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de Editorial Letralia
Cagua, Venezuela
Jorge Gómez Jiménez
Editor

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Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 103
3 de noviembre de 2003
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Hipótesis Fasolino
Ernesto Sierra Sanz

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Milton Fasolino había tenido suerte hasta entonces. Siempre viajando lejos, siempre ausente, siempre ninguneando pensamientos y cerrando los ojos sin poder dormir. La vida esconde escalpelos.

Apenas recordaba el silbido de las bombas que les echaban encima aquellos canallas que terminaron por enterrar a medio morirse. Sin embargo, insomnio. La respuesta de todos sus males.

Así se fueron marchando todos los que le rodearon en la retaguardia; el soldado continuaba en trincheras de nogal mientras su mujer se deshacía entre las sábanas. A veces la rueda empieza a girar y no hay forma de pararla. Las ojeras que seguían a cada conversación telefónica comenzaron a notarse, a merodear las distancias más remotas.

En cuestión de un año casi toda su familia había sido pasto de unas fiebres quejumbrosas y miserables que bebían el agua de las personas. Que bebían personas.

 

Cuando el padre Harlan le avisó de que el pequeño Ciro Fasolino también sufría de los temblores, Milton hizo definitivamente la maleta, abandonó el despacho de la Secretaría General y montó en el tren rumbo a los pastos del Norte.

Los viejos raíles de un país que respiraba su sangre, la ruina del paisaje y un hijo al final del camino, un niño tosiendo llamas, le hizo palpitar el corazón más de lo que un barracón puede conseguir.

A su lado en el banco de madera, a modo de asiento, una anciana de velo autóctono y raído, pelo blanco a horcajadas y dientes de bisutería. Todo parecía estar mal puesto.

La mujer parecía descansar en un duermevela equilibrista. "Quédate conmigo", parecía susurrar a los perros cuando entornaba los ojos.

 

Muchas horas más tarde, interminables, horas de chimenea incómoda, el tren llegó al apeadero, apartado y verde que cubría un sol lánguido y convaleciente, a través de cientos de pequeñas hojas de nombre impronunciable. Un mosaico desapercibido.

No tardó en presentarse en su casa. La criada, Rosita, una cría poco mayor que Ciro Fasolino, le abrió las puertas de doble hoja con ceremonia aprendida.

—¡Señor Milton! —exclamó—, no nos avisó de que iba a venir...

—¿Dónde está Ciro? —contestó el patriarca, dejando sombrero y maleta en el suelo.

—Arriba, en su cuarto. Está con el doctor y el cura.

A Milton Fasolino le temblaron las rodillas ante semejante congregación de personajes novelescos en su propia casa.

—Retírate —le dijo mientras comenzaba a subir las escaleras.

 

La habitación del pequeño Ciro estaba decorada a su gusto. El papel pintado, el telescopio americano que valía más que el resto del pueblo, el cactus de Almería, libros en inglés (siempre decía que sería embajador), y una cama de matrimonio musulmán.

Y sobre todo, la caja de música del abuelo.

Y un nuevo olor a muerte que sobrepasaba todas las cosas y se filtraba más allá de las cortinas de cretona. Las caras del padre Harlan y del doctor reflejaban su grasa y su pesimismo. "No pasará de esta noche", parecían decirle con los ojos. "Aprovéchela".

—Buenas tardes —saludó empero el médico, tendiéndole una mano fofa llena de venas y pecas, fláccida y sobrealimentada.

—¿Buenas? —contestó el aludido, sin querer tocar aquella mano.

Con temor reverencial antiguo, se aproximó a la cama, tan sólo para ver que su hijo se desintegraba. De hecho llevaba al cuello la banda de la extremaunción. Su rostro demacrado, consumido por las altas temperaturas que lo asediaban sin cuartel, como aquella cuadrilla de rojos, años atrás.

—Resiste —le dijo, cogiéndole de la mano—. Aguanta como hizo tu padre.

 

La noche resultó larga. A solas con Ciro Fasolino, como fue su deseo, los dos juntos intentaron apartar a una muerte inmediata que como de costumbre, no quiso esperar más de la cuenta. Al llegar el alba los cuerpos se contraen. El alma de Ciro no cupo más y salió volando rumbo a un paraíso hipotético. Quizás patético.

La caja de música seguía sonando. El bailarín seguía dando vueltas mientras el niño dejaba de respirar. Un rostro de cerámica sonriente, danzaba y hacía movimientos mecánicos, un rito. El postrado no bailaría nunca.

Milton Fasolino tampoco lo haría. Tenía una túnica de lágrimas y un vacío dentro para siempre. Por primera vez veía morir a alguien. Hasta entonces había conseguido apartar la vista a tiempo. Como cuando el sargento le descerrajó la cabeza a aquellos presos que intentaban huir de Valencia. Él disparaba sin apuntar. Así no se sentía tan culpable.

La mano de su hijo comenzó a enfriarse. Tanto, que llegó un momento en que parecía mentira que alguna vez hubiera estado caliente, que hubiera podido moverse y estrechar otras. Siguió llorando un buen rato. Ahora sí que estaba solo. Desnudo, un fracaso de hombre. Le sobraban todos los años del mundo. Le sobraban todas las victorias porque tamaña derrota sin paliativos le hacía sentirse un gusano. Los pájaros comenzaban a piar. Los pájaros comen gusanos. La banda del padre Harlan estaba caída en el suelo. Le costó esfuerzo no pisarla. Aunque finalmente la pisó.

No fue hasta el mediodía que bajó para dar la noticia al personal de la casa. Tan sólo con ver su aspecto de cadáver adivinaron el que se encontraba tumbado arriba. La cocinera, una andaluza muy graciosa que empezó a santiguarse enseguida, llamó al cura. Rosita parecía desconsolada, secándose la cara con un pañuelo, al fondo del salón, con un plumero en la otra mano. "Puede que sea el polvo", pensó Milton, que apenas podía articular palabras.

 

Ido, de pie, en el funeral. Junto a las tumbas de su padre y de su mujer. Un hoyo fresco para Ciro Fasolino. Tierra removida, llantos plañideros, la sentencia de la desesperanza. Un adiós que resonaba haciendo eco; de cada labio y de cada gesto. Todo tan inútil...

—¿No cree que Dios merece equivocarse? —le había preguntado al padre Harlan poco antes de oficiar.

—Dios no se equivoca, Milton.

"Pues al infierno con él...".

 

Antes de que bajaran el ataúd blanco al fondo, una mujer viuda del pueblo se desmayó. Una inmune sensación de parafernalia le inundaba. Todas las veletas de este mundo no se ponen de acuerdo.

Comenzaron a echar rosas blancas sobre el féretro. Milton arrojó la caja de música, que hizo un sonido metálico al aterrizar sobre la tapa. Después empezó a sonar la melodía de Scheherazade, la aventura del príncipe Calender, algo acelerada. "El mecanismo se ha roto".

El padre Harlan reprobaba aquellos ademanes tan heterodoxos, casi injuriosos a la fe. Pero al fin y al cabo, él nunca perdería un hijo. No que él supiera. Después de aquel día, la vida de Milton Fasolino se reducía a soportar intentar conciliar sueños imposibles, escuchar el parte, hablar de política en la taberna del pueblo y pasear por los cerros que rodeaban la aldea.

No quiso saber nada de viudas, como le daba a entender de vez en cuando el padre Harlan. Se sabía acabado y quería asumir la situación en toda su extensión. Rechazó regresar al Ministerio. Sentía que su sitio era ese, el que tantas veces había esquivado y que había terminado por arrebatarle lo más importante. Cada nube, cada foto amarillenta de su familia. Cada cuchillo de la encimera, junto a la cesta de las patatas... A veces es difícil seguir vivo.

 

Algunos días bebía un poco más de la cuenta. Salía de la taberna abrazadito a sus recuerdos, más pesados si cabe, y temía que terminaran por arrastrarle por una cascada imaginaria rumbo a un cubo lleno de cristales. Arrastraba los pies por los piensos, por las huellas del arado, y finalmente por el camposanto; meta inexorable de sus pasos. Luz apagándose de otro día irreconocible, sin anécdotas.

Frente a sus tumbas, un enorme ciprés, que aunque absurdo, no había visto antes. Ya la cara de la luna asomaba en un cielo todavía azulado. "Dios pinta siempre lo mismo", le dio por pensar.

 

Un rumor le llegó al rato de estar de pie. Una musiquilla que no tardó en reconocer, que se abría paso desde las profundidades. La caja de música. ¿Era posible que siguiera funcionando? No, no lo era. A no ser que alguien la hubiese cogido y dado más cuerda. Ciro Fasolino llevaba seis meses allí abajo, así que le adjudicó otro milagro a un Dios ahora mejor, más humano, y se fue tambaleando, a la puerta del cementerio.

Maravillado, cenó en silencio. Tenía una certidumbre nueva. Que algo bueno sucedía al fin y al cabo. Que no todo estaría perdido.

 

El padre Harlan ofició de nuevo. Las malditas fiebres estaban arrasando el pueblo entero. Un nuevo brote que comenzaba a esquilmar hasta a las vacas. Pensó que ya era hora de pedir un traslado. Pensó en Milton Fasolino, ahora enterrado junto al resto de sus huesos. Pensó en las cenizas que han sido innecesarias. Y una débil música pareció regalarle los oídos. Una melodía dulzona, casi inaudible. Imaginaciones.

Un rostro de cerámica sonriente. Sobre él, un montón de cruces. A dormir.


       


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