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Cartas a Plinio (el Joven), VII

martes 8 de noviembre de 2016
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El Vesuvio en erupción, por Joseph Wright (1734-1797)
El Vesuvio en erupción, por Joseph Wright (1734-1797).
Este artículo forma parte de la serie “Cartas a Plinio (el Joven)”, en la que el español Vicente Adelantado Soriano le escribe al tribuno romano sobre filosofía, historia y actualidad. Lee aquí la serie completa.

Nunca hay en ellos novedad alguna, ni ninguna variedad, nada que no baste con haber visto ya una vez.
Plinio, Cartas.

Ludovicus Plinio suo plurimam salutem dat. Buscando un poco esa variedad, querido Plinio, me gustaría que dejáramos de lado la política, por llamarlo de alguna forma, y este angustioso movimiento para formar gobierno en esta provincia denominada Hispania. No hay forma de que los políticos lleguen a ningún acuerdo. Quizás deberían retirarse todas las cabezas visibles de ahora, y ocupar su lugar otras que estuvieran limpias de corrupción, de megalomanía y de otras zarandajas. Tal vez esto sea pedir cotufas en el golfo, o, como se decía en tu época, pedirle agua a una piedra pómez.

Siendo un infante, con la cabeza llena de películas y relatos heroicos, esperaba encontrar lanzas, escudos, túnicas, espadas, leones y gladiadores cuando me llevaron al viejo castillo de Sagunto.

Por desgracia ya no pasan cosas como las que sucedían en la lejana Roma, y que, conforme transcurre el tiempo, son más difíciles de creer: unos senadores, ante el inminente peligro de que el enemigo tome la ciudad, se van a buscar a un labrador; éste, vestido con un taparrabos, los recibe en el campo que está arando; tras oírlos, pide la toga; sin ducharse va al senado, asume el poder, derrota a los enemigos, salva a la madre patria, y entrega el poder para quitarse la toga y con taparrabos volver a labrar su olvidado campo. ¿Sucedió eso alguna vez? ¿En serio? Esto no se le ocurre ni al hagiógrafo más empecinado. Imagino que todo pueblo necesita crearse unos mitos para espolear a las promesas del mañana a fin de que sigan la zanahoria que les ponen delante. Y no es que dude que haya personas virtuosas, que las hay, las ha habido y las habrá. Pero el poder, y tú lo sabes muy bien, siempre es muy peligroso: corrompe todo cuanto toca, como le sucedía al rey Midas. Y a algunos, la mayoría, los vuelve estúpidos.

No obstante, igual que, siendo un infante, con la cabeza llena de películas y relatos heroicos, esperaba encontrar lanzas, escudos, túnicas, espadas, leones y gladiadores cuando me llevaron al viejo castillo de Sagunto, también me gustaría ahora hallar a un Cincinato que, con taparrabos o sin él, se hiciera cargo de esta provincia, y la pusiera a funcionar con rigor, equidad y justicia; y, a ser posible, sin robar él ni consentir que robaran sus conmilitones. Como puedes comprobar estamos exprimiendo la piedra pómez. Lo cual me recuerda la infinita tristeza que sentí en el viejo castillo romano de Sagunto: allí no había ni lanzas, ni escudos, ni leones… sólo hierbajos, piedras caídas, tristeza y desolación. ¡Cuánta tristeza sentí yo también! No, creo que ni con una linterna, y en pleno día, diéramos en este bendito país con un Cincinato. Ahorrémonos, pues, el trabajo de buscarlo.

Por cierto, querido Plinio, ya que hemos hablado de la piedra pómez: el otro día me tropecé con una traducción de tu famosa carta en la que narras la erupción del Vesubio. Recuerdo que la primera vez que la leí, en latín, me llamó la atención que no apareciera, en el texto, ni una sola vez, la palabra volcán. Busqué dicha palabra en todos los diccionarios que tengo por casa, y, efectivamente, no está registrada en latín. Quise indagar más. Y parece que sí, y tu tío los nombra, conocías los terremotos, y varias desgracias naturales más, pero no los volcanes. Al menos no teníais un nombre para ellos. Me llenó de extrañeza dicho desconocimiento, pues creo recordar que conocíais la erupción del Etna, y que los griegos, y los teníais en la Magna Grecia, sí que conocían dicha palabra. Es un misterio. No obstante, no era de eso de lo que quería hablarte. Al leer, como te he dicho, una reciente traducción de tu famosa carta sobre la erupción del Vesubio, se dice, en la traducción, cito de memoria, que los tejados de las casas de Pompeya se hundían por efecto de las piedras volcánicas. Con eso, una vez más, se me volvió a plantear el problema de la traducción: la piedra pómez es una piedra volcánica. Ahora bien, está claro que si hubiera utilizado el sintagma piedras pómez, o hubiera tenido, el traductor, que poner una nota a pie de página, o el lector, cosa que a muchos les produce una infinita pereza, hubiese tenido que echar mano de algún diccionario o de alguna enciclopedia. Y eso que hoy en Internet hay varias y muy potentes.

Pensé que no estaba bien, y más actualmente, con los medios que hay, poner en tu boca una palabra que tú desconocías. Y eso me llevó a pensar en cuántas palabras se habrán puesto en boca de autores que ni pensaron en ellas, ni tuvieron el más mínimo conocimiento de las mismas. Pero, claro, de alguna forma os tenemos que leer a los antiguos. Es todo un arte, querido Plinio, caduco por lo demás, como el teatro, hacer una traducción respetando el espíritu del autor, y conseguir que un público actual comprenda, sin muchas trabas a ser posible, lo que el autor dijo o quiso decir en su momento.

Y esto nos lleva una vez más a las complicaciones unamunianas, a aquel don Sandalio jugador de ajedrez: una cosa es lo que yo soy, otra lo que creo ser, otra lo que digo ser ante los otros, y otra muy distinta, lo que los otros deducen de mis palabras y comportamientos. Quizás, si dejamos de lado a los ambiciosos políticos, que está claro lo que son, todos seamos unos perfectos desconocidos hasta para nosotros mismos. Y todo esto, querido Plinio, me ha llevado a pensar, una vez más, en los problemas de la transmisión cultural. Imagino que leer cartas, obras o fragmentos, de tu época, y anteriores, debe de ser un trabajo hercúleo para el que se necesita una enorme preparación y una gran paciencia. Yo, terminada la carrera, tuve la suerte de leer muchos manuscritos de la Edad Media. Estaban sin puntuar, y ahí, al tener que transcribirlos, comenzaba mi primera interpretación, pues no me permitieron dejarlos tal y como estaban. Nunca estuve seguro de entenderlos del todo, al menos no hasta el punto de saber con certeza que estaban bien pautados. Tampoco tenía entonces la suficiente preparación como para traducirlos al lenguaje actual. Me sentí solo y desamparado. Como nunca en la vida.

Creo que la juventud se caracteriza por ser muy dogmática y puritana.

Una mañana, leyendo aquellos manuscritos, me tropecé con la noticia de la muerte de la reina María de Castilla, relicta, así lo decía el texto, del rey Alfonso el Magnánimo. La erre de relicta, me di cuenta luego de lo necio que había sido, tenía la forma de una ro griega, ρ. Con un rabo excesivamente largo. No entendí el significado de dicha palabra. Me quedé con elicta, y fui haciendo pruebas y más pruebas con todas las consonantes. Hasta que en uno de los diccionarios di con el participio del verbo relinquo: relictus, relicta, relictum, de donde reliquia, relicario y viuda. El paso de relicta a viuda me tuvo ocupado unos cuantos meses, y estoy seguro de no haber solucionado nada. Tal vez las dos palabras convivieran durante un tiempo, y luego, así parece, la gente y los textos se decantaron por viuda. Viduus, a, um, sí que existe en latín, así como el verbo viduo, que significa quedarse viudo.

Y volviendo a don Miguel de Unamuno, recuerdo que de bien joven di en leer algunos ensayos suyos. Uno, y sigo citando de memoria, hablaba de los problemas de la transmisión cultural. Ponía don Miguel varios ejemplos de malas interpretaciones. Se me quedó grabada aquella de que Jesús jamás dijo que es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que un camello pase por el ojo de una aguja. Al parecer Jesús no utilizó la palabra en griego κάμηλος, camello, sino cuerda o maroma. Algún escribano añadió una lambda, al parecer, y se produjo una confusión, y dio pie a una magnífica metáfora, pues también los errores son creativos.

Creo que la juventud se caracteriza por ser muy dogmática y puritana. Al menos así me recuerdo yo de joven: me enfadaba con todo el mundo cuando algo no correspondía con la otra cosa al cien por cien. Por ejemplo, me molestaban mucho las representaciones teatrales en las que Edipo, pongamos por caso, aparecía con traje de chaqueta y corbata. Y no digo nada cuando, y me cansé de verlo, sacaban al rey Lear con el tres cuartos nazi y pistola al cinto. Hay que tener mucho pulso para hacer esas cosas y que queden bien. Y hay personas que careciendo de esos pulsos, y de otros, tiran por el camino del medio: actualizar un texto es que el trono del rey sea una silla de ruedas, y las hijas unas perdularias. Amén.

Hoy, en el último recodo del camino, ya no me enfado. Creo que está bien traducir piedra pómez por piedra volcánica. Cuando esa traducción caiga en manos de algún estudiante algo curioso, le llevará a indagar sobre esas palabras, y así adquirirá un poco más de conocimiento. Mejor eso que estar todo el santo día, y llevamos así siete u ocho meses, discutiendo si vamos a tener o no gobierno, y si va a tener la culpa menganito o zutanito de que vayamos a unas terceras elecciones. Y lo que te rondaré, morena, si no se rompe la guitarra. Y ánimo, que la procesión es larga y el cirio corto. Aquí antes encontrarás una aguja en un pajar que a un posible Cincinato. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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