Se trata de colocarte
bien sentado frente a la botella.
Comportarte con ella
como si fuera tu novia
el día que la vas a desflorar,
esperando la reticencia,
el jugueteo,
la secreta sonrisa,
no todo es lineal,
no es comprarte la botella y listo.
¡No señor!
Pensá como si fuese
una nena y una mujer
en el mismo cuerpo
rutilante de botella.
Mitad nena, mitad mujer.
Pero todo mezclado,
nunca se sabe cuándo.
Y eso es lo lindo.
Se trata de poner
música suave,
luces tenues
—pensá que nunca más
vas a vivir otra oportunidad como ésta—
candelabros de plata si es posible,
como en el fondo te gustaría
que te la hicieran a vos
¿me comprendés?
Te pido que pienses, por ejemplo,
en los bailes románticos
—vos que siempre fuiste a una disco—
nada de violencia, ni ruidos,
ni menos que menos, tristeza.
Como si esa palabra no existiera,
como si no fuera una emoción humana
¡borrala!
Imaginate vos,
cristal con vino
(no importa qué cosa sea ese vino)
y pensá en alguien
que te quiera tomar
¿cómo te pueden hacer
para que no te resistas?
Saber que una botella
gusta de ser intocada y
—al mismo tiempo—
también gusta que la tomen,
que la abran,
que la deseen,
sueña con el metal
introduciéndose en su corcho,
loca sueña que la fuerzan.
Te repito:
pensá, por favor,
pensá en una mujer nena-mujer.
La conversación, estudiada.
Miradas de costado
y luego girar suavemente tu cabeza
y otra vez mirar.
Después, mucho después,
tocar la botella,
se permite con excitación
pero no demostrarlo,
ser coherente con el plan,
saber que te va en ello la vida,
y nada, disfrutar así
hasta el último momento.
Tener en cuenta detalles:
el aparato para abrir la botella
debe estar de antemano allí:
si llegaste a esa instancia
todo paso en falso frustra el vino,
en el triste caso
que lo puedas llegar a tomar.
¡Más te vale no jugar con el desencanto!
Saber que
—los antiguos lo sabían—
el dolor y el amor difieren
sólo en una lógica trivial,
por eso toda vacilación
al introducir el metal
para liberar la ruta del vino
—que duele ¡duele!—
es llegar a lo intolerable,
muestra de torpeza,
camino de aficionado.
¡Idiota!
Podrías lastimar el cuello,
mínimos cristales rodarían
por fuera y por dentro,
el vino ya ruin por tu culpa
no sirve ni para consumo
de las guarangas del bajo,
los jueces
—luego de que todo ocurra, por supuesto—
se molestarían y deberían tomar decisiones
y tus familiares deberían explicar
y ser tenidos por menos en tu pueblo,
es mejor mudarse antes que eso,
las piezas de hotel
siempre fueron aliadas
de hombres como vos.
Hijo mío,
si tu labor alcanzó la sutileza,
la conclusión debería ser
de sano provecho,
de tranquilas preguntas
en el suave adormecimiento.
Pero para ello debes
—con infinita delicadeza—
con la palma extendida
tomar la botella
como quien toma una jeringa
—con infinita ternura—
como quien toma una biblia
—con infinita conciencia del acto—
como quien toma un elixir
—con tacto infinito—
como el creyente toma
el cuerpo níveo y farináceo
mutado en dios escondido pero poderoso
—con infinito respeto—
dejar tu reflejo en el vidrio,
encontrar otros ojos en él,
llevártelo a la boca y
—antes del estertor,
anuncio de la muerte—
tragar, tragar.
Este poema recibió mención de honor en la Bienal de Mar del Plata (1998).