Harry Potter contra los piratas
Es innegable el poder del aprendiz de hechicero Harry Potter. Ya se había
hecho patente al convertir a su pluma mater, Joanne Kathleen Rowling, en una
de las mujeres más poderosas del planeta; ahora, en un inconmensurable
despliegue de magia, ha logrado hacer que diversos gobiernos se movilicen para
atender a la industria editorial en sus reclamos por efectivas políticas
antipiratería.
Dado lo espinoso del tema, aclararemos al lector desprevenido —que los
hay— que lo anterior es un simple sarcasmo. La lucha contra la piratería
editorial sería innecesaria si los gobiernos y los empresarios hicieran un
esfuerzo real por reducir la carga económica en beneficio de los
consumidores. Es decir, si los precios de los libros no hicieran de éstos
artículos de lujo, habría menos piratas editoriales.
Ahora que Harry Potter es uno de los productos más exitosos de la
piratería editorial, que no ha escatimado esfuerzos en reproducirlo en
verdaderas cantidades industriales, las empresas que imprimen y distribuyen el
libro en todo el mundo han iniciado una serie de presiones dirigidas a las
autoridades de cada país, a fin de que se tomen acciones contra quienes
copian ilegalmente el best-seller de Rowling.
Los reclamos de la industria editorial se basan en que quien vende o
adquiere un libro reproducido ilegalmente está incurriendo en un delito,
cuyas víctimas son el autor y la industria editorial. Al proliferar la
piratería de libros, son menos los libros auténticos que se venden, lo que
representaría pérdidas para la industria y para el autor.
Ahora bien, por regla general, los piratas editoriales sólo se ocupan de
reproducir libros con índices de ventas que les garanticen su subsistencia.
De la misma manera como un avezado delincuente no se molestará en robar cosas
sin valor, los piratas editoriales imprimen ilegalmente sólo los libros que
interesan a muchas personas. Copiarán a J. K. Rowling porque es un best-seller,
a García Márquez porque es un clásico. Ni Rowling ni el Gabo tienen
problemas de dinero y viven cómodamente gracias a las ganancias producidas
por sus libros. Nunca veremos a un pirata interesado en plagiar el primer
poemario de un poeta limeño ni los experimentos formales de una novelista
chicana.
Parece paradójico, pero los autores desconocidos tienen asegurados sus
derechos porque nunca serán pirateados. De hecho, luce más probable que los
derechos de los escritores en crecimiento sean menoscabados por editores
inescrupulosos que les ofrecen condiciones risibles para publicar sus obras.
Cualquiera que haya tenido contactos concretos con una de estas editoriales de
dudosa calaña sabe que ellas ofrecen al autor porcentajes minúsculos por las
ventas de una obra que, al fin y al cabo, si logra venderse, será en primer
lugar por el esfuerzo y la destreza literaria de quien la escribió.
Todo libro que se vende en el mundo proviene de una fuente bilateral: la
creación del autor y la inversión de la editorial. Aquella es intangible
(aunque no lo sean los beneficios que genera). Ésta supone grandes cantidades
de dinero por concepto de producción del libro. Las editoriales tienen
derecho a defender tales inversiones emprendiendo o estimulando acciones
contra la piratería, pero nos parece que sin la ayuda de las autoridades
será poco lo que puedan lograr.
La solución a todo esto se encuentra, muy a pesar de los entes actuantes
en el problema, en un esfuerzo conjunto entre gobiernos y editoriales. Pero no
sólo para perseguir a los elusivos piratas, lo cual representa una frágil
solución, sino además para ponerle al libro su precio justo. Los gobiernos
tienen el poder de favorecer y estimular las iniciativas editoriales por vías
diversas —desde exoneración de impuestos hasta participación efectiva en
campañas de lectura—; la industria tiene a su vez la posibilidad de
sincerar sus costos de producción.
Pero lamentablemente todo esto es sólo materia de utopía, lo cual tiene
muy contentos a los piratas editoriales.
Jorge
Gómez Jiménez
Editor
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"...debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de 'innovaciones formales' en la narración. Muy a menudo, la 'experimentación' no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar
—y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos". Raymond Carver, "Escribir un cuento". |