Pirineos: en
algún lugar entre España y Francia, otoño de 1920
En las pendientes cercanas a la cumbre el pasto era todavía abundante, y
había que aprovecharlo antes de la llegada de los primeros fríos ya
inminentes. El día había transcurrido sin problema alguno y el rebaño, de
vuelta para su establo, bajaba lentamente por la ladera oeste de la montaña.
En la orilla derecha del riachuelo que mucho más abajo, ya en el valle, se
transformaba en un ruidoso torrente, los perros descubrieron las huellas.
Todos ellos pertenecían a una raza que desde siglos cuidaba ovejas en los
Pirineos. Blancos, para confundirse con el rebaño; grandes, fuertes y
agresivos para enfrentar con alguna posibilidad de éxito el ataque de los
lobos. El primero en olfatearlas fue el viejo perro que siempre iba al frente
indicando el camino; sus nerviosos movimientos, el hocico pegado al suelo y
los amenazadores gruñidos llamaron la atención de los demás perros, que de
inmediato agruparon las ovejas.
—Aquí, Bravo —ordenó Vicente, y se arrodilló en el suelo húmedo al
lado del viejo líder, examinando con atención las huellas. Su semblante
palideció, su corazón aceleró vertiginosamente y un sudor frió recorrió
su cuerpo. No había duda alguna: era la bestia, la Némesis de su familia, el
demonio que siempre lo había acechado. La evidencia tangible de la presencia,
en los alrededores, de lo único entre cielo y tierra que el recio montañés
temía y aborrecía: era la huella de un oso, y de un oso muy grande.
Visiblemente nervioso, el pastor llamó a los perros.
—¡Vamos, Bravo! ¡Aquí, Rayo! ¡Rápido, Estrella, rápido! Vamos
todos... ¡deprisa, deprisa!
Quería llegar al establo y asegurar las puertas dejando afuera la amenaza
que incumbía sobre él y sobre su rebaño.
No era cosa fácil asustar a Vicente. Hombre alto y fuerte, más alto y
más fuerte que la mayoría de los habitantes de su región, desde temprana
edad había tenido que luchar, y duro, para aprender las faenas del pastoreo.
No era nada extraño ya que así lo habían hecho su padre, su abuelo, su
bisabuelo y hasta donde se sabía todos sus ancestros. Vicente se había
esmerado mucho y, si bien no podía leer ni escribir ya que jamás había
frecuentado escuela alguna, conocía su trabajo muy pero muy bien. Cada
pendiente, pradera, risco, precipicio, riachuelo, árbol y matorral en un
radio de sesenta kilómetros alrededor de su establo le eran perfectamente
familiares. Tenía grabado en su mente cada centímetro del largo camino que,
antes de cada duro y frío invierno, recorría para llegar a los pastizales
siempre verdes cercanos al mar. ¡Pero un oso! Un oso era algo más allá de
lo que podía soportar. Pero, ¿por qué? ¿Por qué alguien que no temía
lobos, ni hombres, ni dios alguno, reaccionaba así por unas huellas de oso?
Bueno, Vicente tenía sobradas razones para ello...
Pirineos: mismo lugar, verano de 1860
Todo empezó cuando su abuelo, que también se llamaba Vicente, trató un
día de llegar al establo más temprano que de costumbre, y en el intento de
recortar camino tomó una senda apartada y poco utilizada que recorría el
borde de un acantilado. Por un capricho del destino una osa había escogido
una cueva cercana a la amplia cornisa para criar sus oseznos. Al pasar frente
a la guarida, los perros olfatearon la familia de plantígrados y enseguida se
abalanzaron hacia la entrada de la cueva ladrando y gruñendo furiosamente. La
madre osa, sintiendo amenazados sus cachorros, atacó con furia ciega la
jauría. La lucha a muerte que se produjo aterrorizó a las ovejas a tal punto
que salieron en estampida sin importar hacia dónde. El abuelo de Vicente, al
ver su rebaño dirigirse hacia el precipicio, quiso interponerse para evitar
que se despeñara y el resultado fue que encontró la muerte al ser arrojado
al vacío por sus propios animales. Nadie sobrevivió al desafortunado
encuentro. La osa, una vez destrozado el último perro, quedó tan mal herida
que no pudo hacer otra cosa sino echarse a esperar el inevitable final, el
mismo inevitable final que encontrarían los oseznos privados de su
protección. El trágico acontecimiento dio lugar a interminables habladurías
que perduraron en la región durante muchísimo tiempo. Por muchos años, en
la taberna del pueblo, no hubo velada que no sacara a relucir la historia que,
claro está, se vio adornada y magnificada a medida que el vino iba fluyendo,
con un sinnúmero de fantasiosas añadiduras. Pero la conclusión siempre era
la misma: un oso había aniquilado los perros, el rebaño y el pastor, dejando
desamparados su familia y su único hijo.
Pirineos: mismo lugar, primavera de 1890
El padre de nuestro Vicente, que por supuesto, como dictaba la tradición,
también se llamaba Vicente, creció escuchando los disparatados relatos de
pueblo sobre el accidente sin prestarle demasiada atención, dedicándose
según la costumbre de su familia al cuidado de las ovejas. Con tesón y
tiempo, el rebaño fue reconstruido y Vicente, hijo del difunto Vicente,
logró una situación económica florida que le permitió adquirir, por muy
poco dinero a decir la verdad, una antigua y abandonada abadía bien situada
muy arriba en la montaña, y con un esfuerzo mínimo la transformó en el
mejor establo de la comarca. Todo parecía ir en la mejor de las maneras:
buenas ovejas, buenos perros para cuidarlas, una casa-establo sólida como no
había otra, y hasta una esposa que le iba a dar un hijo, seguramente varón y
que sin lugar a duda se llamaría Vicente. El próspero pastor nunca hubiese
imaginado lo que le esperaba aquel fatídico día, cuando pasando a un lado de
un pequeño bosque que bordeaba una pradera repleta de tiernos brotes de
pasto, vio salir de la espesura un enorme oso que se abalanzó sobre sus
ovejas. Los primeros en recuperarse de la sorpresa fueron los perros que
reaccionaron atacando fieramente e inútilmente el gran animal. Unos cuantos
zarpazos y fueron eliminados con una facilidad pasmosa. Ya sin obstáculo
alguno el gran macho solitario empezó a devorar un carnero que había matado,
rompiéndole el espinazo, en su primera acometida. Fue en ese momento que el
pastor descargó con la fuerza de la desesperación su vara contra la maciza
cabeza del oso. Sorprendido más que lastimado, éste se paró sobre sus patas
traseras erigiéndose en toda su descomunal estatura, buscando a su oponente.
Sólo pudo verlo cuando miró hacia abajo, justo en el momento de recibir un
segundo golpe de la pesada vara en las costillas. Con un solo mordisco en la
cabeza despachó el fastidioso y endeble humano que lo estaba atacando con
tanto coraje. Si el primer accidente había dado pie a interminables
comentarios, el segundo causó un vendaval de murmuraciones en toda la
región. "¡Es obra del demonio!", decían algunos. "¡Es un
castigo divino!", afirmaban otros. "¡Es una maldición que pesa
sobre la familia!", aseguraba la mayoría. Pero todos concordaban en
algo: el hecho de que padre e hijo encontraran la muerte de una manera tan
similar era extraordinario, más aun considerando que los osos eran animales
más bien raros por aquellos lados. Durante algún tiempo se organizaron
partidas de caza que recorrieron toda la zona, pero de osos no encontraron ni
la sombra. Esto reforzó las habladurías. Se trataba sin duda de una
maldición que pesaba sobre la familia, no había otra explicación. Cuando
nació el último de los Vicente, pocos días después de la muerte de su
padre, en el pueblo se comentó que había nacido para que un oso lo matara.
Esas murmuraciones acompañaron a Vicente mientras crecía, y poco a poco se
abrieron paso en el alma del pastor, y cuando una gitana de paso por el
pueblo, al leerle la mano le vaticinó una muerte violenta en plena juventud,
terminó creyendo con firmeza que su final se hallaría entre las zarpas de un
oso.
Pirineos: mismo lugar, otoño de 1920
El pastor apuró al máximo el paso del rebaño, su vara caía una y otra
vez sobre el suelo pedregoso produciendo fuertes chasquidos que mantenían las
ovejas al trote. Los perros, conscientes de la tensa situación, doblegaron
los esfuerzos para mantener en un grupo compacto los obtusos animales que
constantemente trataban de desviarse del camino. Una vez llegados al establo,
Vicente metió las ovejas y en vez de dejar los perros afuera, como siempre
hacía, los obligó a entrar también. Cerró las pesadas puertas de madera y
las aseguró con doble tranca. Ya estaban a salvo, ningún oso hubiera podido
franquear esa sólida barrera. El gran establo ocupaba toda la planta baja de
lo que había sido el edificio principal de una antigua abadía. Subiendo un
tramo de escaleras se accedía a un solo y amplio espacio que fungía de
comedor, cocina, salón y único cuarto. Lo que había sido la capilla era
ahora el depósito para el heno, y otra pequeña construcción, que en otros
tiempos había albergado las herramientas, servía de almacén para los quesos
que se elaboraban a partir de la leche de oveja. Vicente se acercó a la gran
chimenea que ocupaba buena parte de una de las paredes y reavivó el fuego
añadiendo leña bien seca y soplando sobre los rescoldos todavía humeantes.
Se quedó un buen rato frente a las llamas, como hipnotizado, mientras su
mente recorría una y otra vez las historias sobre la maldición que pesaba
sobre su familia. Recordó como si hubiese sido el día anterior la gitana
que, mirándolo fijamente a los ojos, le había pronosticado una muerte
prematura y violenta. Por supuesto que un oso seria la causa de su fin; la
maldición no admitía escapatoria, y además la gitana era una adivina muy
conocida y seguramente no se equivocaba. Pero no sería esta noche. Dentro de
su establo estaba a salvo, tenía los perros adentro, montando guardia entre
las puertas infranqueables y su rebaño, y la escopeta estaba cargada...
porsiacaso. Sacó de la despensa unos cuantos pedazos de carne seca y bajó
para alimentar los perros, revisó con sumo cuidado las trancas de las puertas
y una vez seguro de que todo estaba en orden volvió arriba para sentarse
nuevamente frente a la chimenea. Su cena consistió en pan, queso y vino
tinto, más vino en realidad que pan y queso. A pesar de su firme propósito
de permanecer despierto, el cansancio, las emociones y el vino poco a poco lo
fueron venciendo, y se quedó profundamente dormido. El furioso ladrar de los
perros interrumpió su sueño. Vicente no se movió de la silla donde se
hallaba, sólo estiró su mano hasta alcanzar la escopeta y se concentró en
los ruidos que provenían desde abajo. Por encima de los ladridos se escuchaba
un pavoroso estruendo, como si algo muy pesado se estuviera estrellando contra
las puertas. Era el oso que había dejado sus huellas en la orilla del
riachuelo. Seguramente había seguido el rastro del rebaño hasta el establo y
ahora... Con el corazón en la garganta y paralizado por el pánico, Vicente
comprendió que el oso intentaba derribar la barrera que lo separaba de su
presa, fuera ésta el rebaño o él mismo. Por un momento el pastor recobró
la calma: el salvaje animal jamás iba a poder abatir puertas tan resistentes.
Pero el oso redobló sus embates, soplando y gruñendo se abalanzaba con cada
vez más fuerza contra la madera que empezó inexorablemente a ceder. Vicente
no lo podía creer, ¿qué clase de animal tenía el poder de romper unas
puertas de más de diez centímetros de espesor? Con un espantoso ruido de
madera quebrada las puertas cedieron de un todo.
Los sonidos que entonces se escucharon desde el establo fueron realmente
aterradores: los quejidos de los perros que valientemente se defendían eran
inequívocos, estaban sucumbiendo rápidamente frente a un adversario cien
veces más fuerte y pesado. El último en morir fue el viejo Bravo, a pesar de
no ser tan ágil había logrado evitar las fauces y las garras de su enemigo
hasta quedarse solo. Finalmente, ya sin posibilidad de eludir su adversario,
le hizo frente saltando directamente hacia su garganta. Para el oso fue muy
fácil interceptarlo con sus poderosas patas delanteras y literalmente
pulverizar sus huesos. Ahora ya nada se interponía entre él y las ovejas, y
empezó la carnicería. Vicente seguía arriba, con la escopeta en la mano,
pero sin decidirse a bajar para enfrentar su destino. Fueron los balidos
desesperados de sus ovejas que lograron sacarlo del abismo de miedo donde se
hallaba y a pesar de que las piernas le pesaban toneladas, escalón tras
escalón bajó hacia el establo. La escena era dantesca: parado sobre un mar
de cadáveres blancos destacaba un oso gigantesco. Su espeso pelaje pardo
estaba cubierto de sangre alrededor de su horrendo hocico y de las enormes
garras. No estaba devorando sus víctimas, parecía esperar a Vicente, había
matado una por una hasta la última oveja sólo para obligarlo a bajar.
"Todavía no me ha vencido", pensó Vicente, y cuidadosamente
apuntó directo a la cabeza del oso y disparó. Por un momento el grisáceo
humo de la pólvora cubrió el blanco, pero al disiparse Vicente vio
estupefacto cómo el oso sin ni siquiera un rasguño se precipitaba sobre él.
"¡No puedo haber fallado, no de tan corta distancia! Es cierto, es un
demonio! Y vino para cumplir con la maldición". Tuvo el tiempo de pensar
Vicente, antes de que el oso de un zarpazo le partiera el corazón.
—Tengo días que no veo a Vicente —comentó el cantinero a unos
clientes habituales del pueblo, reunidos para tomar un poco de vino, como era
de costumbre, después de la misa del domingo.
—¡Oye, es cierto! —contestó uno de ellos—. El viernes ni siquiera
trajo los quesos para enviarlos al mercado, los tipos de la ciudad que siempre
le compran deben estar enojados, Vicente es su mayor proveedor.
—¿Estará enfermo? —preguntó otro.
—¿Quién, Vicente? No lo creo. Si todos fueran tan saludables como él
desde hace tiempo hubiese tenido que irme del pueblo —contestó el medico
que también era de la partida.
—¿Ustedes no creerán que..? —dijo el cantinero sin atreverse a
completar la pregunta. Pero todo el mundo entendió a qué se refería. Como
pueblo chico que se respete, en pocos minutos la noticia de la desaparición
de Vicente se propagó con la velocidad del rayo. La gente comenzó a reunirse
en la plaza, y por supuesto los comentarios iban y venían:
—¿Vieron? La gitana estaba en lo cierto, la maldición lo alcanzó.
—A ese seguro se lo comió un oso.
—¡Pero si desde hace muchísimos años que por aquí no se ven osos!
—¡Claro, eso cuéntaselo al padre y al abuelo de Vicente!
Hacia el mediodía el alcalde decidió acabar con la intriga, y ordenó a
dos guardias civiles que fueran a la antigua abadía para averiguar qué
había sucedido y, de no hallar allí el pastor, que buscaran por las laderas
donde acostumbraba pastar su rebaño. El cura y el médico del pueblo, no
obstante esto implicara una caminata de más de una hora montaña arriba,
también se unieron al grupo. Cuando divisaron el establo a lo lejos, pensaron
que Vicente y sus ovejas estaban en los pastizales ya que no había señal de
problema alguno. Pero a medida que se iban acercando, comenzaron a oír ladrar
los perros.
—No entiendo, ¿dónde están esos perros?
—Parece que los ladridos vienen de adentro.
—¡Esto es raro, a esta hora del día y los animales adentro!
Al llegar frente a las macizas puertas el balar de las ovejas y los
ladridos de los perros confirmaron las sospechas: los animales estaban
encerrados y de Vicente no había rastro. Era evidente que algo andaba mal.
—¿Y ahora que hacemos?
—Hay que entrar y la única manera es tumbando la puerta.
—El almacén de los quesos está por allá y al lado hay un cobertizo
para la leña, vamos a buscar un hacha.
Les llevó casi una hora, a los dos guardias civiles, derribar la puerta, y
casi fueron atropellados por las ovejas y los perros que se precipitaron
afuera, hacia los abrevaderos.
—Los animales están sedientos, tienen días encerrados.
—Así es. Y yo sé por qué —dijo el medico que ya había percibido el
inequívoco hedor de un cuerpo muerto hace algún día. Vicente estaba
reclinado hacia atrás en la silla frente a la chimenea, las dos manos
contraídas contra su pecho, la cara contorsionada en una mueca de intenso
dolor. En el suelo al lado de la silla, una escopeta.
Después de examinarlo brevemente el médico indicó con un gesto a los
demás que se acercaran:
—Ahora se van a acabar las habladurías sobre maldiciones, demonios, osos
y otras supersticiones como esas. Vicente murió de un infarto mientras
dormía.