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Cartas a Plinio (el Joven), V

martes 25 de octubre de 2016
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“La escuela de Atenas”, de Rafael
“La escuela de Atenas”, de Rafael

¡Crea!, ¡da nacimiento a algo que sea tuyo para siempre! Todo lo demás que pueda pertenecerte, a tu muerte pasará a manos de un dueño tras otro, pero las obras del espíritu no dejarán nunca de ser tuyas una vez que hayan sido engendradas.
Plinio, Cartas.

Ludovicus Plinio suo plurimam salutem dat. La primera vez que leí estas viejas palabras tuyas me retrotrajeron a una no menos vieja discusión con una amiga fallecida hace ya demasiado tiempo. Éramos entonces jóvenes, y pasábamos mucho tiempo, quizás demasiado, en el bar de la facultad, o en bares aledaños, discutiendo sobre nuestro futuro y nuestras inquietudes. Yo, en aquellos días, no tenía nada claro ni el futuro ni el presente. Ella sí: quería terminar la carrera, hacerse profesora, e intentar que el mundo fuera un poco mejor, aunque fuese en una mínima porción, la de algunos de su posibles alumnos. Yo ni siquiera me encontraba con fuerzas para terminar la carrera.

Quise muchísimo a aquella mujer. No he tenido, ni tendré, otra amiga como ella. Pero eso no me impedía reírme, con una cierta mesura, de sus sueños. Pilar, que ese era su nombre, no prestaba atención a mis risas: continuaba, imperturbable, con su discurso. Siempre trataba de convencerme de algo. Eso me hacía sentirme importante, al menos para ella.

La discusión, celebrada a lo largo de muchas y maratonianas sesiones, duró muchos días, incluso meses. Hasta que un día les puse fin no yendo no ya al bar de la facultad, sino a la misma facultad. Me dejé los estudios. Y ese abandono, anunciado tras una nefasta clase, fue el origen de todas aquellas discusiones. Pilar, con toda la seriedad del mundo, como si le fueran a arrebatar algo importante, cosa que comprendí con el paso de los años, trató de convencerme, una y otra vez, para que no dejara los estudios, para que siguiera en la universidad: vendrán tiempos mejores, esto cambiará algún día, llegaremos a 3º o 4º y las cosas serán distintas, me decía una y otra vez. Yo no lo veía así. Estaba saturado de pesimismo, pero ese pesimismo no hacía sino ocultar mi falta de madurez, de preparación, y de miedo a enfrentarme a los problemas y ponerles remedio. También comprendí, años después, que rara vez se habla de las cosas esenciales en una discusión. Durante horas y horas le dimos vueltas siempre a lo mismo, como asnos encadenados a la noria.

Todo desaparecerá conmigo cuando yo desaparezca. No tiene sentido crear nada. La inmortalidad es un invento bien necio.  

Siempre recordaré, con melancolía y cariño, el argumento empleado por Pilar, argumento que ella creía de gran peso. Vino a decirme que no conocía a nadie que supiera tanto como yo. Y que, en consecuencia, no tenía ningún derecho a guardarme esos conocimientos para mí, a no compartirlos con nadie. ¡Pobre Pilar! Me lo puso muy fácil: no tuve más que enseñarle las notas de algunos exámenes, y recordarle la cantidad de veces que, en clase, había rehusado contestar a las preguntas del profesor, o, sencillamente, había hecho el ridículo. Pero las notas para ella no tenían ninguna importancia, y lo otro, lo otro lo atribuía a mi timidez. Cierto es, vino a decirme, que yo era un mal estudiante, pero eso se podía mejorar y, además, ella me podía ayudar. Yo no tenía ganas de que me ayudara nadie: la universidad había sido una mala experiencia para mí. Un verdadero fracaso. Quería y necesitaba marcharme de allí. Y lo hice con gran disgusto de Pilar. No por ello dejó de visitarme, de venir a casa, de buscarme… Nunca he tenido una amiga como ella. Ni la tendré.

Cuando en una de nuestras largas e interminables discusiones utilizó aquello de que yo no me podía guardar mis conocimientos para mí, que no tenía derecho a hacerlo, dijo esto porque alguna que otra vez había participado, yo, en manifestaciones, carreras delante de la policía, y alguna que otra lindeza de este jaez. Sí, yo también quería cambiar el mundo. Y entonces fue cuando me dijo ella que la teoría sin la praxis no sirve de nada, y que nuestra praxis era la educación, el preparar a la gente que venía detrás de nosotros para que el mundo fuera mejor. No era esa mi intención. A mí me daba verdadero pánico meterme en una clase, hacer de profesor, enfrentarme a un grupo de personas parecidas a las que hasta hacía poco habían sido mis compañeros. No, no me apetecía nada.

Cuando me dijo aquello de la praxis, casualmente, pocos días antes, alguien, en una asamblea, habló de los puntos de contacto entre el marxismo y el cristianismo. Me vino de perlas haber asistido a aquella asamblea, pues pude lanzarle a Pilar que lo que decía ella es lo mismo que dijo Cristo: la fe sin obras no es fe. Es decir, que siempre estamos en el mismo punto de partida. Virtus autem actuosa, dijo Cicerón antes que ellos, o dicho en román paladino que la virtud se revela en la acción. No supo qué decirme, así que volvió a su cantinela de que no podía guardarme para mí mis conocimientos, etc., etc. Pero un día yo dejé de ir por la universidad, y se terminaron las discusiones en el bar de la facultad. Ella terminó la carrera y se hizo profesora.

Muy a menudo me acuerdo de Pilar, nunca he dejado de acordarme de ella. Y, a veces, recuerdo algunas de aquellas discusiones nuestras. Muy a menudo, evocándola, me he preguntado si una persona tiene derecho a quedarse para sí todo cuanto sabe, o, por el contrario, como quería ella, tiene que compartirlo con los demás. Hoy en día el planteamiento me parece propio de una época juvenil, generosa, trabajadora y desinteresada. Cada uno con su vida y su saber debe hacer lo que buenamente juzgue y le parezca bien.

Tal vez por todo eso, querido Plinio, evocado por la lectura de una de tus cartas, al terminar de leer esas palabras tuyas he escrito, con lápiz, “crear para qué”. Todo desaparecerá conmigo cuando yo desaparezca. No tiene sentido crear nada. La inmortalidad es un invento bien necio, por cierto.

El problema ahora ya no es compartir o no los conocimientos; ahora el problema es cuánto hay que pagar por compartir algunas cosas de las que se saben con el resto del mundo, por no preguntar si al resto del mundo le importa lo más mínimo lo que uno sabe o deja de saber. Planteado de otra forma: ¿quién goza y disfruta hoy con las composiciones de Beethoven o de Salieri, o con las obras de Lope de Vega, por poner unos pocos ejemplos? A la inmensa mayoría de los seres humanos les tienen sin cuidado tanto estos autores como unos cuantos más. De hecho morirán sin conocerlos, ni a ellos ni a sus obras. Y no pasará nada. El mundo seguirá. Y los políticos seguirán siendo tan corruptos como siempre. No podía ser de otra forma.

Tal vez estando en las aulas, siendo profesor, no haga falta nada más para transmitir lo que se sabe y se ignora: están los alumnos como público receptor. Pero supongamos por un momento que hay alguien, caso de un amigo, que no es profesor, y que siente la necesidad de escribir sobre algo, de comunicar algo que él considera importante. Es el inicio del problema. Creo recordar que fue Vincent van Gogh quien dijo que muchos arquitectos se han frustrado por la falta de dinero. No lo pongo en duda. Y quien dice dinero puede decir igualmente mecenazgo o suerte, si es que ésta existe.

Y, sin embargo, y como me hace ver mi amigo, ni por un momento se cesa de publicar libros. Todas las semanas salen novedades y más novedades. ¿Quién costea todas esas publicaciones? ¿Se recupera el dinero invertido en la publicación de tantos libros? A veces, algunos amigos, con aficiones literarias, han hecho la prueba de leer, sin comprarlos, algunos fragmentos de algunos de esos libros que inundan las librerías todos los días. Un amigo, que tenía un par de novelas en el cajón de su mesa, fue muy gráfico cuando dio la lectura de los fragmentos de un libro cualquiera por concluida. Agitando el libro en la mano, recitó de memoria:

No soy, pues, bien mirado,
tan diforme ni tan feo,
que aún agora me veo
en esta agua que corre clara y pura,
y cierto no trocara mi figura
con ese que de mí s’está reyendo;
¡trocara mi ventura!
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

En toda la tarde aquel buen amigo no cesó de recitarnos versos y más versos de Garcilaso de la Vega. El mejor poeta de lengua castellana, según él. Tuve que recordarle, por si eso lo calmaba un poco, que Garcilaso murió sin haber publicado nada. No vivió de la literatura. No compartió sus liras. Se las guardó para él. Como muchísimos otros. Mi amigo, además, tenía un trabajo, y no le hacía falta publicar para vivir.

Publicar o no publicar, ser leído o no, todo es cuestión de vanidad. Nada más.  

—No es ese el problema —me dijo—. El problema es que escribir aquí es llorar lágrimas de sangre.

—¡Palabras! —le contesté—. Los libros son un negocio como otro cualquiera, y te adaptas a lo que hay o no publicas. Así de sencillo. Además, ¿para qué quieres publicar?

Y fue entonces cuando me acordé de Pilar y de todo aquello de compartir los saberes y demás. Me pareció entonces que había pasado un siglo. Bajé la voz. Y melancólicamente dije lo que me dijera otro amigo.

—Publicar o no publicar, ser leído o no, todo es cuestión de vanidad. Nada más. Olvídate del resto. Aquí sólo vive de la literatura quien se arrima al poder. Y ya sabes lo que eso comporta. Si quieres compartir con alguien tus ansias novelísticas, ahí tienes Internet y el gran montón de revistas electrónicas que hay. No te van a pagar por publicar, pero tampoco te van a cobrar. Y nunca olvides que don Miguel de Cervantes estuvo a punto de perecer de hambre, y que a don Benito Pérez Galdós su cuñado le costeó la edición de su primer libro, nada barata por cierto.

—¿Y tú —me preguntó entonces— no has sentido deseos de publicar nunca alguno de tus tratados?

—¿Qué tratados? No, ni escribo, ni soy ni Platón ni Cicerón. Por no ser no soy ni universitario. Como ellos.

—El que no se consuela es porque no quiere.

¿Para qué crear, pues, querido Plinio? ¿En qué te afecta a ti ahora que tus obras sean leídas o no? Eso de la inmortalidad es un invento absurdo y necio: a tu nombre no le puedo poner rostro. Y aunque se lo pusiera, nada cambiaría. Es mejor dedicarse a hacer lo que a uno le gusta sin molestar a nadie. Pese a todo, agradezco mucho que algún que otro autor publicara, o le publicaran, sus obras, y creo que Pilar fue una buena profesora. Me has hecho acordarme de ella. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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