Mestizos
Mi piel color luna no sabe porqué tu piel color noche se alza furiosa. No
encuentro tus motivos para la insurrección que nos aparta. Nuestros ancestros
se levantan del polvo para reclamar la tregua de dos castas.
Han pasado siglos y no logramos establecer un pacto. La misma llanura nos
alberga los sueños, las mismas estrellas tintinean nuestra noche, los mismos
placeres nos guardan el puerto. Y sin embargo, seguimos pospuestos en perpetua
lucha. Por la mañana, cuando la luz dispersa sobre nuestras piernas trenzadas
un amago de sol, tú censuras ese color que me marca como extranjera. ¿No es
suficiente que lleve años labrando la misma tierra, y sudando sobre la misma
heredad? Te levantas del silencio, buscas lodo para cubrirme; sobre mis
lágrimas viertes la sangre de un pueblo que no acepta el yugo. Pero yo soy
víctima del engaño; soy la hembra, la mitad dócil que necesita guarecerse.
No traigo bajo mi túnica armas de guerra, transporto un secreto de paz. Pero
a ti te ciega el reflejo ígneo de mi piel. Quiero que entiendas que el pasado
sepultó esa guerra, no soy heredera del otro continente. Mi piel porta un
color perla, pero mi corazón aspira el aroma de la tierra que lo parió. Baja
la guardia y mira en mis pupilas la mestiza: los magueyes vertieron su savia
por los pechos de mi madre. Me llena de tristeza una guerra que aún no se
acaba, aunque hemos comprobado que la sangre vertida es del mismo color. Ni
siquiera en el lecho se puede negociar la paz. Unos breves instantes parecen
fundirnos y aromar con jacintos nuestra riña; pero no es suficiente. Abrimos
los ojos al día que nace y se impone un recuerdo atávico de lamentos, el
patrimonio de sangre, el grillete del poder.
Entiendo que tu memoria lleva sogas al cuello; los códices se quemaron y
bautizaron tu sometimiento. Del mar arribaron olas armadas para inhumar tu
mundo. Pero yo no estuve ahí. Yo soy flor cerca de tus pies. No conozco el
otro lado del horizonte, ni me mueve el alma un soneto barroco. Voy a iniciar
la guerra nueva, para que reine la paz. Llevaré armas en el vientre; por mis
pechos manará perdón y en los primeros pasos de mis hijos se irán quebrando
las lanzas. Pero necesito tu ayuda. No impongas distancias, dame una almadía
para cruzar el río que nos separa. Deja que tu dolor se seque y no tengas
miedo de darme la espalda para orar; no cuelga en mis manos un hacha de
traición. Me guarda un corazón que no hace distinción de la carne que nos
viste.
Te engañas al ver sólo mi piel color luna; soy la hembra del rabioso
hombre color noche.
Mujer sin nombre
La llaman Tierra; por el color café de sus vestidos, por la siempre
terregosa mirada que impide a sus ojos escapar al cielo, y tal vez, por esa
característica suya de acoger en su pecho a todos los abandonados que llegan
hasta el lupanar. A su tálamo sólo entran tristes sombras que la vida
escupe. Ella los cobija con sus grandes brazos untuosos y sólidos como
maderos; los acuna bajo la hamaca de sus caderas cual sinuosa palmera. Dentro
de sus cobijas, roídas por los ratones nocturnos, se filtran luciérnagas de
un mundo en el cual se derraman los que llegan a tocarla.
El día que la conocí es siempre jueves. El blanco sol nocturno me indicó
el camino, sabiendo que al final hallaría un principio... Los astros
bruñían mis huellas que se convertían en cenizas de arena blanca. Caminé
por las calles donde el humor nocturno llevaba sueños rotos y aromas de
fracaso. Mis pasos se detuvieron, igual que una melodía cuando llega a su
final, frente a la puerta que llevaba impresa la mancha del ángel de la
muerte...
Ahí me detuve indeciso, no tanto porque dudara, sino porque ningún ruido
me ofrecía hospitalidad. Entonces alcé mi mano para interrumpir a los
grillos, único sonido del momento trémulo. Toqué a la puerta, y como si me
esperaran mudos fantasmas, se abrió dejando que una congoja saliera de sus
goznes. Adentro un mundo se ofrecía, como boca abierta que entrega el camino
a las entrañas. Caminé por el pasillo lleno de puertas y jadeos; encontré
la suya, porque era la única abierta y porque me conducía el sonido de la
flauta que escuchaban mis piernas. La descubrí dormida abrazando un cojín de
terciopelo verde. De su frente colgaba el sueño en hilos transparentes
escurriendo lánguidos por su rostro ajado; sus cabellos torcían el rumbo sin
dirección precisa, y las piernas se encogían hasta formar un ovillo de
reminiscencias. La miré un rato escondido en el silencio. Cuando el tiempo
sostenido me acalambró los pensamientos, di un paso grande hasta la cama y la
llamé muy quedo.
Ella abrió sus ojos y me recibió como un campo recién segado. Tomó mi
incertidumbre y me sembró en medio de sus laderas. Yo me supe suyo como quien
toca el mar y se descubre hecho de sal y arena. Me fundí bajo las olas con
las que me ceñían sus besos y descubrí las sombras de un niño abandonado.
Sus manos parecían anémonas sacando de mi piel los fantasmas que me
mantenían en el mundo de los muertos; sus piernas la convertían en valkiria
bajo mi océano, y de sus ojos salía el polvo ígneo de un mundo inventado y
nuevo.
Tierra me miraba profundo y limpiamente. En su mesa de noche brillaba una
lámpara con pantalla roja, donde bailaba un caballo alado, cuyas formas se
perdían en la penumbra de una luz cansada. Cuando terminé de volar entre sus
brazos, deposité sobre la mesita, bajo la mirada triste de un equino mustio,
las monedas que habían comprado, sólo por unos momentos, mi salida del
infierno.