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Cartas a Plinio (el Joven), VI

martes 1 de noviembre de 2016
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Mariano Rajoy

Este artículo forma parte de la serie “Cartas a Plinio (el Joven)”, en la que el español Vicente Adelantado Soriano le escribe al tribuno romano sobre filosofía, historia y actualidad. Lee aquí la serie completa.

Los votos se cuentan, no se pesan. Desgraciadamente no puede procederse de otro modo en una asamblea en la que no hay nada tan desigual como la propia igualdad de sus miembros.
Plinio, Cartas.

Ludovicus Plinio suo salutem plurimam dat. Estamos, querido Plinio, en plenas negociaciones para formar gobierno tanto en la Hispania Citerior como en la Ulterior, descontando la Lusitania, que ha quedado fuera de esta demarcación o conventus. El proceso para formar gobierno es largo y complejo, pero para que lo entiendas, podría resumirse de la siguiente forma: hay una masa, o populus, que elige, por votación, a unos señores y señoras, para que éstos, a su vez, escojan a otros señores y señoras; aquí es donde se producen las famosas negociaciones, que serán quienes formarán el gobierno. Esta segunda parte se puede obviar si en la primera los determinados señores y señoras, candidatos, sin etimología por lo grises que son, han obtenido un número determinado y elevado de votos. En ese caso, mayoría absoluta, es como si el populus hubiera nombrado a un emperador o dictador, en sentido etimológico, ahora sí: el cabeza de lista, primum inter pares, del partido ganador, no discute con nadie, no pacta con nadie, y hace lo que le da la real gana, que, según algunos, es la mejor forma de hacer las cosas en esta provincia romana. Es posible que tengan razón.

Las propuestas para formar gobierno, que sólo ha habido una, ha sido el parto de los montes. Algo así como entre bobos anda el juego.  

No obstante, gracias a los dioses, superiores e inferiores, esta vez no se ha llegado a ese número absoluto, así que vamos a la segunda parte de la votación: los señores escogidos por el populus se deben poner de acuerdo entre ellos para escoger a otros y formar el gobierno. Ya te puedes imaginar el mercadeo al que esto da origen. Podríamos hacer una parodia disfrazando a los políticos de mercaderes, montar unas tavernae en el foro, y servirnos de la música de Albert Ketèlbey, En un mercado persa. Se venden puestos en el senado por votos, este cargo por aquel apoyo… En fin, como en el foro o en un mercado mediterráneo: gritos, ofertas increíbles, ir y venir de unos y de otros, demagogias y mentiras sin fin, y el pescado por vender. Y ya huele.

Algunos de estos mercaderes al por menor tratan de hacernos creer que ceden en el precio de algunas de sus telas, y que los otros aceptan las monedas pactadas por el bien del país. Ya sabes lo que la palabra patria, país o España, significa en boca de estos mercachifles: su propia supervivencia o la defensa de sus propios intereses. Las propuestas para formar gobierno, que sólo ha habido una, ha sido el parto de los montes. Algo así como entre bobos anda el juego. Nada de sustancia. Así que cambiar lo cambiable para que no cambie nada.

En este mercadeo, además, todo, menos la puñalada trapera y el veneno, vale. Usando la discreción, por supuesto. No obstante, los insultos, si los hay, deben ser, como dicen los periodistas, de baja intensidad: no se permite, al contrario que en tu época, hablar de la vida sexual de los grises candidatos, ni de sus inclinaciones eróticas ni gastronómicas. A nadie se le ocurre hoy en día acusar a su oponente de incestuoso, de que se acuesta con su hermana o con su imberbe esclavo, o de que es un bujarrón declarado, etc., etc. Están mal vistas estas cosas. Por otra parte, tampoco hay necesidad de ello, pues, salvo contadas excepciones, por las llamadas revistas del corazón, por las televisiones, por los periódicos, o por los mismos protagonistas, dado que hoy en día quien más y quien menos airea su vida privada con gracia, garbo y salero, todos estamos al cabo de todo. O casi. Imagino que igual que en la Roma de Cicerón.

Dejando esto aparte, y en plenas negociaciones para formar gobierno, eso dicen, pondría la mano en el fuego, y no me quemaría, en tanto sostenía, y sostengo, que los políticos españoles no se han leído los grandes tratados de política, ni los de la antigüedad, ni los de la modernidad. Por supuesto que tampoco nos vamos a creer todo lo que se nos cuenta del pasado. Es posible, aunque lo dudo, que alguien, en la Grecia clásica, se dedicara a la política pensando en lograr el bien para sus conciudadanos. No lo descarto, pues al fin y al cabo, con todas las salvedades, en Grecia regía la democracia, pero la forma de gobierno de la República, de Platón, la austeridad de los gobernantes, muy próximos a los místicos cristianos o musulmanes, me parece más una utopía, un deseo, que una realidad. Es posible que ese sueño platónico reflejara las carencias democráticas de la Hélade. En cuanto a tu país, querido Plinio, no olvidemos que la República romana no fue sino una oligarquía, un gobierno formado por las familias más poderosas en defensa de sus privilegios, la famosa y siempre mentada patria. La política era una función vedada a las personas no pudientes. Los pudientes velaban por la patria, sus fincas, ríos y sus campos, y por su domus. Todos en Roma podían dormir tranquilos.

Y esto, en este perpetuo retiro espiritual que estoy viviendo últimamente, con gran satisfacción y alegría por mi parte, me ha llevado a preguntarme, cuando estoy cansado de leer o de buscarle todas las etimologías posibles a una palabra, qué hubiera sucedido si en aquella época un esclavo, pongamos por caso, hubiera tenido acceso al senado. No es difícil imaginarlo habida cuenta de lo que sucedió con los Graco. Y no creo, sinceramente, que estos aguerridos hermanos intentaran subvertir el estado, la res publica, sino hacer a éesta más justa y equilibrada para que así, tal vez, durase más tiempo. Teniendo en cuenta estos antecedentes, es posible, por lo tanto, que el esclavo senador hubiera durado menos en Roma de lo que duró el bueno de Catilina, u otros de su jaez. Y eso que éstos, creo, luchaban por no salirse o quedarse al margen del grupo social al que pertenecían. Es decir, cuestionaban al senador de turno, pero a la maquinaria.

La pregunta que me hago en estas horas de ocio de este retiro espiritual es si el esclavo hubiera defendido la abolición de la esclavitud, el poder usar unas cadenas más largas, o lo que defendían todos los senadores convirtiéndose en lo que se ha dado en llamar “un estómago agradecido”. La pregunta y el planteamiento tal vez te parezcan una tontería, juegos propios de una mente ociosa; pero no lo es, pues en el fondo esconde una pregunta que me ha perseguido, y persigue, desde hace años. Las respuestas pueden ser muchas y variadas, pero yo prefiero que seas tú quien las des.

No hay peor inquisidor que el converso, ni policía más cruel que el bandolero redimido.  

Cuando era joven y pobre trabajé de camarero durante una temporada. La finalidad era hacerme con el suficiente dinero como para irme a París durante un mes. Lo siento, querido Plinio, pero en mi época ya no estaba de moda ir a Atenas. Cada momento tiene sus metas, sus fantasmas, sus historias y sus cosas. En aquel restaurante donde trabajé, en realidad una casa de comidas para los estibadores y camioneros del puerto, había un cocinero que apenas si ganaba lo suficiente como para sostener a su familia. Y no he visto a nadie que fuera más defensor de un gobierno oligárquico que él. Nunca discutí con él, por supuesto: no valía la pena. Pero no dejaba de llamarme la atención lo acérrimo defensor que era del más puro fascismo. ¿Ignorancia? Vete tú a saber.

A mi regreso de París, vi allí la Victoria de Samotracia, en el Louvre, me tropecé con la cruda realidad de tener que hacer el servicio militar. No, no me hacía nada de gracia “servir a la patria”. En los cuarteles, tanto de invierno como de verano, conocí a algunos cuantos sargentos, alféreces y hasta tenientes que eran más franquistas que el propio Franco. La cosa estaba clara en semejantes establecimientos: aquéllos defendían un estatus conseguido, y del cual algunos eran muy conscientes, pues uno de aquellos centuriones sin casco, aficionado a beber, y no era una excepción, nos contaba, una y otra vez, que en su pueblo era un pastor muerto de hambre; en el cuartel, por el contrario, comía, tenía un buen sueldo, y si quería darnos unas hostias a algunos de nosotros, nos las daba y nadie le iba a rechistar. ¿Qué más podía pedir? Debía sentirse como el señorito de algún cortijo. Entiendo el cambio de mentalidad de aquella gente, que, en el fondo, me producían un profundo rechazo. Se cuenta, y tal vez no sea sino una leyenda, que una noche unos soldados recién licenciados le salieron al paso a un centurión de aquellos y le devolvieron los guantazos con los que tan impunemente los había degradado.

Entiendo, pues, que a veces, y por utilizar el lenguaje de mi época, un proletario se mimetice y adopte y acepte, hasta las últimas consecuencias, la ideología de su enemigo político. Y ya se sabe cómo termina la cosa: no hay peor inquisidor que el converso, ni policía más cruel que el bandolero redimido. Ahora bien, veo a muchos de los que aparecen ahora en periódicos y televisiones buscando pactos de unos con otros, hablando y diciendo más sandeces que verdades, y vuelvo a hacerme la misma pregunta: ¿tenemos aquí al esclavo que defiende al dominus porque no se ha planteado que hay otra forma de hacer las cosas? ¿Son sus limitaciones mentales o las de toda una época la que los hace actuar así? ¿Para qué está esta gente en política? No creo que estén para lograr la felicidad de sus vecinos. No lo veo.

Me cuesta creer que determinados políticos, burguesía de medio pelo con estudios universitarios, hagan y defiendan unos planteamientos y una sociedad que, desde luego, no va a favorecer a los más débiles. Aunque tal vez, y dejémonos ya de utopías y de romances, se trate de eso, de sálvese quien pueda porque entre unos y otros, querido Plinio, la mataron y ella sola se murió. Se ha intentado, una vez más, cambiar lo cambiable para que no cambiara nada. Y nada ha cambiado. Sí, de acuerdo, no hay esclavitud, hay sueldos de miseria y una enorme cantidad de personas en el paro, gente que está muriendo por falta de asistencia médica… Y estamos en el año 2016 d.C. Creo que todavía podemos entonar aquello de quo usque tandem Calitina, etc. Tal vez, como propones tú, saldríamos de la situación si los votos en vez de contarse se pesasen. Aunque me parece que daría exactamente lo mismo: el valor del peso lo fijaría el FMI, así que te pongas como te pongas… Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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