fe de
Bogotá, cuando la futura provincia de Guayana aún le pertenecía al
Virreinato de la Nueva Granada, pero el nombre y su importancia no perduraron
mucho, en parte por los ataques piratas de Sir Walter Raleigh. Así que la
población se trasladó cien kilómetros al occidente a la parte más angosta
del río Orinoco, fundándose Angostura, la ciudad histórica que ahora parece
un museo habitado, cuna y génesis de algo llamado la Gran Colombia, que los
historiadores están en mora de reconocer como el primer Estado multinacional
moderno, gracias a la visión de Simón Bolívar. Pero, volviendo a la urbe
que visitamos, a pesar del traslado, estaba destinada a recuperar su
importancia, reuniendo diferentes poblaciones y asentamientos que otros
pioneros recogieron en un solo apelativo, Ciudad Guayana.
La ciudad, que el taxi de color esmeralda brillante atraviesa por las vías
amplias y asfaltadas, está enclavada en el Macizo Guayanés, la formación
geológica más antigua del planeta según recientes estudios (paradoja
temporal) en la confluencia de los ríos Orinoco y Caroní, cada uno con una
naturaleza, importancia y apariencia diferentes. Estos dos ríos deciden al
final viajar juntos hacia el Delta Amacuro, desahogándose en el Mar Caribe,
al frente de Trinidad y Tobago, en el mismo sitio donde Cristóbal Colón, sin
necesidad de conocer los hallazgos científicos, describió como las puertas
del paraíso, bautizando para siempre su visión como "Tierra de
Gracia".
En el viaje corto por automóvil, se descubre que no es una ciudad hecha
para transeúntes, en parte por la inclemencia del clima, los autos abundan,
bien sea los grandes modelos norteamericanos que lentamente se convierten en
chatarras móviles, como recuerdo rodante de la época dorada del petróleo y
los subsidios en Venezuela, así como los nuevos carros de origen europeo o
asiático. Un lugar común es el ruido, el venezolano normalmente es amante de
la buena vida, como dicen ellos mismos es "bonchón", rumbero,
bebedor, extrovertido; para un bogotano típico, es decir, andino, algo
tímido y frío, puede ser chocante al comienzo la manera de ser, el hablar
fuerte y franco, la risa estridente, pero luego comprende que es la naturaleza
propia de alguien con vocación caribe.
Puerto Ordaz es el sector moderno de Ciudad Guayana, lo que en su comienzo
fueron campamentos de las primeras empresas exploradoras de los infinitos
recursos naturales, origen de un gigante llamado CVG (Corporación Venezolana
de Guayana), el emporio destinado al desarrollo integral del suroriente del
país. En un instante feliz de iluminación, los gobernantes decidieron buscar
alternativas económicas a la dependencia, para algunos nociva, del monopolio
del petróleo, fijándose en esta inmensa y deshabitada parte, colindante con
Brasil y Guyana, que guardaba entre la manigua un montón de riquezas. Así
surgieron las empresas explotadoras del hierro, bauxita, oro, diamantes,
energía eléctrica proveniente del Caroní en múltiples represas,
conformando la CVG, y, con base en los diseños de unos estudiantes de
Harvard, construyeron una ciudad que, en compañía de Brasilia, representan
dos raros ejemplos en América Latina de urbes planificadas y modernas, que
escapan al tradicional diseño europeo colonial, dos retos de concreto en
medio de la selva.
Pero las ciudades son los hombres y esta urbe, con cerca de un millón de
habitantes, tiene una forma de ser cosmopolita por el origen múltiple de sus
pobladores. Los otrora campamentos de trabajadores atrajeron a ingenieros y
obreros, no sólo venezolanos. En sucesivas olas migratorias arribaron desde
noruegos hasta libaneses. En la actualidad las colonias extranjeras más
fuertes son aparte de la colombiana, la italiana, portuguesa, española,
peruana, chilena, mexicana, brasileña, guyanesa, árabe en su diversidad,
algunos reductos nórdicos, norteamericanos y del lejano oriente. La muestra
de esa diversidad nacional se observa paseando por Alta Vista, el sector
elegante de Puerto Ordaz, en los establecimientos comerciales, en las banderas
de más de diez consulados (entre oficiales y honorarios), en la belleza de
las mujeres que mezclan de manera justa los rasgos finos en los rostros y los
duros en los cuerpos, especialmente en las exuberantes caderas, origen, a mi
parecer, de un buen porcentaje del alto índice de accidentes en esta ciudad.
Semanalmente hay un preocupante número de muertos y heridos por la velocidad,
imprudencia, licor y comprensible distracción de los conductores, ocasionada,
como ya dije, por el continuo y cadencioso desfile en los andenes adyacentes a
las rápidas autopistas, de las guayanesas. Otro síntoma del espíritu
internacional de Puerto Ordaz es su división administrativa en villas y
calles bautizadas con referentes geográficos (Villa Africana, Villa Brasil,
Villa Colombia, Chilemex, Avenida Atlántico, Calle Turín). Los grandes
clubes sociales son el Ítalo Venezolano, el Portugués, mientras la colonia
colombiana construye a paso firme el Club Aracataca, evocación del sitio de
nacimiento de Gabriel García Márquez. Un detalle curioso, no hay muchas
iglesias católicas en la ciudad; se proyecta, eso sí, una catedral en el
sitio que fue visitado hace años por el Papa Juan Pablo II.
Ciudad Guayana es una moneda de dos caras, hemos hablado de Puerto Ordaz,
mientras atravesamos sus amplias vías, pero si tomamos la imponente avenida
Sucre Figarella, en pocos minutos nos internaremos en las inmediaciones de San
Félix. Los primeros comentarios que recibe un extranjero sobre San Félix se
refieren a su inseguridad. El taxista recomendará no visitar a San Félix de
noche y hacerlo con cuidado de día, por el número de robos y atracos. En
realidad, San Félix es la típica población de clima caliente que se puede
encontrar en cualquier país del tercer mundo, desordenada y caótica por la
gran cantidad de buhoneros (vendedores ambulantes). Sin embargo, allí están
situadas la mayoría de las entidades oficiales, la Alcaldía, algunos de los
cuerpos policiales que existen y la Prefectura, una institución heredera de
la tradición francesa. El prefecto es una combinación de registrador civil
(él levanta las actas de nacimiento) e inspector de policía, también ordena
operativos de seguridad y detenciones.
San Félix es sinónimo de comercio, excesivo ruido y calor, los negocios
formales e informales llaman la atención con sus anuncios vistosos y los
equipos de sonido a todo volumen, que transmiten música bailable,
especialmente vallenato colombiano y merengue dominicano, aunque si fuera
diciembre seguramente escucharíamos las llamadas "gaitas", un tipo
de música de origen zuliano (concretamente de Maracaibo) que durante la
época navideña se baila en todo el territorio venezolano. Llegamos al parque
central que retoma el nombre que se repite como eco en el país, la
"Plaza Bolívar", con un bello monumento al Libertador, un pabellón
de banderas de los países bolivarianos y dos muros metálicos con frases
célebres del prócer americano. Como en todas las plazas públicas, sus
pobladores son los ciudadanos que la atraviesan de afán sin mirar a su
alrededor, vendedores de alimentos, un par de fotógrafos callejeros, un
lustrabotas y el demente consuetudinario. Bajando por una explanada se halla
el malecón que resguarda y adorna al río Orinoco.
Al tomar la vía de regreso, pasamos frente a la plaza construida en
homenaje a Manuel Carlos Piar, héroe local de origen caribeño quien
contribuyó a la independencia de la Provincia de Guayana, en la célebre
Batalla de San Félix, y quien luego fue acusado de rebelarse contra Bolívar,
lo cual originó un rápido Consejo de Guerra que decretó su fusilamiento.
Este trágico suceso generó una extraña relación de los guayaneses con
Bolívar, mezcla de amor-rencor, que no es apreciable en otra región
venezolana, en donde la admiración por el Libertador alcanza niveles
idolátricos. Esto sonaría paradójico en el estado llamado precisamente
Bolívar, cuya capital es Ciudad Bolívar, pero Guayana es tierra
contradictoria.
El desarrollo meteórico de Ciudad Guayana y su corta edad han contribuido
al desconocimiento nacional e internacional sobre su existencia. Cuando se
habla de Puerto Ordaz, muchos caraqueños piensan que es un pequeño pueblo
perdido en medio del calor y la selva. Evidentemente hay selva y calor
("monte y culebra", dirán). Sin embargo, el polo de desarrollo se
mudó aquí, desplazando a la capital del estado como centro de la actividad
económica, eso se constata al visitar Ciudad Bolívar. El taxista me ha
caído bien, a pesar de nuestras diferencias; yo callado, introvertido, un
poco solapado e hipócrita, contrastando con su naturaleza bulliciosa,
expresiva, de hablar duro y confianzudo. En mi caso me cuesta tratarlo con
familiaridad, él en cambio me tuteó desde el primer momento, me dice a cada
rato "cónchale, vale", además identificó enseguida mi acento
neutro y sentenció: "del hermano país". En efecto, este pasajero
bogotano, solitario y frío como los Andes, le pide al conductor, antiguo
pescador de una playa del estado Anzoátegui, que lo lleve a Ciudad Bolívar
por un precio módico, pero que disminuya el volumen de la música, por favor.
Negociado el precio, que ida y vuelta puede acercarse a Bs. 30.000 (unos
cincuenta dólares), luego de una travesía de cien kilómetros y cuarenta
minutos más tarde, llegamos a la antigua Angostura. No puedo dejar de
experimentar una profunda alegría al conocer la cuna de la Gran Colombia, esa
creación multinacional que sólo resistió diez años (quizás los mejores
años de nuestra historia compartida), pero anticipo y antecedente directo de
los grupos regionales de la globalización actual. Sin embargo, constato con
tristeza el abandono de la ciudad, en todo sentido, ya que pareciera un
poblado solitario y triste, de habitantes viejos que apenas cruzan sus calles
y basuras acumuladas al lado de la avenida. Pasados unos minutos, llegamos al
casco histórico, sin duda lo más bello de la ciudad, me recuerda el barrio
de la Candelaria en mi lejana Bogotá, casas coloniales, calles estrechas
empedradas, la catedral en donde, en uno de sus costados, siguen intactas las
huellas de los proyectiles que cegaron la vida de Piar mientras Bolívar
lloraba al otro lado de la plaza, en donde hoy funciona la Gobernación. Al
frente, una casa rosada y esquinera, la Casa del Congreso de Angostura.
Mientras el chofer se toma un "palito" (cerveza) para refrescarse
del inclemente calor, paso y repaso la historia de esta vieja mansión
restaurada, en cuyos salones nació la Patria, en mayúscula y unida.
Luego del recorrido por el pasado, de retorno a la realidad transitamos al
lado del malecón, en donde a un lado corre la gente entre vendedores
ambulantes y desorden, mientras al otro extremo transcurre el Orinoco con un
horizonte en donde el sol anaranjado se lanza desde el famoso puente de
Angostura, en salto mortal. El regreso es más rápido, o eso me parece, el
taxi se come la carretera con el paisaje inamovible, el suelo a ratos de tono
amarillo que se convierte en rojizo, por su origen ferroso.
Al llegar de nuevo a Ciudad Guayana, pasamos cerca de la planta fabril que
desafía todas las noches con sus cientos de bombillos y destellos las
veinticuatro horas del día. El taxista me deja en la puerta del Hotel Inter,
hay que decir que a pesar de las posibilidades turísticas de la zona no hay
muchos hoteles de primer orden, aunque existen varios para todos los
bolsillos. Así que luego de probar en la cena un laulau ahumado, otro pescado
local de excelente sabor, descanso en la habitación con vista al parque
Cachamay. Al otro día, como estaba previsto, salgo de nuevo con el taxista de
apellido Gutiérrez, quien es sorprendentemente puntual (la puntualidad no es
precisamente la cualidad de los guayaneses), a quien pido el favor de llevarme
a los sitios turísticos de la ciudad.
Si existe un elemento que podría identificar a esta región del suroriente
venezolano es el agua. No en vano es el único servicio público gratuito, lo
que ha provocado su uso desmedido, hasta el punto del derroche, ya que en
época de carnaval, durante el mes de febrero, es frecuente que los niños y
jóvenes se diviertan lanzando bombas de agua.
El líquido adquiere diversas manifestaciones, aparece como saltos,
cascadas, ríos, pero también en forma de energía, gracias a las
hidroeléctricas, y se materializa en los parques. En el entorno urbano de
Puerto Ordaz, los sitios turísticos por excelencia son los parques naturales
Cachamay y La Llovizna, así como la represa Macagua. Los dos primeros
reflejan lo que guarda y reserva la geografía muchos kilómetros hacia el
sur, nombres sonoros forrados de verde, la Gran Sabana, el Salto Ángel, los
tepuyes y una palabra que evoca leyenda y literatura, Canaima. La fuente de la
energía eléctrica tiene nombre propio y se llama Caroní, este río de
belleza sobrecogedora, mezcla de tonos azules y grises, integra cuatro
represas, y hay otras tantas proyectadas hacia el futuro. La energía, igual
que su fuente hídrica, parece desbordarse, incluso de las fronteras
venezolanas, ya que por convenios internacionales aporta electricidad para
algunas regiones de países vecinos. Sin embargo, el servicio eléctrico de la
ciudad es pésimo, por cuenta de la empresa local. Lo dicho, es tierra
paradójica.
Podría seguir hablando de la exuberancia del paisaje guayanés,
contemplado en aquellos sitios, extendiéndome hasta la fatiga, pero no deseo
cansar al lector. Es mejor invitarlo a realizar este viaje que desde mi punto
de vista vale la pena. La travesía llega a su fin, el tiempo es implacable y
el recorrido, que pudo durar dos días o dos años, para quien esto escribe,
resultó una experiencia pedagógica única, la posibilidad de encontrar y
conocer una región que como todas, mezcla elementos comunes, vistos en otras
partes, pero con un toque absolutamente particular. Otro día, quizás
hablemos del Salto Ángel, la eterna lágrima de un kilómetro de recorrido,
de los extraños tepuyes o "retoños de piedra", como fueron
bautizados por los indígenas pemones en su simplicidad y sabiduría. De igual
forma, mencionaremos a Guri, la que en su momento fue la mayor represa del
mundo, o los castillos de Guayana, pequeñas fortalezas amuralladas que
resistieron el embate de los corsarios y otros sitios cercanos de indudable
interés. Sólo espero, en la presente crónica de viaje, haber resaltado una
ciudad, llena de gracia y contradicción. Es hora de partir y así se lo hago
saber al señor Gutiérrez.