¿Son
las fronteras principio o fin? La pregunta pudiera evocar un pasaje del
Pedro
Páramo de Juan Rulfo:
"El camino subía y bajaba; ‘sube o baja
según se va o viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja’ "
.
Lo mismo pudiera decirse de las fronteras: son principio para el que comienza,
y final para el que termina.
El ser humano odia o ama las fronteras. Las odia cuando se le presentan
como obstáculos, barreras, o límites; las ama cuando las descubre como
horizontes, ensanches y principios. Lo mismo las impone que las traspasa, las
bendice que las maldice. Una frontera puede ser brecha o puente, salida o
entrada, vida o muerte, pero nunca tierra sumisa a la indiferencia, siempre
desafiando y provocando a todo al que se le acerca. Así, una frontera es
puerta del cielo o del infierno, pero difícilmente es ambiguo purgatorio.
Las fronteras son plataformas donde los sueños se transfieren a otra
realidad, tribunas sobre las cuales se pueden redimir suspiros y lamentos,
foros de expatriados y génesis para quienes eluden epílogos y atardeceres. O
son sepulcros sin lápidas ni distinciones, tumbas calladas donde el caminante
caído queda sin réquiem ni oración, cónclaves de almas errantes,
crepúsculos que se alargan como las sombras de los que emigraron.
Las fronteras son cicatrices del planeta que hieren o sanan, unen o rasgan,
gritan o callan. Se extienden como fisuras terrestres sobre la superficie, y
por ellas naciones y pueblos hacen la guerra o acuerdan armisticios, en una
lucha interminable por poseerlas o defenderlas. En el afán de conquistarlas,
miles de vidas son sacrificadas, porque es imposible borrar una frontera
antigua o trazar un nuevo lindero sin usar como tinta la sangre.
De las fronteras se dice que son tierras de paso, identidades geográficas
pobres y feas, como la cara de una muñeca sucia y rota. Pero quizás
pudiéramos hoy, en una convención fronteriza, invocar a los pinceles
poéticos de Sor Juana, y parafrasear: "Hombres necios que acusáis, a la
frontera sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que
culpáis". ¿No han sido la erosión y la marea humana las que han
mancillado su virginidad colindante y marchitado su rostro limítrofe,
adjudicándole una reputación prostituida a su abandono aledaño?
Son estas zonas adyacentes ventanas con vidrios rotos. Por ellas nos
asomamos a lo incógnito y profano para palpar con nuestros ojos la cercanía
de lo lejano y curiosear con la imposibilidad de lo deseado. O son trincheras
de resentimiento y enemistad donde se parapeta nuestro agravio en contra de
"el de al lado", a quien siempre consideraremos peor que nosotros,
aunque codiciemos sus dominios.
A lo largo de estas orillas, en donde la patria se arrincona y el
nacionalismo se estrecha, el ser humano existe y subsiste entre muros,
alambradas, cercas y puentes. Las fronteras son escenarios de su tragicomedia,
en la que se escabulle por túneles clandestinos, pavimentados de
expectaciones y desalientos, haciendo malabares en atrevidas ferias de
contrabandos, nadando en la marea del bullicio lingüístico, o integrándose
al desfile de rostros inéditos como un ilustre desconocido, marchando a la
cadencia del hormigueo incesante y multitudinario de almas en tránsito.
Vilipendiadas como son, empero, las fronteras siempre reservan un nuevo
amanecer para el lugareño y le ofrecen, por el precio de unos cuantos pasos,
la promesa de convertirlo en extranjero y transferirlo a otro mundo en un
abrir y cerrar de ojos, como el obturador de una polaroid, que congela
la sonrisa apurada bajo el sombrero artificial, perpetuando así el momento de
la fuga hacia el micro-universo vecino.
Las fronteras deletrean la dualidad de espacios contiguos, y expresan
territorialmente la geografía de la imaginación humana, siempre en búsqueda
de nuevos y más amplios horizontes. Son un espejo de tierra que refleja las
delineaciones que el ser humano concibe y traza en su propio pensamiento, el
cual transita secretamente desde el frontal de su deseo hasta el occipital de
su ambición. Las fronteras enuncian, por tanto, la amplitud y la estrechez
yuxtapuestas del raciocinio humano, que extiende o limita, edifica o traspasa,
y prohíbe o permite.
Al final, la esencia opuesta de las zonas fronterizas se torna en una
penitencia: entre más profunda la división, mayor la atracción. La
demarcada faz de la tierra, en consecuencia, continuará emancipando o
acordonando al corazón humano. Y según del lado donde haya nacido, el ser
humano seguirá preguntándose si son las fronteras principio o fin.