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Y conmigo se fue todo lo bueno

jueves 16 de junio de 2016
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Marco Tulio Cicerón

Ten siempre presente esto: si no se cura el alma, cosa que no se puede hacer sin la filosofía, nuestras desdichas no tendrán fin.
Cicerón, Tusculanas

No le voy a decir a usted que de joven, porque no fue así. Fue siendo ya bien mayor cuando comencé a sentir un cierto interés por Cicerón. Me intrigaba este hombre. Tanto que con el paso del tiempo se acrecentó mi interés por él.

—¿Por alguna razón especial? Aunque bien pensado no hace falta nada del otro mundo para interesarse por alguien, y más por un autor clásico, ¿no le parece?

—Mi interés por él nació de una futilidad, de algo aparentemente sin ningún interés. Y tal vez no lo tenga.

—A veces las cosas sin importancia nos sirven para adentrarnos en terrenos peligrosos o fértiles. Ya sabe: por un clavo se perdió una herradura, por la herradura…

Una mañana, siendo ya mayor, casi al borde de la jubilación, me acordé de aquella vieja lectura de Cicerón. Y recordé lo que entonces me había planteado sin darle más importancia.  

—En mi caso le diría que la intriga me sirvió, en un principio, para leer el buen latín de Cicerón. Leí y releí muchas de sus obras. Ahora bien, lo que es el problema que me preocupaba, no he conseguido solucionarlo. Tal vez porque no tenga solución.

—O porque a veces nos empeñamos en buscar respuestas complicadas a situaciones sencillas.

—Sí, tal vez tenga usted razón: algo de eso hay. La cuestión es que ya no recuerdo en qué curso de la carrera tuve que leer las famosas Catilinarias. He de confesarle que me costó mucho leerlas, y siempre con el diccionario en la mano. Pero aun así, fueron infinitos los ramalazos de belleza que me llegaron. No obstante, tuve que dejar al buen cónsul romano, pues en la carrera había más autores, más trabajos y más preocupaciones.

—¡Vaya! ¿Y cómo volvió a él?

—Misterios de la vida. Una mañana, siendo ya mayor, casi al borde de la jubilación, me acordé de aquella vieja lectura de Cicerón. Y recordé lo que entonces me había planteado sin darle más importancia.

—La vieja mano de nieve que pulsó la cuerda.

—Es una forma muy gráfica y bonita de explicarlo, desde luego. Aquella mañana no tenía ganas de levantarme, y le aseguro que no soy nada perezoso. Pero, sea por lo que fuere, me quedé en la cama. Y allí, como me sucede de vez en cuando, comenzaron a brotarme los recuerdos, las viejas ensoñaciones, añoranzas, tristezas… son momentos un poco duros, pues siempre tiendo a ver mi vida, tanto al anochecer como al amanecer, como un verdadero fracaso.

—¡Vaya, por Dios! ¿Y cómo la ve al mediodía?

—Al mediodía sencillamente no pienso en mi vida: siempre tengo cosas que hacer o libros que leer. Lo terrible viene cuando se me cansa la vista o no tengo ganas de hacer nada.

—No obstante, de vez en cuando es bueno estar así, sin hacer nada, reflexionando aunque uno no sea consciente de ello.

—Sí, no se lo discuto. Y sin duda fue para quitarme el mal gusto de boca por el terrible análisis que estaba haciendo de mi vida aquella mañana, cuando comencé a pensar en el pobre Cicerón, que tuvo una vida mucho más interesante y desgraciada que la mía. Me acordé entonces de la lectura que hice de las Catilinarias, de lo mucho que me impresionaron pese a que, y lo sigo creyendo, no entendí casi nada. Recordé que no comprendí entonces que aquel hombre tan inteligente, que escribía tan bien, fuera, al mismo tiempo, tan sumamente reaccionario. Terminología de mi juventud.

—¿Creía usted que todas las personas inteligentes tenían, o tienen que ser progresistas? Es una idea un tanto peregrina de la que han sido víctimas unos cuantos.

—Sí, así lo creía en aquel tiempo. Es, me parece, una típica necedad de juventud. O una de tantas. La otra surgió de pensar que una persona que hubiera tenido una buena educación, es decir que hubiese pasado por la universidad, no podía ser una persona deshonesta, mala o perversa.

—¡Dios mío! Pero ¿en qué mundo vivía usted? ¡Vaya idea!

—En el país de la fantasía, de los ensueños, del quiero y no puedo… No se ría usted. Sí, reconozco que es cosa de risa… A mí, por las mañanas, me dan un poco de pena y lástima aquellas reflexiones… He tenido varios pensamientos de ese calibre durante muchos años. Eso explica algunas de mis actuaciones que, como usted se puede imaginar, estaban preñadas de una falta total de madurez.

—No creo que eso tenga más importancia. No parece que le haya ido mal en esta vida. Y, además, tenemos que aprender a ser un poco indulgentes con nosotros mismos. Por si le sirve de algo, recuerdo que a los pocos días de haber defendido mi tesis doctoral, releí un capítulo de la misma, y me horroricé de la cantidad de errores que descubrí en él… Fui corriendo a buscar al director de la tesis por si cabía la posibilidad de reescribirla. Éste se rió, y me dijo que, en esta vida, uno tiene que aprender a vivir con sus propios errores: cualquier persona que se dedique a escribir, a investigar, a indagar, se equivocará; nunca llegaremos a la perfección. Eso sí, en sucesivos trabajos, corregí los anteriores errores. Y cometí otros, por supuesto.

—Eso es lo que tiene de malo la vida: no se puede corregir nada.

—No estoy de acuerdo con usted. Una persona que se haya equivocado, y sea consciente de ello, y le haya dolido su error, podrá equivocarse en otros aspectos de su vida, pero raramente volverá a caer en el mismo hoyo. Hablamos de sentimientos profundos, no de futilidades.

—También puede darse el verdadero sentimiento no en que uno ha cometido un error sino en que los demás no han sabido apreciar su actuación y por eso la cuestionan.

—No estoy seguro de entenderlo muy bien.

—Tal vez sea este el caso de Cicerón: se ha cometido un claro error. Pero de ese error, según la perspectiva de quien lo cometió, se ha derivado un claro beneficio, al menos para su forma de pensar. Y toda su vida, este hombre estará orgulloso de su actuación, máxime cuando son sus enemigos quienes se lo reprochan.

—Si no lo entiendo mal me está usted hablando de la condena de Catilina por parte de Cicerón. Una condena a muerte que, si recuerdo bien, se hace sin juicio previo. Cosa ilegal en aquella Roma republicana.

—Efectivamente, aunque a quienes ejecutaron fue a los seguidores, que no a Catilina. Pero no es eso lo importante ahora, lo importante es que vuelve a plantear el viejo problema: ¿las leyes están escritas para cumplirlas o para saltárselas cuando nos conviene? Es una pregunta arriesgada, pues la respuesta le costó la vida a dos personas importantes, a Sócrates y a Tomás Moro. Ninguno de los dos quiso obviar las leyes, y lo pagaron con su vida. Cicerón sí que se las saltó.

—¿Y qué opinión le merece a usted la actuación de estos personajes?

—Si quiere que le diga la verdad, no sé qué decirle. Está claro que los dos, Sócrates y Moro, fueron coherentes con sus ideas; pero hay ideas que, me parece, es imposible llevarlas a la práctica. Por ejemplo, Tomás Moro no está de acuerdo con la pena de muerte, ni con la guerra. Dice y sostiene que en los mandamientos, y él era un ferviente creyente, se dice “No matarás”. Y si ese mandamiento nos lo saltamos cuando nos interesa, guerras justas, condenas a muerte, etc., igualmente nos podemos saltar los otros. Ahora bien, ¿qué hacer si nos atacan y nos quieren matar?

—¿Poner la otra mejilla? A Moro no le falta razón, no podemos saltarnos las leyes; pero ¿acaso no es eso lo que se ha hecho toda la vida? Analice usted cualquier situación, y verá cómo enseguida parece que las leyes se han hecho para los débiles, para aquellos que no pueden eludirlas ni escapar de ellas. Los poderosos tienen otras normas. O aunque sean las mismas a ellos se las aplican de forma más laxa, menos contundente. Aunque a veces da la impresión de que no es así, de que hasta los poderosos caen en la tela de araña.

La historia, demasiado a menudo, da la impresión de ser los dientes de una sierra: igual estamos arriba del diente, que en lo más bajo de él.  

—Tal vez porque esas personas no son tan poderosas como se creían. Y los verdaderamente poderosos los aprovechan, de alguna forma, para que sirvan de ejemplo. La norma, sin embargo, sigue siendo la impunidad. No obstante, hay un viejo refrán que dice que el abuso trae la cuenta. Y aquí se ha robado tanto, se ha abusado tanto de la gente, se han hecho tantas tropelías, que, al final, ha reventado el globo. Pero no creo que eso vaya a cambiar nada. La historia, demasiado a menudo, da la impresión de ser los dientes de una sierra: igual estamos arriba del diente, que en lo más bajo de él. Y entendemos por evolución el camino que va de la cima a la sima, y de la sima a la cima, pero nunca abandonamos los dientes de la sierra.

—¿No cree usted que ha cambiado el hombre desde los tiempos de Cicerón? Resulta un poco desalentador oírlo. Aunque no crea usted que yo soy un optimista. No lo soy. Me he acordado ahora de una discusión que tuve con un viejo amigo. Este era gran admirador de las armas. Y un día me dijo que a través de éstas se podía ver la evolución del hombre. Las guerras —me dijo— cada vez son más humanas: antes una espada, una lanza, una bala lanzada por un mosquete, podía dejar al enemigo cojo, manco tuerto, imposibilitado para ganarse la vida, condenado a la miseria. Ahora lo mata directamente. Y no se hacen esclavos.

—Algo similar me dijeron a mí también: que las guerras se habían humanizado con el paso del tiempo. Antes, cuando el hombre era más bestia, masacraba a las poblaciones; luego, más humano, las esclavizaba. Y las llevaba a trabajar a las canteras, o a las minas, o a picar túneles para hacer acueductos, o a remar en los barcos de guerra… ¿No vale más una muerte rápida que semejantes situaciones? Yo, al menos, prefiero más un tajo rápido que una muerte lenta picando piedra.

—No sé qué decirle. Dicen que mientras hay vida hay esperanza…

—¿Esperanza de qué? ¿De seguir viviendo? ¿Para qué? Aldeas y pueblos destruidos, parientes y amigos asesinados o esclavizados vaya usted a saber en qué parte del mundo, la vida rota…

—Nos hubiera usted privado del acueducto de Segovia, entre otras cosas.

—Seguramente hubiéramos podido vivir sin él. Hay millones de personas que viven sin haber oído una sinfonía de Beethoven. Y éste, al fin y al cabo, no masacró a ninguna población para hacer su música.

—Esta conversación no nos lleva a ninguna parte. Las cosas, para bien o para mal, son como son, y nada podemos hacer para cambiarlas. Me refiero, por supuesto a las cosas del pasado. No por ello renuncio a él, desde luego. Creo que se debe conocer la historia a fin de evitar caer en los mismos errores. Ya sé que es una utopía. Intuyo lo que me va a responder: que, al menos, debería conocer la historia toda la población. O, en su defecto, quienes la rigen. Y éstos no brillan por su inteligencia ni por sus conocimientos.

—Tal vez sí que tengan conocimientos. Y esto me permite volver al principio de nuestra conversación. Tal vez sí que tengan conocimientos, como sin duda los tenía Cicerón; pero esos conocimientos no los utilizan para el bien común sino en provecho propio y en el de una determinada clase social. Y si esa clase es, como en el caso de Cicerón, una clase a la que se aspira con ansiedad, a la que se llega, y dentro de la cual se ocupa el máximo cargo, ya tenemos todos los ingredientes para hacer de él un conservador. Quiere permanecer en la cima a la que ha llegado por sus propios méritos, de lo cual siempre estará orgulloso, y de la cual no quiere ser desplazado. ¿Hay algo más humano?

—Sí, el fracaso. El fracaso. El fracaso bien asumido nos humaniza… Pero Cicerón, creo, nunca reconoció su fracaso. Luchó hasta el final por lo que él creía que era la forma de gobierno perfecta, por la república, sin percatarse de que los tiempos habían cambiado, de que Roma ya no podía ser gobernada como hasta ese momento, por un grupo de terratenientes en contra de toda una población… Y esa obcecación, pese a su machacona insistencia en que había salvado al estado, la traída y llevada conjura de Catilina, le costó la vida.

—Hoy en día ya no suceden esas cosas.

Estoy convencido de que parte de la honestidad de algunos políticos surge a través de las denuncias de los periódicos.  

—No, desde luego. El puñal y el veneno han quedado relegados, pese a lo cual Cicerón permanece muy vigente. Hay un fragmento de uno de sus discursos, releídos estos días, que me ha hecho sonreír; me ha recordado a los políticos de hoy, aunque a la inversa… Me explico: el problema que yo me planteaba, ¿cómo una persona inteligente y sabia puede ser políticamente un reaccionario?, es, si me lo permite, una tontería. Me vino bien como excusa para releer algunos discursos de este viejo cónsul romano. Fíjese en lo que fue capaz de soltar delante del senado a su regreso del exilio, cito de memoria:

Conmigo se fueron las leyes, las pesquisas, los juramentos de los magistrados, la autoridad del senado, la libertad y hasta la fertilidad del trigo, todas las inviolabilidades de los dioses y de los hombres, y todos los cultos.

Como puede observar cuando partió hacia el exilio se llevó todo lo mejor de la sociedad romana.

—Es indudable que el hombre estaba orgulloso de sí mismo. Creo que hoy ningún político se atrevería a decir algo semejante. O a la mejor lo decían, pero desde luego sin ninguna justificación. ¿La tenía Cicerón?

—No creo. Tales palabras, sobre todo por eso de la fertilidad del trigo, a veces me han sonado a pura ironía. Lo sea o no, imagino que en su época semejante discurso sonaría como una enorme baladronada, o como cosas de Cicerón. Y no solamente sonaría así para sus enemigos. No lo sé. Creo que si actualmente algún político se atreviera a decir, públicamente, conmigo llegó la injusticia, la falta de ley, la ley del más poderoso, el consentimiento para los corruptos cuando éstos sean de los míos… nadie se extrañaría de oír semejantes palabras, aunque sería recriminado por los suyos.

—Tal vez nadie se extrañara del discurso, pero sí del hecho de pronunciarlo: no estamos acostumbrados a la honestidad.

—Tal vez porque no la hay. Estoy convencido de que parte de la honestidad de algunos políticos surge a través de las denuncias de los periódicos. Imagínese lo que sucedía cuando no había periodismo.

—La vida sería más aburrida. O tal vez no: se murmuraría, se especularía… Pero no habría dimisiones. Entre otras cosas porque no existían en aquellos tiempos.

—Quedaba el recurso del puñal y del veneno.

—Es cierto. De verdad, ¿usted, visto lo visto, cree que hemos progresado?

—Me pone usted entre la espada y la pared. No sabría decirle… Aunque Cicerón era partidario de la filosofía.

Vicente Adelantado Soriano
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