Una producción
de Editorial Letralia
Cagua, Venezuela
Jorge Gómez Jiménez
Editor

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Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 103
3 de noviembre de 2003
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Dos cuentos
Yolanda Ramírez Michel

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(Nota del editor: en algún tiempo estará impreso, bajo el sello de la Editorial El Trompo, el libro Las estaciones de la piel, compendio de cuentos de la escritora mexicana Yolanda Ramírez Michel, quien nos ha enviado dos relatos de ese libro).

Mestizos

Mi piel color luna no sabe porqué tu piel color noche se alza furiosa. No encuentro tus motivos para la insurrección que nos aparta. Nuestros ancestros se levantan del polvo para reclamar la tregua de dos castas.

Han pasado siglos y no logramos establecer un pacto. La misma llanura nos alberga los sueños, las mismas estrellas tintinean nuestra noche, los mismos placeres nos guardan el puerto. Y sin embargo, seguimos pospuestos en perpetua lucha. Por la mañana, cuando la luz dispersa sobre nuestras piernas trenzadas un amago de sol, tú censuras ese color que me marca como extranjera. ¿No es suficiente que lleve años labrando la misma tierra, y sudando sobre la misma heredad? Te levantas del silencio, buscas lodo para cubrirme; sobre mis lágrimas viertes la sangre de un pueblo que no acepta el yugo. Pero yo soy víctima del engaño; soy la hembra, la mitad dócil que necesita guarecerse. No traigo bajo mi túnica armas de guerra, transporto un secreto de paz. Pero a ti te ciega el reflejo ígneo de mi piel. Quiero que entiendas que el pasado sepultó esa guerra, no soy heredera del otro continente. Mi piel porta un color perla, pero mi corazón aspira el aroma de la tierra que lo parió. Baja la guardia y mira en mis pupilas la mestiza: los magueyes vertieron su savia por los pechos de mi madre. Me llena de tristeza una guerra que aún no se acaba, aunque hemos comprobado que la sangre vertida es del mismo color. Ni siquiera en el lecho se puede negociar la paz. Unos breves instantes parecen fundirnos y aromar con jacintos nuestra riña; pero no es suficiente. Abrimos los ojos al día que nace y se impone un recuerdo atávico de lamentos, el patrimonio de sangre, el grillete del poder.

Entiendo que tu memoria lleva sogas al cuello; los códices se quemaron y bautizaron tu sometimiento. Del mar arribaron olas armadas para inhumar tu mundo. Pero yo no estuve ahí. Yo soy flor cerca de tus pies. No conozco el otro lado del horizonte, ni me mueve el alma un soneto barroco. Voy a iniciar la guerra nueva, para que reine la paz. Llevaré armas en el vientre; por mis pechos manará perdón y en los primeros pasos de mis hijos se irán quebrando las lanzas. Pero necesito tu ayuda. No impongas distancias, dame una almadía para cruzar el río que nos separa. Deja que tu dolor se seque y no tengas miedo de darme la espalda para orar; no cuelga en mis manos un hacha de traición. Me guarda un corazón que no hace distinción de la carne que nos viste.

Te engañas al ver sólo mi piel color luna; soy la hembra del rabioso hombre color noche.


Mujer sin nombre

La llaman Tierra; por el color café de sus vestidos, por la siempre terregosa mirada que impide a sus ojos escapar al cielo, y tal vez, por esa característica suya de acoger en su pecho a todos los abandonados que llegan hasta el lupanar. A su tálamo sólo entran tristes sombras que la vida escupe. Ella los cobija con sus grandes brazos untuosos y sólidos como maderos; los acuna bajo la hamaca de sus caderas cual sinuosa palmera. Dentro de sus cobijas, roídas por los ratones nocturnos, se filtran luciérnagas de un mundo en el cual se derraman los que llegan a tocarla.

El día que la conocí es siempre jueves. El blanco sol nocturno me indicó el camino, sabiendo que al final hallaría un principio... Los astros bruñían mis huellas que se convertían en cenizas de arena blanca. Caminé por las calles donde el humor nocturno llevaba sueños rotos y aromas de fracaso. Mis pasos se detuvieron, igual que una melodía cuando llega a su final, frente a la puerta que llevaba impresa la mancha del ángel de la muerte...

Ahí me detuve indeciso, no tanto porque dudara, sino porque ningún ruido me ofrecía hospitalidad. Entonces alcé mi mano para interrumpir a los grillos, único sonido del momento trémulo. Toqué a la puerta, y como si me esperaran mudos fantasmas, se abrió dejando que una congoja saliera de sus goznes. Adentro un mundo se ofrecía, como boca abierta que entrega el camino a las entrañas. Caminé por el pasillo lleno de puertas y jadeos; encontré la suya, porque era la única abierta y porque me conducía el sonido de la flauta que escuchaban mis piernas. La descubrí dormida abrazando un cojín de terciopelo verde. De su frente colgaba el sueño en hilos transparentes escurriendo lánguidos por su rostro ajado; sus cabellos torcían el rumbo sin dirección precisa, y las piernas se encogían hasta formar un ovillo de reminiscencias. La miré un rato escondido en el silencio. Cuando el tiempo sostenido me acalambró los pensamientos, di un paso grande hasta la cama y la llamé muy quedo.

Ella abrió sus ojos y me recibió como un campo recién segado. Tomó mi incertidumbre y me sembró en medio de sus laderas. Yo me supe suyo como quien toca el mar y se descubre hecho de sal y arena. Me fundí bajo las olas con las que me ceñían sus besos y descubrí las sombras de un niño abandonado. Sus manos parecían anémonas sacando de mi piel los fantasmas que me mantenían en el mundo de los muertos; sus piernas la convertían en valkiria bajo mi océano, y de sus ojos salía el polvo ígneo de un mundo inventado y nuevo.

Tierra me miraba profundo y limpiamente. En su mesa de noche brillaba una lámpara con pantalla roja, donde bailaba un caballo alado, cuyas formas se perdían en la penumbra de una luz cansada. Cuando terminé de volar entre sus brazos, deposité sobre la mesita, bajo la mirada triste de un equino mustio, las monedas que habían comprado, sólo por unos momentos, mi salida del infierno.


       


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