Probamos un gran pesimismo en cierta poesía de
hoy. Pero cuando no es posible flirtear con ideas de celebración, como lo
pudo haber hecho Walt Whitman o Saint John Perse, el oficio del poeta
enfrentado a su realidad se torna más oscuro y difícil cuanto más
coherente.
Tal es el caso de Carlos Barbarito, cuya obra, de un tono bíblico
peculiar, no tiene, sin embargo, los consuelos del poeta de los Salmos.
El ojo de Barbarito, fragmentado en visiones como espejos rotos, solo está
en capacidad de rendir cuentas de lo que percibe: un caos de cosas sin meta en
el universo. A veces hay belleza, pero en contraste con una atmósfera
trágica que es la res extensa del mundo, su fundamento y argamasa. Oprime en
sus versos un materialismo fatalista que expresa la idea incurable del
deterioro cosmológico, no como crueldad del tiempo, sino como mácula de
nuestra propia existencia.
Materia de la poesía de Barbarito es la desilusión, pero una desilusión
tratada sin solemnidad, ni filosofía. El poeta argentino traduce de la
cotidianidad el tono específico de toda una época. Le bastan los elementos
más simples para hacerlo: "Y el aire y el agua se empobrecen, pierden
altura y medida...". Un recuento sensorial y doloroso acaba por llevar al
creador a una búsqueda sin asidero: "Golpeo y no hay respuesta, / manos
y manos, manchadas de musgo, / hollín y herrumbre". Por doquier la
impureza es signo visible de la civilización que ha oscurecido y
desacralizado el mundo. La culpa entreteje toda la naturaleza y le confiere
esa textura de intensa corrupción humana.
Barbarito, en consonancia con la tradición poética de que el hombre y la
mujer se han perdido a sí mismos, es el cantor melancólico de cómo esa
pérdida se percibe en cada acto y expresión viva del entorno. Vientos que
barren cenizas, frutos perforados, mujeres que orinan sustancias de miedo, el
deseo sin pellejo, el amor cercado... ¡La vida vive una pesadilla y todo es
engranaje de una equivocación desastrosa!
Con toda esa desesperanza, el verso de Barbarito es consistente: no se
refocila en el dolor como el de Vallejo, sino que lucha contra su propia
perplejidad, buscando empecinado la misma claridad secreta que arrojan, tal
vez, las preguntas impotentes que le lanzamos a "ese error instalado en
el mundo".