Se abre lentamente hacia arriba un portón
metálico y automático en una calle muy transitada de un barrio cercano al
centro de la ciudad. Ni siquiera ha llegado a abrirse hasta la mitad cuando,
agachado, con un estornudo de por medio, sale Ricardo corriendo hacia la
derecha. "¡Cierren el portón!", grita antes de terminar de salir.
En su apuro, saca del camino a unos cuantos transeúntes distraídos y luego
patea una caja de cartón que incomodaba en medio de la vereda. Hace una
gárgara y escupe hacia la calle, sin detenerse ni un momento, mientras sus
pulsaciones se van acelerando y una escasa pero notoria sudoración empieza a
bañar su rostro. 38 grados, el sol ardiendo al máximo. Su reloj de pulsera
emite la musiquita habitual de cambio de hora, son las 3 de la tarde.
Llega a una esquina y le toca semáforo en verde, impidiéndole avanzar.
Espera el cambio de luz al lado de una señora mayor que lo mira libidinosa y
un canillita que vocifera los titulares de un periódico vespertino. Autos,
autos y más autos pasan veloces con su estruendo. Un taxi chiquito y
amarillo, al transitar por esa calle, riega una lluvia de papeles sueltos a
los que casi nadie les da ni la hora. Ricardo, mira para un lado y para otro,
impaciente, esperando que se detenga el tráfico, luego dirige la mirada a sus
zapatos y junto a ellos, debajo de una piedra, un pequeño papel semi-roto, de
los que acaban de llegar, le sonríe invitándolo a levantarlo. Sin espera, lo
alza.
"Un etusdio de una uverniadsid ilnguesa aguresa que uno pedue ecrsbiir
cmoo le dé la gnaa peus no iportma cmoo etesn amocoddaas las ltreas meinrtas
la prerima y la utmila etesn con el oedrn etsabelcido. Sgeun diecn, las
paalrbas son un tdoo que la mtene aiismla y odrnea por su ceutna. Un eemjlpo
de ello es etse ppeal que arhoa lees. Itneeratnse ¿no? ¡Y praa eso lo hcean
a uno etsiadur tntaa orgotrfiaa y gmaraitca! Atne esto, srgue sin ddua la
pegrutna: ¿Svrie praa aglo la edicucaon ocifail?"
Isabel y Andrés están sentados al borde de la calzada que queda en frente
de la moderna estación de buses de la ciudad, a poca distancia del centro.
Mucho ruido, mucha gente caminando de aquí para allá con sus boletos, sus
maletas, sus adioses y bienvenidas. Ella, con la mirada al vacío y los
pensamientos a varios kilómetros de él, hace bucles con su lacio y castaño
cabello. Él, pensativo y apenado, apoya su cabeza en el hombro de ella.
Ninguno de los dos dice una sola palabra. Que paradoja ¿no? Físicamente tan
cerca, pero tan lejos uno del otro. Mientras bosteza contenidamente, él mira
su reloj y despacito dice "ya es hora", "pucha, qué feo",
"sí, ¿no?", "sí, yo no quiero irme", "yo no quiero
que te vayas… ¿me vas a extrañar?". Ella no responde y piensa
"vos sabés que no te voy a extrañar", pero prefiere no decir nada
y le da un beso en la frente, acariciándole la cabeza con suavidad. Luego
quedan en silencio, inmóviles. Tristeza empiezan a respirar ambos. Una
lágrima lenta corre por su rostro, no la pudo contener. Siente que le aprieta
un nudo en la garganta.
Llega por fin Ricardo a su auto azul después de correr 3 cuadras. Mete la
mano al bolsillo y al sacar las llaves, las deja caer. Abre, intenta
encenderlo. Nada. Intenta 2, 3 veces más pero sigue sin prender la movilidad.
"¡Mierda! ¡Auto hijueputa, justo ahora te venís a joder!". Golpea
el volante de rabia. Sale como un rayo y grita "¡Taxiiii!".
Extendiendo la mano a uno amarillo patito que frena en seco y que al verlo, lo
reconoce al instante, registrando en su interior esa sensación de dejavú tan
particular. "A la terminal de buses, ¡volando, por favor!". Saca su
celular, marca apresurado y la contestadora le saluda con voz electrónica:
"El número al que usted ha llamado se encuentra apagado". Guarda el
celular, se limpia el sudor del rostro y extiende sus brazos sobre el pequeño
asiento trasero, tocando la punta de sus dedos con otro papel misterioso. Al
verlo, se da cuenta que hay 2 más. Los reconoce, uno tiene un pequeño
escrito de Eduardo Galeano, el otro es suyo. Sobretodo le llama la atencion
uno que esta doblado en 5 lados y en cada una de sus partes trae un pequeño
poema que esta escrito con su propia letra. Los poemas son de Mario Benedetti,
se los había regalado a Isabel la primera vez que se tomaron un café juntos,
un día antes de año nuevo, hace 1 mes. Los lee y una sonrisa ilumina su
rostro. Sus ojos negros chispean ternura.
"#1 - Quien pecho abarca, loco aprieta
#2 – Óyeme oye / muchacha transeúnte / bésame el alma
#3 – Me gustaría / mirar todo de lejos / pero contigo
#4 – Si me mareo / puede que esté borracho / de tu mirada
#5 – No quiero verte / por el resto del año / o sea hasta el martes".
Isabel y José se dan un largo abrazo, parados a escasos metros del bus al
que ya están subiendo los primeros pasajeros. Luego se separan y ella empieza
a buscar entre sus cosas el fólder en el que guarda papeles sueltos con
poemas, pensamientos y anotaciones varias. No lo encuentra. Remueve todo
buscándolo. Vuelven a la vereda y se agarra la cabeza, preocupada, recordando
que lo dejó en el techo del taxi, cuando bajaban su equipaje. Por los
altavoces de la estación se anuncia nuevamente que el bus de las 3:30 ya
está por partir. Isabel empieza a escuchar su nombre repetidas veces, como un
eco a la distancia que se escabulle por entre las cientos de voces y todos los
sonidos de la terminal que emiten un murmullo muy fuerte.
Ricardo la busca en medio de la gente, mirando para todos lados. Algunas
personas le tapan el paso. Pregunta a un chofer dónde es que sale el bus de
las 3:30. Corriendo nuevamente, se dirige al lugar gritando el nombre de ella,
por si llega a escucharlo. De pronto sus miradas se cruzan entre el tumulto y,
por un segundo que se torna mágico, se detiene el tiempo. La gente escucha el
griterío y se va abriendo rápidamente formando un pasillo entre ambos.
Corren al abrazo, locos de alegría. La gente mira de reojo el acontecimiento.
Ricardo saca del bolsillo los 4 papeles que logró salvar, "mira, bonita,
lo que me encontré en el camino". Se los pasa a Isabel que los revisa y
le lanza una mirada de agradecimiento de aquellas que hacen palpitar el
corazón con más fuerza. "Isabel, tengo algo que decirte…",
"¿sí?", dice ella con la voz entrecortada. José no entiende lo
que está pasando y con una cara de circunstancias se acerca a ambos y los
fulmina con sus ojos. Ricardo escucha en sus adentros su propia voz, "De
una vez, viejo. Es ahora o nunca".
"¡Se va el micro de las 3:30!", grita el chofer, mientras recibe
pasajes. Ya están casi todos los pasajeros en sus asientos. Por los parlantes
de la estación se escucha el último llamado para subir al bus. No muy lejos
de allí, en distintos lugares a la vez, muchos papeles con confidencias,
sentimientos y mensajes, revolotean por las calles. Algunos son leídos por
uno que otro curioso que no se resiste. Alguien, a escasos metros de José,
Ricardo e Isabel, dice en voz alta que ya son las 3:30. Un niño vendedor de
golosinas, con los mocos colgando, observa atento lo que sucede entre los 3.
Varias otras personas se despiden afectuosamente de sus seres queridos. El sol
ha perdido intensidad y la temperatura ha bajado a 34 grados. Nubes
algodonosas empiezan a cubrir el cielo y una cálida brisa baña
momentáneamente la ciudad.
Nuevamente se detiene el tiempo y todo el movimiento de la estación. La
imagen queda congelada.
¿Qué sucederá? Posibilidades, mil. No tengo certeza si terminarán
viviendo felices y comiendo perdices, pero lo que sí te puedo asegurar es
que, en segundos nada más, el rumbo de sus vidas cambiará imprevisiblemente.
Colorín, colorado, este cuento se ha terminado.