Milton Fasolino había tenido suerte hasta
entonces. Siempre viajando lejos, siempre ausente, siempre ninguneando
pensamientos y cerrando los ojos sin poder dormir. La vida esconde escalpelos.
Apenas recordaba el silbido de las bombas que les echaban encima aquellos
canallas que terminaron por enterrar a medio morirse. Sin embargo, insomnio.
La respuesta de todos sus males.
Así se fueron marchando todos los que le rodearon en la retaguardia; el
soldado continuaba en trincheras de nogal mientras su mujer se deshacía entre
las sábanas. A veces la rueda empieza a girar y no hay forma de pararla. Las
ojeras que seguían a cada conversación telefónica comenzaron a notarse, a
merodear las distancias más remotas.
En cuestión de un año casi toda su familia había sido pasto de unas
fiebres quejumbrosas y miserables que bebían el agua de las personas. Que
bebían personas.
Cuando el padre Harlan le avisó de que el pequeño Ciro Fasolino también
sufría de los temblores, Milton hizo definitivamente la maleta, abandonó el
despacho de la Secretaría General y montó en el tren rumbo a los pastos del
Norte.
Los viejos raíles de un país que respiraba su sangre, la ruina del
paisaje y un hijo al final del camino, un niño tosiendo llamas, le hizo
palpitar el corazón más de lo que un barracón puede conseguir.
A su lado en el banco de madera, a modo de asiento, una anciana de velo
autóctono y raído, pelo blanco a horcajadas y dientes de bisutería. Todo
parecía estar mal puesto.
La mujer parecía descansar en un duermevela equilibrista. "Quédate
conmigo", parecía susurrar a los perros cuando entornaba los ojos.
Muchas horas más tarde, interminables, horas de chimenea incómoda, el
tren llegó al apeadero, apartado y verde que cubría un sol lánguido y
convaleciente, a través de cientos de pequeñas hojas de nombre
impronunciable. Un mosaico desapercibido.
No tardó en presentarse en su casa. La criada, Rosita, una cría poco
mayor que Ciro Fasolino, le abrió las puertas de doble hoja con ceremonia
aprendida.
—¡Señor Milton! —exclamó—, no nos avisó de que iba a venir...
—¿Dónde está Ciro? —contestó el patriarca, dejando sombrero y
maleta en el suelo.
—Arriba, en su cuarto. Está con el doctor y el cura.
A Milton Fasolino le temblaron las rodillas ante semejante congregación de
personajes novelescos en su propia casa.
—Retírate —le dijo mientras comenzaba a subir las escaleras.
La habitación del pequeño Ciro estaba decorada a su gusto. El papel
pintado, el telescopio americano que valía más que el resto del pueblo, el
cactus de Almería, libros en inglés (siempre decía que sería embajador), y
una cama de matrimonio musulmán.
Y sobre todo, la caja de música del abuelo.
Y un nuevo olor a muerte que sobrepasaba todas las cosas y se filtraba más
allá de las cortinas de cretona. Las caras del padre Harlan y del doctor
reflejaban su grasa y su pesimismo. "No pasará de esta noche",
parecían decirle con los ojos. "Aprovéchela".
—Buenas tardes —saludó empero el médico, tendiéndole una mano fofa
llena de venas y pecas, fláccida y sobrealimentada.
—¿Buenas? —contestó el aludido, sin querer tocar aquella mano.
Con temor reverencial antiguo, se aproximó a la cama, tan sólo para ver
que su hijo se desintegraba. De hecho llevaba al cuello la banda de la
extremaunción. Su rostro demacrado, consumido por las altas temperaturas que
lo asediaban sin cuartel, como aquella cuadrilla de rojos, años atrás.
—Resiste —le dijo, cogiéndole de la mano—. Aguanta como hizo tu
padre.
La noche resultó larga. A solas con Ciro Fasolino, como fue su deseo, los
dos juntos intentaron apartar a una muerte inmediata que como de costumbre, no
quiso esperar más de la cuenta. Al llegar el alba los cuerpos se contraen. El
alma de Ciro no cupo más y salió volando rumbo a un paraíso hipotético.
Quizás patético.
La caja de música seguía sonando. El bailarín seguía dando vueltas
mientras el niño dejaba de respirar. Un rostro de cerámica sonriente,
danzaba y hacía movimientos mecánicos, un rito. El postrado no bailaría
nunca.
Milton Fasolino tampoco lo haría. Tenía una túnica de lágrimas y un
vacío dentro para siempre. Por primera vez veía morir a alguien. Hasta
entonces había conseguido apartar la vista a tiempo. Como cuando el sargento
le descerrajó la cabeza a aquellos presos que intentaban huir de Valencia.
Él disparaba sin apuntar. Así no se sentía tan culpable.
La mano de su hijo comenzó a enfriarse. Tanto, que llegó un momento en
que parecía mentira que alguna vez hubiera estado caliente, que hubiera
podido moverse y estrechar otras. Siguió llorando un buen rato. Ahora sí que
estaba solo. Desnudo, un fracaso de hombre. Le sobraban todos los años del
mundo. Le sobraban todas las victorias porque tamaña derrota sin paliativos
le hacía sentirse un gusano. Los pájaros comenzaban a piar. Los pájaros
comen gusanos. La banda del padre Harlan estaba caída en el suelo. Le costó
esfuerzo no pisarla. Aunque finalmente la pisó.
No fue hasta el mediodía que bajó para dar la noticia al personal de la
casa. Tan sólo con ver su aspecto de cadáver adivinaron el que se encontraba
tumbado arriba. La cocinera, una andaluza muy graciosa que empezó a
santiguarse enseguida, llamó al cura. Rosita parecía desconsolada,
secándose la cara con un pañuelo, al fondo del salón, con un plumero en la
otra mano. "Puede que sea el polvo", pensó Milton, que apenas
podía articular palabras.
Ido, de pie, en el funeral. Junto a las tumbas de su padre y de su mujer.
Un hoyo fresco para Ciro Fasolino. Tierra removida, llantos plañideros, la
sentencia de la desesperanza. Un adiós que resonaba haciendo eco; de cada
labio y de cada gesto. Todo tan inútil...
—¿No cree que Dios merece equivocarse? —le había preguntado al padre
Harlan poco antes de oficiar.
—Dios no se equivoca, Milton.
"Pues al infierno con él...".
Antes de que bajaran el ataúd blanco al fondo, una mujer viuda del pueblo
se desmayó. Una inmune sensación de parafernalia le inundaba. Todas las
veletas de este mundo no se ponen de acuerdo.
Comenzaron a echar rosas blancas sobre el féretro. Milton arrojó la caja
de música, que hizo un sonido metálico al aterrizar sobre la tapa. Después
empezó a sonar la melodía de Scheherazade, la aventura del príncipe
Calender, algo acelerada. "El mecanismo se ha roto".
El padre Harlan reprobaba aquellos ademanes tan heterodoxos, casi
injuriosos a la fe. Pero al fin y al cabo, él nunca perdería un hijo. No que
él supiera. Después de aquel día, la vida de Milton Fasolino se reducía a
soportar intentar conciliar sueños imposibles, escuchar el parte, hablar de
política en la taberna del pueblo y pasear por los cerros que rodeaban la
aldea.
No quiso saber nada de viudas, como le daba a entender de vez en cuando el
padre Harlan. Se sabía acabado y quería asumir la situación en toda su
extensión. Rechazó regresar al Ministerio. Sentía que su sitio era ese, el
que tantas veces había esquivado y que había terminado por arrebatarle lo
más importante. Cada nube, cada foto amarillenta de su familia. Cada cuchillo
de la encimera, junto a la cesta de las patatas... A veces es difícil seguir
vivo.
Algunos días bebía un poco más de la cuenta. Salía de la taberna
abrazadito a sus recuerdos, más pesados si cabe, y temía que terminaran por
arrastrarle por una cascada imaginaria rumbo a un cubo lleno de cristales.
Arrastraba los pies por los piensos, por las huellas del arado, y finalmente
por el camposanto; meta inexorable de sus pasos. Luz apagándose de otro día
irreconocible, sin anécdotas.
Frente a sus tumbas, un enorme ciprés, que aunque absurdo, no había visto
antes. Ya la cara de la luna asomaba en un cielo todavía azulado. "Dios
pinta siempre lo mismo", le dio por pensar.
Un rumor le llegó al rato de estar de pie. Una musiquilla que no tardó en
reconocer, que se abría paso desde las profundidades. La caja de música.
¿Era posible que siguiera funcionando? No, no lo era. A no ser que alguien la
hubiese cogido y dado más cuerda. Ciro Fasolino llevaba seis meses allí
abajo, así que le adjudicó otro milagro a un Dios ahora mejor, más humano,
y se fue tambaleando, a la puerta del cementerio.
Maravillado, cenó en silencio. Tenía una certidumbre nueva. Que algo
bueno sucedía al fin y al cabo. Que no todo estaría perdido.
El padre Harlan ofició de nuevo. Las malditas fiebres estaban arrasando el
pueblo entero. Un nuevo brote que comenzaba a esquilmar hasta a las vacas.
Pensó que ya era hora de pedir un traslado. Pensó en Milton Fasolino, ahora
enterrado junto al resto de sus huesos. Pensó en las cenizas que han sido
innecesarias. Y una débil música pareció regalarle los oídos. Una melodía
dulzona, casi inaudible. Imaginaciones.
Un rostro de cerámica sonriente. Sobre él, un montón de cruces. A
dormir.