Procura, simplemente, elegir con gran cuidado los modelos dentro de cada uno de los géneros, pues siempre se ha dicho que es preferible leer con mucha atención a leer muchos autores.
Plinio, Cartas.
Ludovicus Plinio suo salutem plurimam dat. Aprovechando, cosa harto rara, que una tarde de este pesado verano no hacía sol, sino que más bien estaba muy nublado, salí a caminar. De hecho, así lo anunciaban las cada vez más negras nubes, al poco de haber dado los primeros pasos en la calle, comenzó a llover. Era una lluvia fina, agradable, beneficiosa, y en absoluto molesta, al menos para mí. No me apeteció volver a casa. Me gusta la lluvia. Estuve caminando durante una hora y media, aproximadamente. Y cuando regresaba a casa, a pocos metros de ésta, oí una voz que me llamaba desde un bar cercano. A causa de la lluvia llevaba las gafas en un bolsillo. Vi a alguien que levantaba la mano y me saludaba, pero no pude distinguir quién era. A fin de no parecer grosero, me acerqué a dicha figura. Me estrecharon la mano, me limpié las gafas con una bayetita que siempre llevo encima, y reconocí a un viejo compañero de trabajo con el que no había tenido ninguna relación especial. Supongo que se aburría en aquel bar esperando a que cesara de llover, y en aquellas circunstancias fui para él como el agua de mayo.
Hay autores que, de verdad, merecen que se les dediquen muchos años y mucha atención. A ellos solos.
—¿Dónde vas con este tiempo? —me preguntó.
—A casa.
—Pero si estás empapado.
—Me gusta la lluvia —dije para no entrar en más explicaciones.
—Siempre has sido un poco rarito.
—Eso dicen.
—Anda, tómate un café con leche.
—No llevo dinero.
—Yo sí. Te invito.
Me senté frente a él, y me trajeron la reconfortante bebida que no necesitaba. A través de los cristales de las ventanas veía caer la lluvia. Los parques y las terrazas estaban vacías. Y pese a las inclemencias del tiempo, estábamos en el mes de agosto, tampoco había muchos coches por las calles.
—¿A qué te dedicas ahora? —me preguntó mi antiguo compañero sentándose frente a mí.
—A nada especial: estoy leyendo a un cierto autor, y tratando de descifrar lo que dijo, pasando por encima de las interpretaciones de los comentaristas, prologuistas y estudiosos.
—¿A un autor nada más? —preguntó con asombro—. Ve con cuidado, pues leer las obras completas de un autor, sin interrupción, es para acabar odiando al dicho autor.
—Eso pensaba yo también hasta no hace mucho. Pero hay autores que, de verdad, merecen que se les dediquen muchos años y mucha atención. A ellos solos. Con estos no hay riesgos ni problemas.
—No te digo que no. Pero, ¿no te da la impresión de que leer a un solo filósofo o novelista puede resultar un tanto empobrecedor?
—Dicen que en la variedad está el gusto. Y sí, creo que tienes razón: hay que leer a más de un autor, y autores de diversas épocas. Pero tampoco es importante la cantidad ni la variedad.
—Cuando yo era joven —me confesó mi viejo compañero sonriendo— estaba lleno de complejos. El más grande de todos era mi ignorancia. Así que en cuanto conocía a alguien, y ese alguien me importaba, procuraba llevarlo a mi casa. Y allí le mostraba mi exigua biblioteca que, poco a poco, fue creciendo, y mucho. Para mí aquello era como enseñar un examen que hubiera superado con buena nota. Iba llenando la biblioteca con muchos autores y muy distintos entre sí, tal vez para demostrar que nada se escapaba a mi interés.
—Cosas de juventud a las que no hay que darles más importancia.
—Cambié radicalmente de actitud al enterarme, creo recordar que fue Luis Goytisolo quien lo dijo, que él no tenía ni un libro en casa: leído el libro en cuestión, lo regalaba.
—Yo no puedo hacer eso. O, al menos, no lo puedo hacer con todos los libros. Con algunos se establece una relación especial, honda, intensa, y me gusta tenerlos en casa. Y releerlos de vez en cuando, total o parcialmente. Cierto es que a veces me acusaba de tener demasiados libros en casa, algunos de ellos ya sin importancia, se habían transformado en puros cadáveres. Me recordaba a aquel personaje de la novela Efesíacas que, tras huir con su novia de Esparta, y vivir con ella muchos años, la hace embalsamar tras su muerte, la tiene en su habitación, y desayuna, come, cena y se acuesta con ella, con la momia.
—Se me ponen los pelos de punta de pensarlo.
—Sí, ¿verdad? Lo que en una época puede pasar por una total prueba de amor, en otras sería motivo de ingreso en algún psiquiátrico. Creo que hay un cuento de Ramón J. Sender sobre el mismo tema; pero la perspectiva es completamente diferente.
—Te contradices: tú también has leído diversos autores de diversas épocas.
—Sí, es lo que sucede cuando se ha vivido mucho tiempo.
—De todas formas, un libro no es un cadáver. Si es cierto lo que dijo Heráclito de que nadie se baña dos veces en el mismo río, también se puede decir que nadie lee dos veces el mismo texto.
—Como todo en esta vida también eso es relativo. Quiero decir que tal vez tenga razón Heráclito, ahora bien lo importante es mi sensación. Y mi sensación es que el río es el mismo, y yo también, aunque no sea así. Y ya que te la he nombrado, en el mismo volumen donde tengo Efesíacas hay otra novela, Quéreas y Calírroe. Ambas son idénticas. Tanto como las propias novelas de caballerías: siempre es lo mismo, apenas hay variaciones. Los mismos ríos. O idénticas sensaciones.
—¿Y cómo se te ocurre leer esas cosas?
—Siempre he pensado que los autores clásicos, es decir los de Grecia y Roma, eran esenciales. Pero hay de todo. Y hay cosas que, salvo que las necesites por algo muy específico, es mejor dejarlas de lado.
—Es importante saber seleccionar.
—No. Perdona, he dicho una tontería: si quieres saber, conocer, tienes que leer todo cuanto puedas. Acabo de destruir lo que he sostenido al principio. Somos pura contradicción.
—Pero en una vida es imposible abarcarlo todo. Quieras que no quieras, siempre te ves abocado a hacer una selección.
—Sí, tienes razón.
Hay que reconocer la importancia de la constancia, del seguir día tras día, sin descanso.
—¿Y nunca te has visto obligado a cerrar un libro, a abandonarlo porque no podías con él por mucho que te lo hubieran ensalzado?
—En más de una ocasión. Y, a veces, te lo confieso, se trataba de obras de calidad. Pero yo estaba metido en otras historias, no tenía ganas de salir de ellas, y ya sabes lo que sucede cuando te hacen leer por obligación algo que no deseas.
—Joan Fuster dijo en alguna parte de sus ensayos que lo primero que hay que aprender con el ordenador es a desconectarlo. Se puede aplicar al libro: hay que aprender a cerrarlo.
—Es una buena idea. La cual, además, se puede hacer extensible al resto de las cosas. Aunque hay que reconocer la importancia de la constancia, del seguir día tras día, sin descanso. Es pesado, ya lo sé; pero lo dioses no regalan nada.
—Quizás por eso sea importante la variación.
—Yo creo —le dije— que cada etapa de la vida tiene sus necesidades. Cuando uno es joven come de todo, corre, salta, bebe, se mueve; y nada, o muy pocas cosas, le sientan mal. Luego, con el paso del tiempo, uno se sosiega, el estómago se vuelve más selectivo, deja de tener importancia aquel alocado correr y comer de todo, y es capaz de concentrarse en una sola cosa, tal vez porque esa sola cosa alberga más de las que imaginaba en un principio.
—O porque ya no hay necesidad de mostrar lo que sabe.
—Que es mucho menos de lo que se ignora.
—Desde luego.
—¿Y qué estás leyendo ahora? —me preguntó, pues tras mirar por la ventana comprobó que continuaba lloviendo.
—Esto me ha hecho acordarme —le dije contestando indirectamente— de la cantidad de veces que leí un pasaje de Cicerón. Es una falsedad, una comparación absurda, pero cuánta belleza encierra. Dice Cicerón, intentando demostrar la existencia de los dioses, que los filósofos que no la aceptan se parecen a cierto pastor que vivía por las montañas. Éste, un día viendo un barco desde un acantilado, por primera vez, deslizándose por el proceloso mar, lo considera como una cosa mágica, movida por sí misma y avanzando sin parar. Cosa maravillosa. Observando con detenimiento, hechizado, el pastor descubre poco después que a bordo hay marineros, un piloto, y que obedecen a una voz, a la fuerza que lo gobierna todo… Pensé que, a veces, está muy bien hablar de las cosas que uno ignora. Se crean bellas figuras al menos.
—Esa metáfora ha sido muy utilizada a lo largo de la historia.
—¿Y cuál no? Y perdona —dije al tiempo que me levantaba—, pero tengo que irme: estoy empapado, y temo que si sigo aquí me voy a constipar.
Y sin más nos dimos la mano y nos despedimos. Así terminó aquel día de agosto, querido Plinio, con una interesante conversación en la que no se habló de política, gracias sean dadas a los dioses. No obstante, por la noche, y siguiendo tu consejo, me dediqué a mi único autor de este último año. Ahí queda, sin embargo, y por si sirve de algo, la opinión, contraria, de mi viejo compañero. Tiene su interés. Vale.
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