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El peso del pasado

jueves 4 de agosto de 2016
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Soldados, no cometer ningún error en asuntos importantes escapa a las posibilidades humanas; pero cuando nos equivocamos, aprovechar nuestros fracasos como lección para el futuro es propio de hombres nobles y sensatos.
Plutarco, Vidas paralelas, Fabio Máximo.

Tras la cena, antes de retirarnos cada uno a nuestras respectivas habitaciones, doña Paquita me preguntó, cogiéndome del brazo y llevándome por uno de los solitarios pasillos, si tendría inconveniente, al día siguiente, en alejarme de la residencia, irme con ella al centro, quedarnos a comer allí, acompañarla a comprar libros y meternos en algún lugar donde pudiéramos hablar tranquilamente. Accedí a todo, por supuesto.

—Hay unas cuantas cosas que me gustaría comentar con usted —me dijo deteniéndose ante la puerta de su habitación.

—Mañana —le respondí— pasamos el día juntos, y me comenta todo cuanto usted desee.

Ambos dormíamos muy poco, así que a la mañana siguiente nos vimos pronto. Salimos hacia el centro con el autobús, compramos libros y discos, paseamos, comimos en un elegante restaurante, y nos fuimos a una solitaria y cómoda cafetería. Y fue allí donde doña Paquita comenzó a plantearme sus cuitas del momento.

—Nada importante —dijo a modo de prólogo en cuanto nos sentamos—. ¿A usted —me preguntó— no le asaltan ideas de vez en cuando de que toda su vida ha sido un verdadero absurdo? ¿Un fracaso? —añadió con un dejo de timidez.

¿No tiene usted la impresión de vez en cuando de que el pasado no ha existido, de que es una invención nuestra?

—Muy a menudo —le respondí—. Y me sucede eso con tal intensidad que soy capaz, si no lo corto a tiempo, de provocarme verdaderas depresiones.

—Ya. Pero yo no me refiero solamente a la vida personal —comenzó a matizar—. Me refiero a que, a menudo, sobre todo en las largas noches de insomnio, pienso en la enorme cantidad de tonterías que hemos dicho, perdón, que he dicho, en mis clases. Este recuerdo me atormenta. A veces tengo la impresión de que no he hecho más que lanzarles tonterías a los alumnos, que no les he enseñado más que necedades cuando no mentiras o absurdas teorías.

—Tenga en cuenta —le dije— que nosotros, como los políticos, nos pasábamos todo el día hablando. Es normal que hayamos dicho más de una tontería, a pesar de que contábamos con el libro de texto, y de que nos teníamos que ceñir a él.

—Yo no lo utilizaba. Prefería prepararme las clases por mi cuenta y riesgo; pero, claro, tenía que valerme de otros libros, de otras historias; y con ellas iba componiendo mi propia historia. Y al mismo tiempo que la componía se me iba deshilachando. En una clase decía cosas de las cuales me tenía que desdecir al día siguiente o al otro, unas veces por falta de información, otras por seguir ideas y tesis equivocadas. Y ahora me parece que tendría que desdecirme de todo cuanto dije.

—Cuando algún alumno aventajado —dije tras un breve silencio— me preguntaba en clase las causas de la decadencia del imperio romano, o si era verdad que los romanos perdieron el imperio por dedicarse a la molicie, a comer como los griegos, por seguir todos los vicios de éstos, yo siempre les decía que tal vez eso influyera; pero que, en el fondo, el imperio romano se deshizo porque todo sistema político, creación humana al fin y al cabo, lleva en sí el germen de su propia destrucción.

—¿Y nunca ha dudado usted de semejante afirmación?

—De esa en concreto, no; de otras muchas, sí. Pero, ¿qué le sucede a usted? —le pregunté sonriendo—. ¿A estas alturas está revisando su vida de profesora?

—Sí, pero lo hago de forma involuntaria. Por las noches, o cuando menos lo espero, una voz, la conciencia si quiere usted, me acusa de haber dicho esto o aquello sin haberlo contrastado suficientemente. Me presenta todos los errores cometidos, todas las falsedades que he explicado como si fueran verdades incontestables. Y entonces tengo la impresión de no haber dicho más que tonterías en mis clases. Muchas tonterías.

—Olvídese —le dije—, la mayoría de sus alumnos ni le prestarían atención en su momento, ni se acordarán de usted ahora, ni de lo que dijo o dejó de decir.

—Ese me parece un triste consuelo.

—Pues me temo que no hay otra solución, a menos que vuelva a las aulas, vuelva a reunir a sus viejos alumnos y matice aquellas clases que, seguramente, usted recordará de una forma y ellos de otra muy distinta, y eso siendo generoso y concediendo que recuerden algo.

—Ha llegado usted a donde yo quería llegar. A veces un mismo hecho lo veo de forma distinta, es decir una clase de aquellos años me puede parecer bien explicada, o un verdadero desastre. ¿No tiene usted la impresión de vez en cuando de que el pasado no ha existido, de que es una invención nuestra? Si cada uno recuerda una cosa distinta, ¿no le parece que cabe preguntarse si la cosa como tal existió?

—Puede haber interpretaciones sobre los hechos —le dije—, pero creo que la existencia de los hechos mismos es incuestionable. Es decir, podremos lanzar infinidad de teorías sobre la caída del imperio romano, darle diversas y distintas interpretaciones; pero la verdad, la realidad, es que el imperio romano dejó de existir, o se transformó, si quiere, como las lenguas. Y sigue el mundo. Y seguirá. Por eso mismo no deja de darme risa cuando ciertos políticos tratan de agitar a la gente con el miedo a perder una lengua o una forma de hablar o una tradición si ganan estos o aquellos. ¿Y qué? Dejó de hablarse el latín, se transformó, y se han seguido creando grandes obras. ¿O no?

—No, a mí no me dan miedo ese tipo de cosas —me dijo sonriendo—. Nunca, aunque le parezca mentira, he sido una purista. O, al menos, eso creo yo. Fíjese, cuando comencé a estudiar la literatura del siglo XIX, la española, me llamó la atención que la gente inteligente del momento fuera afrancesada; esta gente, al parecer, estaba dispuesta hasta a renunciar a su propia lengua por mor de la libertad, o por salir del oscurantismo de la España del momento. Por eso había algo en Larra, y le confieso que me costó vencerlo, que me daba un poco de aprensión, lo mismo que en Jovellanos o en Goya… Hasta que me enteré de quiénes eran los llamados patriotas y leí lo que pretendía hacer el rey José I, o Pepe Botellas, con los conventos y los frailes de España, que eran legión. Lógicamente estos tonsurados fueron muy patriotas y se sublevaron contra el francés. Comencé a sentir cierta simpatía entonces por los gabachos. Aunque sólo fuera por el hecho de intentar abolir la Santa Inquisición. ¿Qué cree usted que hubiera pasado si los franceses se hubieran adueñado de España en 1802?

Tal vez, como ha dicho usted, es incontrovertible el hecho en sí, su existencia, siendo discutible, por el contrario, la percepción que cada uno tenemos de él.

—Pues que, evidentemente, seríamos distintos. Tal vez usted y yo estaríamos ahora hablando en francés. No lo sé. Pero sí que le puedo decir que los romanos invadieron la península antes que los franceses, se adueñaron de ella, los hijos de Viriato hablaron en latín, nos llenaron el país de calzadas, de acueductos y de muertos. Y aquí seguimos.

—Muertos siempre hay, bien sea por parte de unos o por parte de otros y por la de todos. No crea que Fernando VII, sentado en el trono tras la expulsión de los franceses, se quedó corto. Ni las guerras carlistas, entre hermanos, fueron menos feroces que la guerra contra los invasores.

—Y dígame —dije removiéndome en mi butaca—, si explicaba eso en las clases, qué problema había entonces o qué problema tiene ahora. No veo nada reprobable por ninguna parte, salvo que alguna persona nos puede tildar de poco patriotas por no enardecernos ante la idea de perder nuestro idioma, que, al parecer, es lo más sagrado que tenemos.

—No, no me refería a eso —me explicó—. Tal vez, como ha dicho usted, es incontrovertible el hecho en sí, su existencia, siendo discutible, por el contrario, la percepción que cada uno tenemos de él. Me refiero a que mi visión de los afrancesados cambió en cuanto comencé a leer sobre los que no lo eran, los guerrilleros, el cura Merino, el clero en general, etc. Y eso, el estudio de nuestro siglo XIX, tras largos años de estar diciendo, en las clases, una sarta de tonterías sobre Lope de Vega, Felipe II y el teatro nacional, me llevó a replantearme cuanto había dicho. Y a angustiarme: todo era falso, todo estaba teñido por la imparcialidad, por la carencia de información… Y eso, querido amigo, es lo que me angustia ahora.

—Mire, querida señora —le dije intentando consolarla—, hace años, haciendo ejercicios de latín, que no fuera latín clásico, di en leer a Juan Luis Vives, escritor renacentista, como usted sabe. Éste, en un libro, Las disciplinas, defiende que el magister debería ser un persona entrada en años, no contar menos de cincuenta primaveras, y no haber dejado de estudiar en todo ese tiempo. A mí me pareció una exageración, pero reconozco que Vives no deja de tener razón. A esa edad una persona ya está granada, ya ha tenido tiempo más que suficiente para analizar y criticar muchas cosas. Por el contrario, nosotros nos hicimos cargo de las aulas en edades muy tempranas. Era normal que erráramos. Cosa, por otra parte, querida señora, créame, que le tiene sin cuidado a todo el mundo. Pero hablar de esto sería meternos en harina de otro costal.

—Cuando ya de mayorcita —dijo como si no me hubiera escuchado— comencé a estudiar el mundo de los afrancesados, y de sus contrarios, me percaté de cuántas mentiras nos habían contado durante nuestra educación. Yo había intentado rebelarme contra esa educación. Y a veces, ¿sabe?, lo que juzgamos sentido crítico no es sino una rabieta mantenida a lo largo del tiempo. Un día, en una clase, en la universidad, dije, harta, que toda la literatura española era un verdadero panfleto, un panfleto descomunal en el que siempre se ensalzaba la monarquía, al poder… Existían excepciones, Fuenteovejuna, El alcalde de Zalamea… Pero luego, ya no recuerdo a santo de qué, comencé a estudiar la época de Felipe II y comencé a percatarme de lo difícil y complicado que tuvo que ser, en aquellos años, hacer una mínima crítica al monarca o la Iglesia. Y entonces Lope de Vega brilló con nueva luz, y ya no por Fuenteovejuna sino por La estrella de Sevilla, por los ataques a las muertes “ocultas” del rey. Y con él adquirió importancia aquel grupo de dramaturgos, la llamada escuela de Valencia, que llegó a plantearse la necesidad del regicidio ante ciertas situaciones. No, no era una cultura dirigida; no estaban al servicio de una idea, o no lo estaban sin criticarla. Sucede que las críticas eran sutiles, no podían ser de otra forma, la Inquisición estaba en pleno apogeo, y, a veces, se nos escapan.

—No veo que eso sea motivo para que usted esté deprimida. Sin ganas de entrar en más polémicas, no creo, sinceramente, que nuestros alumnos recuerden nada de lo dicho en las clases. Y si alguno lo recuerda, e investiga, dirá que en esto erró aquella profesora, o en aquello otro no tenía razón; pero nada más. No se haga ilusiones.

A veces nos cuesta mucho ver lo que tenemos delante de los ojos. Es difícil y complicado. No creo que tenga que amargarse por eso.

—Tal vez tenga razón. Pero no puedo dejar de darle vueltas: ¿cómo no se me ocurrió, por ejemplo, relacionar los decretos de José I con la feroz crítica que el Lazarillo hace del fraile andarín? ¿Cómo no relacionar las críticas de Larra con las más veladas de Lope de Vega o Guillem de Castro o Tirso de Molina?

—Porque a veces nos cuesta mucho ver lo que tenemos delante de los ojos. Es difícil y complicado. No creo que tenga que amargarse por eso. Ni, mucho menos, culparse.

—¿Sabe? —me dijo dibujando una media sonrisa—. Es usted un excelente amigo: siempre que hablo con usted, salgo reconfortada. Más de una vez me he preguntado qué hubiera sucedido si nos hubiésemos conocido de jóvenes.

—Nada especial. Yo, de joven, era bastante rígido y petulante. Sin duda, me hubiera despedido usted con cajas destempladas.

—No lo creo.

—Pues créalo, señora: a ser amable y educado también se aprende con los años. Así que no se extrañe de que muchos se mueran sin conocer a Lope de Vega, y más, muchos más, sin saber lo que es la educación y las buenas maneras.

—De todas formas —dijo levantándose—, creo que hubiera sido mejor que no me hubiera dedicado a la enseñanza.

—Es inútil quejarse: nada tiene remedio ya.

Vicente Adelantado Soriano
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