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Los posos del pasado

jueves 11 de agosto de 2016
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Isabel II de España
Isabel II de España (1830-1904). Caricatura publicada en la revista La Flaca (31 de julio de 1869).

Nuestros juicios están también enfermos
y siguen la depravación de nuestras costumbres.
Michel de Montaigne, Ensayos.

La conversación anterior con doña Paquita sobre su mal sabor de boca por algunas teorías mantenidas en sus clases, cuando era joven y profesora, me había dejado a mí un tanto triste. Debo reconocer que también yo, a altas horas de la noche, me despertaba de vez en cuando rememorando, de forma involuntaria, clases o charlas que no me hacían muy feliz. En mi caso, sin embargo, no era por haber dicho tonterías o falsedades en las aulas, como decía ella, sino por no haber sido más contundente en alguna que otra respuesta en charlas y exposiciones, y en la tesis doctoral, sobre todo en la tesis doctoral. A lo largo de mi vida académica participé en muy pocas ponencias, pero las veces que lo hice pude percatarme de que hay gente muy buena, investigadores y ponentes, y otras personas que, sin saber nada ni tener el más mínimo conocimiento de nada, la ignorancia es muy atrevida, osan cuestionarlo todo en público, y hablar de todo, sin duda por hacerse oír o por mostrar al mundo que están ahí y saben tanto como el que más. En un par de ocasiones, y en la lectura de la tesis, sobre todo en la lectura de la tesis, me tocó responder a individuos de esta calaña, y mi comportamiento ante ellos, lo veía ahora, al cabo de muchos años, fue como el de un tímido corderillo ante los dientes del lobo. Infinidad de veces me he arrepentido de haberme mordido la lengua, de haber sido tímido y educado cuando lo que me apetecía era ser grosero y maleducado ante tanta impertinencia y necedad ilustrada.

Vivimos en una sociedad totalmente hipócrita donde nadie reconoce sus propios errores.  

—Yo creo —me dijo doña Paquita en cuanto retomamos el asunto— que hizo bien en portarse de forma educada, y en no soltar exabruptos. Cierto es que la educación, a veces, puede pasar por timidez. No creo que sea su caso. Por el contrario la ignorancia siempre recurre al exabrupto, a la salida de tono, a la pura necedad. No está bien ponerse a su nivel.

—Sí, pero a veces también se cansa uno de que siempre sean los demás los que pueden decir lo que les apetece, sin límites ni miramientos, en tanto que los demás debemos ser sensatos, educados, etc.

—Lo comprendo —me dijo sonriendo—. Yo tenía un compañero que siempre comparaba a los alumnos, y a los padres, sobre todo a los padres, con los liliputienses: atacando con alfileres a Gulliver no lo iban a matar, ni a dañar, pero éste sentía los alfilerazos, le molestaban y, muy a menudo, le entraban unas ganas terribles de empezar a patadas con los liliputienses. ¿Y sabe cuál hubiera sido el resultado? Denuncias, expedientes y escándalos.

—Sí, tiene razón. Vivimos en una sociedad totalmente hipócrita donde nadie reconoce sus propios errores. No hay más que ver a los políticos endilgándose unos a otros las mismas necedades y tonterías de las que ellos son culpables. Es patético.

—Nada nuevo, querido amigo. Ya hace muchos años que un ilustre jesuita dijo aquello de que quien se burla tal vez se confiesa. Yo soy muy a dada a suprimir el tal vez de la oración. Pero, y se lo pido por favor, no hablemos de los políticos ni de política: no hay nada más pobre, empobrecedor y triste en este país.

—No es mi intención hacerlo. Es más, antes incluso veía en la televisión algún que otro programa de debate o las noticias. Ahora no veo más que películas o documentales. Es mucho más enriquecedor. Máxime teniendo en cuenta que los pobres políticos ni saben ni hablar ni tienen nada que decir. ¿Dónde está aquella retórica de los clásicos? ¿Dónde aquel Quo usque tandem..?

—Tampoco se haga ilusiones con respecto al pasado. Imagino que no todos en Roma serían cicerones.

—Seguro que no. Pero el tiempo siempre actúa como un filtro. Y nos deja, salvo excepciones, lo mejor de cada época. Seguramente habría mucho abogado trapacero… Recuerdo que uno tenía que defender a un cliente al que un vecino le había robado tres cabras. El picapleitos comenzó a hablar en la sala, y estuvo tres horas disertando sobre la guerra de Troya y sus héroes. El pobre pastor, desesperado, le preguntó que cuándo llegaba el turno de sus cabras.

—¿Y ha llegado su discurso? Seguro que no.

—No lo sé. Pero no creo que se haya perdido gran cosa.

—Eso depende. Usted sabe que hay gente muy aficionada a buscar y encontrar viejos textos olvidados, que vuelven a poner en circulación. Y que muchas veces están mejor en el cajón de los recuerdos.

—Sí, es cierto. He podido experimentarlo a menudo. Y, además, en carne propia. Ya de mayor he visto películas, o leído libros, que en su momento, cuando las vi o leí de joven, me gustaron mucho, me parecieron verdaderas maravillas, pero que ahora, al cabo de los años, se me caen de las manos.

—El tiempo no perdona nada. Es capaz hasta de destruir los más bellos recuerdos.

—Sí, no en vano hasta devoraba a sus propios hijos.

—¿Y eso le ha hecho tener una visión distinta de sí mismo?

—Sí, y me ha hecho reflexionar sobre otras muchas cosas. El contexto que rodea a la visión de una obra, por ejemplo. Es cierto que al volver a ver películas que vi de joven, o releer viejos libros, cuando éstos, ahora, se me han caído de las manos, me he preguntado muy a menudo cómo pudieron gustarme en su momento. Y muchas veces, a menudo, la explicación venía dada por el momento de la lectura o de la visión más que por mis apreciaciones estéticas. Es decir, por todo lo que hubo a su alrededor, y que nada, salvo en mi cabeza, tenía nada que ver con la obra.

—Está usted poniendo el dedo en la llaga. Ha sido la suya una larga disertación para decir cuán difícil es ser objetivo. Más que difícil a mí me parece imposible.

—Sí, eso son cosas que también se aprenden con los años. Al principio uno se fía de todo cuanto lee o estudia; pero más tarde comienza a percatarse de que los escritos, las historias, obedecen más a ansias que a realidades.

—De esta forma —me dijo sonriendo— nunca termina nuestra labor de investigación. Pero eso, querido amigo, no sólo sucede con los historiadores, por muy objetivos y honestos que traten de ser. Sucede incluso con nosotros. Esta conversación me está trayendo a la mente el recuerdo de algunas lecturas de don Miguel de Unamuno. ¿Lo ha leído usted?

—Sí, algo he leído de él. Fue un personaje curioso: un catedrático de griego que nada escribió sobre filología clásica.

—Creo recordar que llegó a ella de rebote, y que era para él medio de vida y poco más. De todas formas no es eso lo que me interesaba destacar de Unamuno. Tiene un libro, y recuerdo vagamente que hace tiempo hablamos sobre él, y se lo iba a dejar, en el que sostiene que cada uno de nosotros tenemos una visión sobre nosotros mismos, que no tiene por qué ser la certera ni la única, por supuesto.

Nosce te ipsum.

—Sí, tal vez sea eso, el conocernos cada uno a nosotros mismos, lo más difícil que hay. Pues de esa visión que tenemos, seleccionamos lo que creemos que es lo mejor, y así lo presentamos ante los demás. Y los otros, de lo presentado se quedan con unas cosas desechando las otras. De modo y manera que, como don Quijote, todos vivimos de ilusiones, de ver gigantes o enanos donde sólo hay molinos de viento, o viento, nada.

—Menos los políticos que se dedican a robar. Éstos manejan realidades.

—No era mi intención hablar de esto, pero ya que insiste usted, lo haré. La semana pasada, se lo cuento por si no ha leído la prensa ni visto las noticias en la televisión, se ofreció la primicia de que los hermanos y sobrinos del rey, Borbones todos, no lo olvide, habían estafado al fisco no sé cuantísimo dinero.

—Sí, he oído algo.

—No hace mucho leí una biografía sobre Isabel II, la madre de Alfonso XII. Se contaba en las primeras páginas, o en el prólogo, que los reyes actuales, Juan Carlos I y su mujer, se habían mantenido alejados del centenario, celebrado en París, por la difunta y desgraciada reina, la de los tristes destinos, la llamó Galdós. La causa, al parecer, era la vida licenciosa de esta mujer. La casaron, muy joven, con su primo, que era impotente y tal vez homosexual. Al menos dice ella que la noche de bodas llevaba un camisón con más puntillas y lacitos que el de ella misma.

Los legionarios romanos no eran de los que les hacían asco a esto o a aquello, siempre que esto o aquello tuviera lo que ellos buscaban.  

—Pobre mujer. Leyendo vidas de reyes o cónsules, en la vieja Roma, me he preguntado a menudo si esos hombres, con ese poder en sus manos, habían sido verdaderamente felices. Y más en aquella época tan violenta, donde casi todo se solucionaba con el veneno o el puñal. No podían ni dormir sin tener un ojo abierto. No les arriendo la ganancia.

—No creo que Isabel II fuera muy feliz. Su marido, el nefasto Francisco de Asís, fíjese en el nombre, trató de hacerle chantaje con sus hijos: ambos sabían perfectamente, como algunos miembros de la corte, que no eran legítimos. Eso de que los bastardos no podían reinar es una falacia, olvídese. Bastaba con ocultar la bastardía. Y se lograba cuando, como es el caso, les interesaba a todos.

—Sí, era difícil saber si el hijo era legítimo o del centurión de turno.

—Exacto, de ahí la castidad que se exigía a las mujeres, y que éstas se saltaron a la torera en infinidad de casos. Sólo a un loco se le ocurre defender la pureza de una raza. Y encerrar a una mujer.

—Evidentemente: las legiones romanas se extendieron por toda Europa. Y los legionarios romanos no eran de los que les hacían asco a esto o a aquello, siempre que esto o aquello tuviera lo que ellos buscaban. Y en aquella tropa había soldados de las más diversas procedencias. Además ellos no tenían noción de pecado, ni curas ni obispos que los avasallaran con el sexto mandamiento, el único que existe para los popes del ruedo ibérico.

—Tampoco Isabel II, al parecer, fue muy escrupulosa. De hecho tuvo varios amantes, ya sabe que eso es una debilidad borbónica. Pero dejemos en paz el sexo, que ya se ocupa la Iglesia de él. La madre de Isabel II robó todo cuanto pudo y más. Y en un momento de crisis, tal vez como la actual, la reina Isabel II tuvo el rasgo de regalar al pueblo parte de sus posesiones. La prensa del momento, la de su cuerda, alabó aquello hasta límites insospechados: la reina era la generosidad hecha carne, etc., etc. Pero, siempre hay un pero, un catedrático de historia, Emilio Castelar, puso en solfa el susodicho rasgo: la reina, vino a decir, le estaba regalando al pueblo, ciudadanía hoy en día, lo que era suyo. El patrimonio nacional no es de la monarquía, es del pueblo que la sustenta. El catedrático fue suspendido de empleo y sueldo, y se montó la famosa noche de san Daniel, con sus huelgas y algaradas.

—Me está usted contando la historia de Roma, o parte de ella, con otros protagonistas.

—Nada nuevo bajo el sol. Pero no es aquí donde yo quería llegar.

Doña Paquita guardó silencio durante unos segundos. Quedó cabizbaja y meditabunda. Aproveché para ir a la máquina a por un par de cafés descafeinados y endulzados con sacarina. El tiempo no perdona nada. Me sonrió cuando se lo alargué.

—Nuestras conversaciones, querido amigo —me dijo—, siempre son impredecibles. Siempre terminamos hablando de algo distinto a lo que tenía en mente.

—Eso es lo bueno de los diálogos. Y tal vez también lo malo.

—Sí, pero a mí me gustaría concentrarme un poco más. Mire, el otro día estuvimos hablando sobre el mal recuerdo que tengo yo sobre algunas de mis clases por haber dicho cosas en ellas que hoy me parecen falsedades.

—Sí, lo recuerdo.

Hay veces que no solamente las personas se nos presentan de formas variadas y diversas, y hasta contradictorias, sino que también sucede lo mismo con los propios hechos.  

—Pues bien, recuerde también lo que he dicho sobre don Miguel de Unamuno. Porque hay veces que no solamente las personas se nos presentan de formas variadas y diversas, y hasta contradictorias, sino que también sucede lo mismo con los propios hechos. El otro día le estuve hablando sobre mi falsa percepción de las obras de teatro del barroco. Pues bien, si usted lee la biografía de Felipe II, de la princesa de Éboli y de Antonio López, tendrá la impresión de que éstos no existieron: la visión que dan de ellos los diversos autores es de lo más variada y variopinta. Cierto es que fue una época de oscurantismo y quema continua de papeles; pero de ahí a presentar a la princesa de Éboli como una romántica del barroco hay un trecho… Felipe II, por otra parte, se movía muy bien en la oscuridad. Aunque tal vez no era tan terrible como lo pintan. Ahora bien, me he quedado sin saber si ordenó matar a su hijo Carlos de Austria o no.

—Algo similar sucede con la historia de Roma: ¿quién se puede creer la historia de Rómulo y Remo por mucho que se nos diga que la loba era en realidad una prostituta? ¿Quién se puede creer todas aquellas historias de la mos maiorum, la virtud de los mayores, cuando no tenían ningún inconveniente en masacrar a poblaciones enteras? ¿Y qué me dice de Julio César? Mucha guerra de las Galias, y lo que usted quiera; pero era un claro genocida. Masacró a pueblos enteros para amasarse un capitalito. Entonces no existía Panamá.

—Nada es verdad ni nada es mentira: todo es del color del cristal con que se mira. Bueno. Me parece que no es así. Cierto que no podemos saber lo que pensaba la princesa de Éboli, o quien quiera usted, pero quedan los hechos. Y éstos, aunque se pueden interpretar, son hechos. Y a través de ellos, creo yo, podemos llegar a algún tipo de conocimiento.

—Lo malo es que los olvidamos.

—Creo que últimamente en los planes de estudio ni hay filosofía, ni historia ni geografía. Estamos en una sociedad de eunucos.

—Y ya sabe lo que dijo aquél: con muchos gallos se pueden hacer muchos capones, pero con capón no se hace un gallo.

—No hay más que decir. Salvo que debemos ser muy precavidos en nuestros juicios.

—Así sea. Y gracias por el café.

—Gracias a usted por haber venido.

Vicente Adelantado Soriano
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