I
Es mi pueblo
un sueño en un viaje,
ave de paso.
Haikú
La alfabetización trajo al barrio La Gomera cuartillas para aprender,
faroles chinos para alumbrar y maestros provenientes de todos los rincones de
las provincias que, al partir, dejaron a los viejos contentos de poder leer el
periódico, a las mujeres felices de poder contar el salario del marido y a
las muchachas gravitando entre suspiros y secretos.
Alicia fue un ilegítimo fruto de aquella época de aprendizaje y
evolución. Un callado advenimiento que sorprendió hasta a su propia madre,
la cual sólo tuvo conciencia de lo que ocurría al sexto mes del embarazo. El
descubrimiento había ocurrido un poco tarde para pedirle cuentas, o el
apellido, al brigadista coautor del hecho, que a esas alturas había puesto
pies en polvorosa y en el polvo no había dejado ni huella, ni dirección
dónde encontrarle.
Con el espacio vacío en la foto de familia, vino Alicia al mundo un
veintisiete de enero por la noche; eran las once y cuarenta y cinco pasado
meridiano, para ser exactos. Pero fue inscrita un día después. La Gomera
cómplice se puso de acuerdo para adelantar todos los relojes, desde el que
ornaba el campanario de la iglesia, el de la recepción del hospital, pasando
por los despertadores de todas las casas y los de todas las leontinas. Todos
marcaron la llagada del nuevo día por adelantado. Gracias al cuarto de hora
que el barrio le había robado al tiempo, La Gomera en pleno partió a
inscribir a la recién nacida el veintiocho. Por nacer el mismo día que
Martí, a Alicia le entregaron la canastilla gratis como era costumbre desde
la neocolonia.
La niña y los ajuares le parecieron a Fefa, su madre, un regalo de reyes
con unos días de atraso. Fefa, con sólo 15 años, no sabía por qué las
malas digestiones y los vómitos, que había padecido durante nueve meses, se
habían transformado en aquella cosa roja y arrugada, tan distinta a las
muñecas de pelo largo y pestañas postizas con las que había jugado; aquella
pelotica enana que, además, pedía desaforadamente prenderse de sus senos,
perturbaba el orden con que la inercia balanceaba sus días y contradecía su
creencia del cuento de la cigüeña que vuela sobre el barrio y deposita los
bebés en la puerta de la bodega y de la panadería, razón por la que siempre
se le oía comentar a las viejas entre pencazos y tabacos apagados: ¡Ja,
esa es hija de bodeguero y aquél es hijo de panadero!
Alicia pasó toda su niñez jugando a las casitas con su mamá, y, a
diferencia de Belén, su madre no le permitía escaparse al solar de la
esquina, ni jugar con Serafín o confiarse a nadie más que a ella,
explicándole con agudeza: "Debes tener cuidado al besar a un varón en
la boca, porque luego del beso uno pierde la cabeza y mientras flota en los
celajes, el sinvergüenza aprovecha tu alelada percepción, te pone una
criatura microscópica en el vientre, que crece y se desarrolla sin advertirte
de su presencia, mientras que el otro, después de la cabronada, se
desentiende de la cosa y se va".
Alicia la escuchaba consternada; ella, en quinto grado ya, había aprendido
todo lo concerniente a la reproducción de los mamíferos, y de súbito se
sentía la hija de un extraterrestre. No obstante, adoraba jugar con su mamá.
Fefa poseía el olor de una niñez eternizada y pueril, una bondad silvestre,
al tiempo capaz de cultivar el carapacho necesario para enfrentar los ciclones
y sus tejas rotas, los hombres y sus intenciones primarias y las colas
interminables de los cines el día en que pasaban una buena película. Desde
la época de la alfabetización conservaba una aversión pronunciada por la
lectura y todo lo que sonara a aprendizaje y, de otra parte, encontraba mucho
más natural jugar al que cocina, al que lava y cría un niño, que a asumirlo
fuera del juego. Alicia asumió su inmadurez como un ensalmo contra la falta
de imaginación y una diferencia ostensible para con sus amigas, quienes no
habían sido traídas al mundo por una niña y vivían en el terror del
universo adulto.
La Gomera, que las vio vivir la vida al ritmo de un bolero, fue siempre un
lugar insalubre, un archipiélago de leyendas poco frecuentables. Un barrio
con postes carcomidos por los bichos y desagües tan anchos que, para
atravesarlos, la gente construyó barcas con gomas de tractor y usaban para ir
de compras cámaras infladas y salvavidas rusos que eran expropiados a los
buques del puerto.
Cuando las instituciones competentes decidieron urbanizar el lugar, los
constructores de Obras Públicas vinieron a rellenar los charcos de gradilla,
pero al instante se dieron cuenta que ninguna casa tenía fosa y el trabajo se
haría mucho más largo y costoso de lo estipulado, lo cual les obligó a
demorar indefinidamente su terminación, postergándola de plan quinquenal en
plan quinquenal. Las calles también comenzaron a ser rehabilitadas, pero como
eran los mismos obreros para ambos trabajos se quedaron empezadas. Los
terraplenes, que en unas semanas se había llenado de lomas de arena,
tractores sin ruedas y los primeros despojos del Plan Tareco, después de
estas semanas de transformación se quedaron varados durante treinta años en
el mismo estado.
Alicia creció en una calle sin terminar. Toda su vida fue marcada por este
incidente. De ahí en lo adelante, le pareció que todo estaba siempre por
concluirse, por hacerse, por terminar. Su pensamiento se adormecía en
semimetáforas y perifrases inacabadas, entre inapetencias e híbridos que
decoraban la realidad para evitarla en la sustancia miserable con que la
percibían sus ojos. El mundo era un gran escarnio de fragmentos que purgaban
por la coherencia, sin lograrlo. La vida era la continuidad de una lucha por
un acabado que se deslizaba siempre hacia las líneas engañosas del mañana.
Para Alicia la vida era una calle sin terminar, desertada y a riesgo de no ser
nunca retomada. Su cuerpo mismo parecía inconcluso, sus ojos vagos y siempre
apuntando hacia la vastedad que asusta, la boca demasiado estrecha para las
cucharas de aluminio, sus manos demasiado pequeñas para abrazar las espaldas
de los nadadores y fisioculturistas del lugar.
Al principio, cuando el estanque de los trabajos comenzó a perpetuarse,
los más viejos deploraban el reguero lamentable en que les habían dejado un
lugar por el que, si bien no tenía asfalto y postes nuevos, uno podía
caminar con los ojos cerrados en las noches oscuras. Para Alicia y los demás
chiquillos de La Gomera aquello fue un festín. Era como si todo el barrio se
hubiera convertido en un parquecito infantil con canales para deslizarse,
bolas de hierro donde esconderse y objetos que lo mismo servían para jugar a
los bandoleros que para hacer un combo. Allá en el barrio de Alicia, con la
clemencia y la inclemencia del tiempo, las lomas de arena se cubrieron de
hierba, los postes retoñaron, las carcazas de los tractores sirvieron de
asiento y de soporte a las consignas del mes, mientras que los residuos del
Plan Tareco eran poco a poco recuperados por los mismos que los habían tirado
a la calle.
La Gomera se quedó olvidada detrás de las pilas de piedras, del otro lado
de la zanja, como cortada del nuevo rumbo social; y sus habitantes se fueron
acostumbrando a esta especie de marginación involuntaria, que les permitía
saltar los trabajos voluntarios, fue dando pie a un reglamento interno, leyes
comunitarias autóctonas, autogobernación del territorio e incomunicación
con las autoridades.
Por estas razones se acentuó la mala fama del lugar, que cierto informe
oficial catalogó de "barrio con alto riesgo de peligrosidad". Dicho
título trajo consigo que, por ejemplo, el transporte colectivo empezase a
dejar a la gente a cien metros de la parada y en la orilla opuesta del
desagüe, y que los taxis no se aventuraran a más de nueve cuadras, pues,
corría el ruido de que cuando uno entraba a La Gomera en carro salía sin
gomas, que los niños andaban en cuero por la calle y la gente no trabajaba
por quedarse a ver Tanda del ayer y jugar dados en los mediodías
fogosos. Se decía que existía un tráfico interno de pantallas de televisor
para criar peces, que las viejas vendían los callos de las manos para
sembrarles y que nacieran árboles de pesetas; que todo el lugar estaba
infectado de curanderos, palicheros, portadores de armas y alcohólicos que se
habían vuelto realmente anónimos, porque de tanto tomar no recordaban ni su
nombre.
Verdad que, a pesar de la crisis general seguían existiendo, en el borde
de la fosa común, un pelotón de cámaras de autos disímiles, ruedas de
tractor y de otros vehículos, que a pesar de la escasez de piezas de
repuesto, los niños se hacían patines con cajas de bolas y brillaba algún
televisor entre los apagones alimentado por un acumulador de auto. Cierto era
también que, si uno se detenía a observar el barrio desde el lado opuesto de
la orilla, podía distinguir mesas de juego en medio de la calle en horario de
trabajo, oler la coronilla a las seis de la mañana y ver los culos tostados
de los muchachos que, sin ningún escrúpulo, se bañaban en las aguas
podridas del canal y se divertían echándole sal a los sapos que explotaban,
inflados, recordando el estampido de un revólver.
Allí, del otro lado, se quedó la vida suspendida como una chiringa de un
cable de la electricidad, sin que Alicia descubriera una puerta diminuta
detrás del escaparate o atravesara el azogue de un espejo para hallarse entre
conejos completamente histéricos y cartas que decapitan al menor estornudo.
Ignorando que en su nombre rondaba el fantasma de Carroll, llegó a la
adolescencia y su preocupación mayor fue el brote de sus senos que se
demoraban en formarse, y de los cuales ella se ocupaba acelerando su
crecimiento con hojas de savia y rellenando ajustadores con algodón para
disimular.
En su casa, mientras tanto, se preparaban a celebrar su entrada en la edad
adulta guardando los dos cortes de tela anuales y acumulando perlitas para
hacer aretes, zapatos del Cañonazo y veinte pesos por mes. De su lado, Alicia
cultivaba las uñas e iba al peluquero una vez por semana, dedicaba el tiempo
a coleccionar hebillas y moños, y por último, le dio por escribir libros de
versos de estilo un poco dudoso.
Mientras sus amigas se emancipaban perdiendo la virginidad en algo así
como "La Colchoneta Encantada", tendida en medio de naranjales
espléndidos, a los que partían escapadas de padres y tutores a descubrir los
brazos promiscuos de los elegidos por sus ojos verdes o su bicicleta nueva,
ella por el contrario, reservaba su frescura por pudor y por espanto. Debajo
del mosquitero había concluido, en sus insomnios, que los sueños se pierden
cuando se usan indiscriminadamente, que era inútil exponerlos a ese cabalgar
dentro del útero y luego verles remontar hasta la pituitaria resollando sin
aliento, heridos por la realidad afilada de la vida doméstica y los
desengaños, que mientras más ocultos, sanos e intocables se mantengan bajo
la piel, más dueño es uno del eje de su vida y de todas las vidas.
En las noches sacaba a relucir su virginidad y la envolvía en suspiros
como a un niño con frío, saboreando su lozanía y su puerilidad como el
mejor de los señuelos para el Príncipe de Añil. No soñaba, sin embargo,
con él, ni con otra cosa que no fuera el poder librarse del peso de sus
espejuelos, de la incomodidad de sus zapatos ortopédicos, de la tortura de
sus aparatos dentales y de la vergüenza del acné juvenil, para dejarles
intensos y curados saltar en busca del que, seguro, no sería un error, aquel
que haría de ella el Cisne de Alguien. Un cisne que sería, si no hermoso,
por lo menos virgen...
II
Fefa se quitó las gafas y tiró el vaso, profiriendo injurias de boxeador.
Puñetazos.
Media Gomera por la ventana.
Ojos ofuscados.
Patadas al fogón.
Zigzagueos.
Y un "Te voy a reventar" que retumbó como la sentencia de un
condenado en los pasillos de la muerte.
—Yo no lo quiero. No lo haré ni por la bata blanca, ni por su plata
oscura, ni por el pelo bien cortado, y menos, por el Sermón de Hipocrátes...
hipócrita, eso sí, que el juramento le entró hasta el oído exterior para
hacerle cosquillas y salió corriendo. No lo haré por su carta de turista,
con una foto donde nada más parecido a ñame prosaico y rubio. Yo odio el
amor pecoso y provinciano, aunque huela a una Italia de estatuas románticas y
fuentes musgosas. Yo no me caso con un médico, ni con un italiano, ni con un
dios: yo no me caso —dijo Alicia y tiró la puerta, dejando medio tuertos
los ojos imprudentes de la media Gomera asomada a la escena, jadeantes y a la
expectativa del desenfreno, a su madre con un trozo de tul blanco entre las
manos y la cara de un domador de circo al que se le escapó el tigre.
Ella ahora mujer soltera, al fresco amparo de su terquedad, de sus medios
proyectos, entre goletas de ilusiones y varios anillos de compromisos
quebrados, de los cuales guardó los anillos y una agenda organizada por orden
alfabético, había dejado atrás los herrajes que modelaron bastante bien su
cuerpo, y guardaba consigo, indomables de tanto vagar solos, todos esos
sueños que olían a fruta y ala demasiado ancha para el retablo de personajes
que la seducían sin la menor esperanza. Sueños que seguían de noche, bajo
el mosquitero, vigilando el espacio donde, antes, habitara su virginidad.
III
Después de la disputa, y durante dos semanas, Alicia se escondió en la
azotea del edificio para observar las tardes de postal barata echarse a rodar,
desagüe abajo, como el sol decapitado en un cuento de Babel. Naranjas y rosas
tiñendo la panza de las nubes, pájaros negros devorando los detritus que La
Gomera lanzaba a la zanja. El parpadeo melancólico del Bar Sofía donde, a
filosofar, entraban los hombres taciturnos luego del trabajo, del día perdido
en el portal con sus esquinas rotas.
El barrio, invadido por los tonos crepusculares y misteriosos, aliñaba su
sopa triste con olores de la ausencia criolla, se coloreaba las entrañas con
el tibio reposo de la tarde, se desalteraba como una mujer histérica en un
baño de espuma. Las calles prendían sus bombillos en alternancia y en sus
bordes surgía una línea discontinua y solitaria contorneando el laberinto de
nuevas prolongaciones y encrucijadas. Las pocas parcelas iluminadas dejaban
ver transitar a la gente entalcada, vestidos con la ropa de "salir",
que olían a violeta, a flores de campo. Los niños patinaban en la pequeña
plaza frente a la bodega.
Alicia, como un espectador de su propio reflejo, subía la escalera de la
turbina. Se volteaba y agitaba una mano con la solemnidad caprichosa del que
pretende perpetuar el momento, rodeándole de impulsos contenidos y lágrimas
ausentes, como signo de madurez y de confianza. Todo lo que viene será
para tu bien. Porque, hija, de lo que vas a escapar... Desde el
tanque del edificio decía adiós, con un pulso lacio propio, a lo que creía
era la resignación. Cerraba los ojos, la oquedad y la inercia soplaban como
una musiquilla proveniente del mañana, de los espacios posibles que no
lograba cernir ni confesar. Se dejaba arrastrar, se balanceaba, apenas se
concebía madura para ver la vida como el título del libro El vals
de los adioses. Las despedidas se inventaron para que engendren los
regresos; se decía, compilando las últimas gotas de optimismo. Se erguía y
en alta voz preguntaba: ¿elegir? Al parecer todo era cuestión de oportunidad
que se presenta y no de elecciones. De zarpazo justo en el momento preciso, o
algo así. Nada de ser o no ser, de hacer o no hacer. Había que tirar el
cráneo como los niños lanzan más allá de una tapia una pelota. Su fe
rebotaría, vendría cuando llegase el regreso.
Abajo, su madre hablaba al oído de una vecina mientras mostraba fotos de
Roma, vistas panorámicas de Palermo, y la manilla de oro embustero que
llevaba a la muñeca. Rosita, la vieja del 154, la escuchaba con los ojos
chorreando destellos del paraíso, retazos de una felicidad que, tal vez,
necesitaba ubicar en parajes nostálgicos y ajenos. Su madre sonreía
profundo.
Alicia la observaba con la misma consternación con que le escuchara años
antes hablar de sexo, como el que recita las primeras líneas de un manual
escolar, con la voz baja que recuerda la voz herida por la abstinencia
impuesta de un cura de parroquia; con la simulación de un dolor hincado a la
manera de una flecha en un corazoncito de graffiti dejado en un baño
público, imagen cursi y a la vez tierna que acompaña la sombra de un nombre
que persigue, que se encarna en cada padrastro, al cual su madre la obligó a
llamarles papá.
Alicia bailaba con las dudas, mientras el barrio se hundía en la noche
espesa, en las formas ondulantes y esquivas del horizonte más allá de las
aguas malolientes del canal.
Abajo, su madre, ahora con sus ovarios secos y toda la fe, la suya, quizás
también la de su vecina, la de sus amigos, la de La Gomera, volcada en un
viaje probable, en un encuentro de folletines, no con el amor, ese tan ausente
como el dinero, ese tan engañoso como la trampa cubierta de hojas tiernas y
gajos verdes de la esperanza, sino con el concilio, con la oportunidad.
La oportunidad que no tuvo, que no tiene, su madre, la vecina, los amigos, La
Gomera...
Y la misma tristeza con que se viera compensando el vacío pueril de su
mamá, derivando en su añoranza, tiñó el paisaje de siempre, las calles de
siempre, ese atardecer que podía llevarse consigo a cualquier sitio, que
podía recrear hasta el final con los ojos cerrados.
IV
Fefa se quitó las gafas, tiró del bolsillo un pedazo de papel higiénico
y resolló.
Media Gomera en el aeropuerto.
Abrazos.
Ojos consternados.
Zigzagueos y refrescos para nivelar con los demás viajeros y las familias
y amantes enrojecidos por el llanto y el tinte de la Coca-Cola.
Carritos de carga, y Fefa sin detenerse a respirar, repitiéndose como una
consigna.
—...cuídate, no fumes, come y revisa el saco para ver si no se te queda
nada, ¿el pasaporte? Acuérdate de las medicinas de Pablo y el aparato del
asma para tu tía, el número de teléfono de la familia allá, cuida de
Salvatore que mira lo buen hombre que es... llama cuando llegues, manda dinero
cuando puedas, abrígate cuando bajes del avión, no salgas sola ni de noche,
no hables con ningún desconocido...
Desde la escalerilla, Alicia levantó una manita blanca y dijo adiós con
un gesto de ecuanimidad mal dibujada y una alusión bien conocida. Se sentó y
miró las volutas de fuego, el chisporroteo de los reactores y los farolillos
enanos que entre las orlas de nubes y el telón de árboles y palmas se
perdían en el óvalo de la ventanilla.
Cuando el avión despegó, Alicia supo que las alegrías eran como una masa
de nubes en las que se penetra para dejar sobre el suelo las vicisitudes y
olvidar.
Después de La Gomera, el mundo anchuroso le pareció un secreto oído
detrás de una mampara. Algo, alguien, ridículo, vestido con un traje
usurpado, ostentando un triunfo de alquiler, paseándose, torpe, por los
corredores aéreos, por andenes desiertos, pidiendo se le devuelva un tanto de
vida, de veracidad.
La Isla era de golpe un signo, un lagarto que olía a violeta, a flores de
campo, que se tornaba recompensa a buscar entre las engañosas baladas de la
nostalgia. La Gomera era una escama, imperceptible desde el cielo, desde donde
el lagarto se desplazaba, deslizándose con la sinuosidad de los reptiles,
hacia las puertas ya anhelas del regreso.
Abajo, se perdían las palmas, los sueños, ella era el plantón
indispensable de un archipiélago de leyendas poco frecuentables, el eslabón
superior de la cadena de Darwin que abandonaba sus dudas, sus pasiones, para
socorrer las de otros y sustentarles. Abajo desaparecía, como de un viejo
dibujo, La Gomera con sus calles inconclusas, con su por-venir eterno. En
ella, su madre detenida, mirando al fondo del cántaro donde colocó su foto
para que naciese leche, con la oportunidad atada a la distancia que ésta
cuesta, prendida de una carta, de un paquete postal.
Abajo, las imágenes iban hundiéndose en un hueco de frío, con nubes de
vientres descoloridos. Alicia las perdía, despacio, sin que les volviera a
ver.
En Palermo, el invierno variaba los matices del atardecer. Pensó. Nunca
había visto un árbol deshojarse, menos aún, nevar...
V
El parque es un mapa mundi. Un mundi pequeño, un mundillo. Desde
las plantas sembradas para que alternen sus floraciones, del rojo framboyán
al amarillo pálido del heliotropo y el carmesí encendido de los rosales,
hasta la postura de quienes lo frecuentan. Allí sólo el aire les mezcla.
Nadie va hacia el sitio del otro, ni siquiera los pájaros se posan sobre la
rama equivocada. Hay espacios, predios para el vendedor de píldoras para
flotar, y para el que flota sin necesidad de ellas, transportado por el aleteo
de sus pestañas postizas, y un banco "del Loco Andrés" que sabe
provocarse una afasia y hasta un infarto por tal de que le regalen dos
pesetas, al lado de los otros desquiciados bateadores que en jerga particular
discuten como si de la pelota surgieran las respuestas más esenciales del
cómo llevar la vida; sí, como si en ello se fuera las suyas. La plaza posee
dos rondas de bancos alrededor de una glorieta amplia, con una verja labrada.
Al centro, una mujer cuyos pies de mármol se llenan de totíes y laureles de
mierda de paloma. Y más allá, ocupan el espacio otras mujeres que ya no
tienen otra cosa que eso en el cerebro, en el saco de marca y en cada ojo.
Alicia cerró los suyos. Sacó unas gafas como las de su madre del saco de
marca y aguzó el oído. A unos pasos de ella, los carretones hundían sus
ruedas en un bache y aceleraban para remontar Colón, pisando nombre y hombre,
con el trote injusto del caballo maltratado.
Contó tres, cuatro, cinco... doce pasos y estiró la mano hacia el
antebrazo del banco. Dejó su saya rozar la madera para luego desplomarse en
él. Levantó la tapa de su reloj y contó la hora tres, cuatro, cinco y doce
espacios.
La Gomera estaba al oeste y aunque no olía en hedor de las mortificaciones
verdes, que te quiero verdes, ni escuchaba las guerras a pedradas de
los muchachos, sentía el olor familiar de la tarde barriotera y bulliciosa,
la aglomeración de penas, alegrías y resacas alcohólicas.
Se echó hacia atrás y reposó la cara bajo la sombra fragante de un
almendro.
El hombre se aproximó con la cabeza metida en el bolsillo, husmeando como
si de él se le hubiera escapado lo que iría a decir.
Sin levantar la cara se presentó. Sacó un papel de una carpeta, que leyó
en alta voz a grandes zancajos y acribillando las palabras. Enojado y algo
petulante, intentaba pasar por locuaz y simpático.
Alicia ladeó la cabeza para esconderla toda bajo el almendro. Se quitó
las gafas, cubriéndose la cara con ambas manos.
Él se retorcía y se retorcía hasta que, con la lengua atribulada y
pegajosa, comenzó a explicarle que "...es culpa suya. Usted no debió
aceptar algo así. No será fácil comenzar una pelea jurídica en la que
usted gane algo sin que le digan que es mayor de edad y no debió casarse con
un desconocido ni por volar a Palermo ni por conocer Roma. Que si bien todos
los caminos conducen allá, según parece, si usted pierde sus ojos no puede
verle. No puede disfrutar de la oportunidad que es seguramente el
viajar, visitar sitios tan sugestivos como Italia, aprovechar de la nueva
cultura y de las ventajas que procura el desarrollo... No puede irse a bailar
a casa del trompo, porque usted gira y gira y entonces: ruinas circulares y
mucho vértigo que no conducen a ninguna parte, sino a volver a colocar el pie
sobre vuestra propia huella, ya vieja e inútil. Por eso es que ha vuelto; y,
como ha vuelto usted, no podremos hacer nada. Debió empezar por pelear la
cosa desde allá, donde seguramente también están muy avanzados en términos
de leyes. Ahora dicen que es un accidente, que usted estaba mareada, borracha,
que fue en un choque frontal con otro auto y en la urgencia que perdió las
pupilas en el golpe; y si bien se puede probar que no conduce, ¿cómo probar
que no es un accidente?, las cicatrices son perfectas, él es médico y creo
que un buen cirujano, usted es joven y tiene buena salud y recupera bien y las
leyes nuestras aún no están preparadas para proteger casos
extraterritoriales. Es vuestro marido y coincido con que es un miserable HP
que...".
Alicia levantó la mano y le invitó a callar. En el silencio, las
callejuelas angostas de alguna ciudad de edad indescifrable se entrelazaban
con las calles aún sin terminar de La Gomera, los atardeceres blancos del
invierno en Palermo se llenaban de rosas, de naranjas intensos, los cipreses
olían a almendro, las zanjas podridas chorreaban la vendimia, los pies de la
mujer de mármol sucio se entrelazaba con los de un ángel florentino sobre el
cual también se posaban las palomas. Y ella, que hasta hace nada creyó nada
poseer, lo recuperaba todo, dejaba de importarle el cómo la veían,
renunciaba a seguir el rumbo que habían tomado sus sueños inconclusos, no
atravesaba espejos, y la tarde estaba allí, en la azotea, seguramente llena
de azules y violetas, como en un lienzo.