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Miguel Ángel Asturias.
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El lugar de la moderna novela
"exitista",
no rigurosamente exacto pero sí comprensivo, son los personajes, la
ciudad, la megalópoli industrial, las heterogéneas muchedumbres humanas, los
individuos solitarios, la fragmentación social y el peso agobiador de las
relaciones mercantiles; cuanto más el de la estética, por todas esas
dolorosas novedades de la vida urbana, alimentada directamente de la prosa
callejera, de elementos racionalistas, de desarraigos, frustraciones,
resentimientos, falta de perspectivas personales e historias de anodinas
gentes, y, tan luego como recursos, los diálogos insustanciales, prosaicos,
el monólogo interior, la dislocación de planos temporales, la simultaneidad
de espacios, la tenaz presencia del
"paternalista"
autor-narrador con lo alusivo a conductas enajenadas y psicópatas. Si algo
también incontrastable en esa novela de
"glorias editoriales y
periodísticas", salvo en muy contados casos, las aproximaciones a la
fantasía, aunque no rigurosamente exactas, en
"copias",
"recuerdos", "realidades psicológicas",
"facciones" y
"gestos" de criaturas, pero ni
rastros de impresiones en el cielo, los horizontes, mares, valles, ríos,
árboles, las montañas y mieses, ni siquiera escenas del sol y suelo patrio.
Novela, por tanto, de
"escritores de acción", sin
profundidad en el sueño y en la vaga idealidad sino en diálogos, discursos y
temas codificados por la vida social.
Pues entonces, que esa novela, por sí misma, ha de servir para interpretar
o revelar historias e idiosincrasias hispanoamericanas es, donde se la mire,
completamente falso. A cambio, merece atención, sobre todo del lector
familiarizado con el género, la novela de pasión fabuladora donde
acontecimientos y presentimientos narrados como si fueran un mito, sin
retóricas sentimentales ni el simple muestrario "geográfico
socioeconómico", pese a reparos de la simple cháchara de
académicos en una esquina y de críticos en una acera.
A pesar de ingentes esfuerzos de docentes e investigadores aún hoy se duda
del origen sociocultural y la fecha de nacimiento de la novela
hispanoamericana. Algunos, en mayor o menor certeza, lo atribuyen a 1923 con
la novela Fabla salvaje del peruano César Vallejo; otros a 1949 con El
reino de este mundo del cubano Alejo Carpentier. Por lo que fuere, una u
otra fecha en los comienzos de la novela hispanoamericana no han llegado a
convencer, aunque no por eso desestimarlas de plano, menos aun considerarlas
en simples ocurrencias de la crítica universitaria. Lo cierto es que el
principio de esa novelística habrá de buscarse en escritores
centroamericanos de la generación del 40 o, a lo sumo, de mediados de la
década posterior. No más.
Vaya uno de los casos, si no contundente, al menos digno de tomárselo muy
en cuenta para estudios posteriores sobre los orígenes de la novela
hispanoamericana.
Al guatemalteco Miguel Ángel Asturias (premio Nobel de Literatura en
1967), con justicia y sentido casi riguroso, se le atribuye el laurel de
novelista más mitológico en América, después de la cesación de las
llamadas literaturas precolombinas. En Hombres de maíz, novela sin
estética de denotación directa tampoco de abstracciones conceptuales,
Asturias sometió imágenes, metáforas, pasiones tropicales y valores
colectivos no individuales a significaciones mitológicas, a la oralidad de
las colectividades arcaicas de los pueblos tradicionalmente anónimos, al
telurismo y a las vivencias mágicas de sus antepasados mayas. Emprendimiento
que más tarde aclaró en el prólogo a su novela:
...el problema para mí no es escribir, el problema mío era
transmitir con lengua que no era propiamente mía imágenes,
conjeturas y sentimientos americanos de las cosas americanas.
Logró así la presencia del indio con sueños e imaginaciones; pero
también prodigiosas leyendas de este hombre de su tierra en trágica víctima
de la siembra, cosecha y comercialización del maíz:
El maíz sembrado para comer es sagrado sustento del hombre hecho de
maíz. Sembrado por negocio es hambre del hombre que fue hecho de maíz.
Es de verse en la novela al indio desgarrado, perdido, vilipendiado y hasta
vagabundo por obra de quienes trafican con su mayor sustento: el pan de maíz.
Varios desafíos al lector. Primeramente debe de absorber que el maíz es
para el indio de secreta vertebración de lo mitológico y ritual. Luego, la
materia narrativa, sin trayectoria lógica y coherente, ni entre los distintos
episodios ni en cada uno de éstos en particular, más bien ambigua y
fluctuante, con realismo directo, a veces fantástico. En adelante, la
obsesiva metáfora y los juegos retóricos.
A lo largo de las seis secciones de la novela, carne y huesos de mayas con
olor a maíz humedecido por la tierra y la lucha de la comunidad indígena
tradicional con ladinos pretendientes a transformar ese cultivo sagrado en
empresa comercial. Mayormente escritas con carga de lirismo, sensaciones
primitivas, figuras míticas y de confrontaciones de lo invisible con el
presente, de magia con la realidad; derroche de ornatos y contenidos, algo
nuevo en la literatura auténticamente indianista hispanoamericana. Desde ese
hervor literario más la plena conciencia en las formas antiguas mejores a las
del mundo moderno (ya en sus obras habían dado tenues muestras de iguales
asuntos el mejicano José Vasconcelos y el peruano Ciro Alegría y el
colombiano Gabriel García Márquez), escribió el 28 de febrero de 1928 en la
revista Ercilia, de Santiago de Chile:
Me vi en el dificilísimo trance cuando comprendí que los modelos de
la literatura castellana no me servían para interpretar el mundo que
anhelaba revelar. Luché tenaz y angustiosamente por encontrar un estilo
en que ese universo humano, tan original y complejísimo, pudiera ser
constreñido y transmitido. Creo que lo conseguí.
Ya en el comienzo, las nítidas voces con inflexiones y particularidades
gramaticales o léxicas del linaje indio mayense, además de registros
lingüísticos diversos. Voces hieráticas, sin rasgos sociolectales
significativos y como traducidas de un milenario idioma amerindio, pero
tampoco escasas, aunque no todas ellas, de cierto tufo hispano; así, por
ejemplo, la voz del "héroe mítico" Gaspar Illón
dirigiéndose a su esposa en "español-gutemalteco":
Ve, Piojosa, diacún un rato va a empezar la bulla.
Indios hablantes en español aunque con vocablos del dialecto ancestral, a
fin de que no dejasen de ser radicalmente "otros". Asturias,
quien ha leído sin cesar a Góngora, Lope de Vega y Quevedo, "americaniza"
hasta la extravagancia la lengua española; razón de que se le llamara
formidable mensajero de las colectividades indígenas centroamericanas y del
no menos humanismo de la España barroca del Siglo de Oro. De ahí, "Reflexiones
peruanas sobre un narrador mejicano", donde Asturias da rienda suelta
a su compromiso con la lengua de sus ancestros:
...en cuanto elevar mediante ella con carga española, más arrolladora
expresión de mitos y símbolos, el lenguaje del alma nacional y del
primitivo pueblo guatemalteco a la más alta categoría artística.
Ciertamente, le ha venido de auxilio todo el instrumental literario durante
sus años de aprendizaje en bibliotecas, museos y universidades de España
como de Francia. Ya de regreso a su patria, 1929, hubo de mezclar ese
instrumental con el sentimiento maya, o, de otra manera, con el mundo que
poseyó e hizo propio. Se sumergió de lleno, no con ojos de etnohistoriador
ni de antropólogo, menos aun de sociólogo, en los anónimos textos Popol
Vuh (según la tradición ha sido escrito por un indio maya durante el
dominio de la Corona hispana sobre América Central) de prosodia y conceptos
imaginarios o surrealistas, Chilam Balam con cantos sagrados de los
indios nahuas del sur guatemalteco, o Chumayel y en demás antiguos
documentos precolombinos. Lecturas donde hubo de empaparse de mitos y
simbologías indígenas en correspondencia con códigos naturales y
sobrenaturales, tan válidos como el pensamiento mecánico y racional.
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José María Arguedas.
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Necesario recordar que un segmento importante de la novelística
hispanoamericana es ideológico-artístico con particularidades, más o menos
agudas, en la milenaria cultura indígena. Dentro de ese contexto, la obra del
peruano José María Arguedas, adelantado a sus jóvenes colegas de la década
del 50 con narrativa de signo cosmopolita y social, más convincente en la
evocación de los reductos europeizantes que en los barrios periféricos
limeños (J. Ribeyro, M. Vargas Llosa, E. Congráins, O. Reynoso, entre
otros). Pocos como él han sabido acercarse con ensimismada añoranza a la
comunidad indígena y al paisaje andino; por caso,
Todas las sangres,
publicada en 1964, dos años después
A nuestro padre creador Tupac-Amarú,
con registros quichuas en el arcaísmo, lo
"antiurbano" y
"andinismo"
como en drástica oposición a los desencuentros étnicos entre peruanos:
...el peruano es un individuo quechua moderno; peruano que
orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio. Al
inmenso pueblo de los señores hemos llegado y lo estamos removiendo con
nuestros himnos antiguos y nuevos lo estamos envolviendo. Hemos de lavar
algo las culpas por siglos sedimentados en esta cabeza corrompida de los
falsos huiracochas, con lágrimas, amor o fuego. Hemos de convertirla en
pueblo de hombres que entonen los himnos de las cuatro de nuestro mundo,
en ciudad feliz, donde cada hombre trabaje, en inmenso pueblo que no odie
y sea limpio.
Aun así, ningún texto narrativo sobre la situación pluricultural en el
altiplano como El zorro de arriba y el zorro de abajo (1969), donde la
vida en zonas absolutamente indígenas como económicas y políticas en la
costa peruana es relatada en el mismo sentimiento de las voces de quechuas.
Novela con palabras poéticas, eufóricas; discurso vasto, voces bíblicas,
populares y proféticas, exaltaciones y celebraciones. El zorro de arriba
(alturas andinas o Andes en general) es la connotación de la pobreza; el de
abajo (los valles interandinos o la costa al Pacífico), la abundancia o
riqueza. El de arriba, bastante contagiado de las creencias cristianas pero
sumergido de manera muy encarnizada en la religión pagana; el de abajo, ateo
y materialista, sin nada a favor en sentimientos trascendentes. En cuanto la
lengua, oral, cautivante; propia de un mundo de hombres guerreros, mitos,
dioses, animales, abismos, caminos y acontecimientos como únicamente sentida
en cuentos quechuas por famosos narradores indígenas. No desmesurados los
adjetivos y adverbios; frecuentes los párrafos en suspenso, y constante la
presencia de dos niveles referenciales: la cultura andina de cosmogonías,
magias, mitologías y utopías, más la de costeros o "blancos" nutrida
del racionalismo europeo. Otro eje vertical, el clamor de la raza india a un
Perú socialmente unido en las costumbres y la lengua quechua de los
ancestros. En el final, la voz del indio leyendo, ante el pequeño retrato del
"Che" Guevara y un crucifijo, la epístola de San Pablo sobre la
imagen revolucionaria del Hijo de Dios.
No es aventurado decir que tanto Asturias como Arguedas han sido los
primeros sacerdotes en describir plenamente la sojuzgada vida de indígenas
hispanoamericanos al imperio del racionalismo económico y del "pensamiento
único" en tiempos modernos. Es como si ellos debieron de sentirse
aludidos en que la esperanza ha de irrumpir desde el mundo de los pobres.